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lunes, 15 de diciembre de 2008

John Owen

John Owen



Nació en el año 1616 en Stadham (Oxfordshire, Inglaterra), de antepasados galeses. Su padre, Henry Owen, era ministro de la Iglesia Anglicana y pertenecía al ala de los “puritanos”, o reformadores evangélicos.

El joven Owen fue un alumno tan prodigioso que a los doce años pudo entrar en la Universidad de Oxford, en el Queen’s College, cosa inaudita aun en aquel entonces. A sus dones naturales añadió un esfuerzo casi sobrehumano, disciplinándose severamente en cuanto al descanso: sólo dormía cuatro horas durante la noche. Esta fue una de las causas de sus continuos problemas de salud y de su relativamente temprana muerte.

Fue ordenado al ministerio de la Iglesia de Inglaterra, aunque fue algún tiempo después, al escuchar un sermón de un predicador cuyo nombre nunca pudo saber, que llegó a experimentar su conversión personal y la paz con Dios. En Fordham (Essex), pastoreó una pequeña congregación anglicana.

En el conflicto civil que enfrentó a los ingleses en aquel tiempo, Owen apoyó decididamente la causa del ejército del Parlamento en contra de los defensores de los reyes jacobitas.

Fue llamado a predicar ante el Parlamento inglés en varias ocasiones, incluso el día después de la ejecución del rey Carlos I. Además, acompañó a Oliver Cromwell en muchas de sus campañas militares, en las cuales sirvió como capellán al ejército parlamentario.

En 1652 fue nombrado vice-rector de la Universidad de Oxford, siendo rector el mismo Cromwell. Sin embargo, fue quitado de este prestigioso cargo cuando más tarde se opuso a que Cromwell fuese nombrado rey.

Pero su verdadera fama se debe no a sus importantísimos papeles en la vida política y académica, sino a sus incomparables aportaciones a la teología. No pocos lo tienen por el más gran de todos los teólogos ingleses. El número de sus obras escritas, la profundidad de su contenido, y la amplitud de los temas sobre los cuales ejercitó su enorme intelecto, le hacen uno de los más grandes exponentes del protestantismo clásico.
Quizá la obra que más destaque, por su erudición y por el tratamiento casi exhaustivo de su exégesis, es el monumental 
Comentario a la epístola a los Hebreos, en ocho gruesos volúmenes en una edición moderna.

Era calvinista y aún no ha sido superada su exposición contundente de la teología calvinista. Tocante a su doctrina del gobierno de la Iglesia mantuvo una posición independiente, pese a sus antepasados y su propia educación teológica y comienzos espirituales. Estaba firmemente convencido del sistema congregacional, de que cada iglesia local tenía que ser independiente y gobernarse a sí misma.

Murió un 24 de agosto de 1683, fecha de doble vergüenza para los adversarios de cristianismo histórico, y de doble honor para sus defensores; fue el día de la matanza de San Bartolomé en Francia, cuando en 1572 de ese mismo día fueron asesinados miles de hugonotes o evangélicos franceses; y el día cuando, en 1662, dos mil ministros del Evangelio británicos fueron expulsados de sus iglesias, por negarse a someterse a la Ley de Uniformidad respecto a la religión

Esta reseña fue escrita por Andrés Birch
Fuente: 
Editorial Clie
Para conocer más sobre la Obra y adquirir los trabajos de John Owen, puede contactar
aquí

domingo, 14 de diciembre de 2008

Thomas Watson


Thomas Watson




Datos Biográphicos:

Predicador Puritano inglés, del que se ignora su genealogía y la fecha de su nacimiento. Estudió con ahínco en el Emmanuel College de la Universidad de Cambridge, llamada la “Escuela de los Santos”, porque allí recibió su educación universitaria un número elevado de los llamados Puritanos, o teólogos evangélicos reformados del siglo XVII.
Durante 16 años fue pastor de la Iglesia de San Esteban en Walbrook, Londres, donde su ministerio atraía muchos congregantes, debido a la calidad espiritual y práctica de sus predicaciones.

A diferencia de la mayoría de los puritanos, Watson protestó contra la ejecución del rey Carlos I de Inglaterra. Es más, ayudó a volver a traer a Carlos II, para que fuera restaurada la monarquía. Sin embargo, tan sólo dos años después, en 1661, Watson fue obligado a dejar la iglesia de la que era pastor, como lo fueron otros dos mil ministros del Evangelio, entre los que se encontraba Thomas Goodwin (v.), por no poder, en buena conciencia, firmar el Acta de Uniformidad.

Desde entonces predicó donde buenamente pudo, hasta que, diez años después, en 1672, gracias al Acta de Indulgencia, fue invitado por un “no conformista” de alto rango en la sociedad inglesa, Sir Jonn Langham, a ser el predicador y pastor de éste y su casa en Crosby House de Londres. Aquí predicó durante años y tuvo la ayuda del otro gran puritano Stephen Charnock (1628-80). Ambos ofrecieron un completo sistema teológico basados en los atributos soberanos de Dios.

Sabemos que murió repentinamente en el condado de Essex, probablemente en 1689 o 1690.

Su principal obra escrita es su Body of Divinity (Compendio de teología), que consiste en 176 sermones, en los que hace una excelente exposición del Catecismo de Westminster; a la que C. Spurgeon (v.), consideraba una de las perlas más preciosas de los Puritanos: “Hay en él una feliz unión de doctrina sana, experiencia de profunda piedad y sabiduría práctica.”

ANDRES BIRCH,  EDIT. CLIE

miércoles, 29 de octubre de 2008

Jan Hus

Jan Hus

Retrato de Juan Hus

Nacimiento:

1370
Bohemia del Sur

Fallecimiento:

6 de julio de 1415
Constanza, Alemania

Ocupación:

Religioso



Jan Hus pronunciación(AFI:[jan hus], nombre alternativo Juan Huss o Juan de Hussenitz) (1370, Hussenitz, Bohemia del Sur - † 6 de julio de 1415,Constanza, Alemania) fue un teologo, filosofo, reformador y predicador checo, que se desempeñó como maestro en la Universidad Carolina de Praga. Sus seguidores se conocen como Husitas.

Infancia


Retrato de Juan Hus

Hijo de un campesino pobre que murió tempranamente, fue criado con mucho esfuerzo por su madre. Su piedad y fervor religioso se manifestaron en él desde su infancia, pues participó como monaguillo y cantó en el coro de la iglesia. Las lecturas piadosas le apasionaban. Cierta noche que leía la vida de San Lorenzo cerca de la chimenea, acercó su mano al fuego para probar hasta dónde sería capaz de soportar los tormentos que Lorenzo había sufrido.

Se le dio la mejor educación que permitían sus circunstancias; y habiendo adquirido un buen conocimiento de los clásicos en una escuela privada en la provincia de Bohemia donde adquirió el titulo de Bachiller en Divinidad en 1398, se le admitió en la universidad de Praga por caridad, donde pronto dio pruebas de su capacidad intelectual, y donde se destacó por su diligencia y aplicación al estudio.

Carrera


Martirio de Juan Hus

Hus fue ordenado sacerdote en 1400 y nombrado predicador, primero en la Iglesia de San Miguel y luego en la Capilla de Belén en 1402, donde se predicaba exclusivamente en checo. Allí fustigaba la relajación moral del clero. Participó en el movimiento político-social surgido de la escuela de predicadores de Milia deKromeriz, que defendían un retorno al cristianismo primitivo y oposición a la jerarquía. En 1401 obtuvo el cargo de Decano de la Facultad de Arte y Filosofía, y para 1409 fue nombrado rector de la Universidad de Praga.

Hus impulsó desde 1408 un movimiento cristiano basado en las ideas de John Wycliff. Sus seguidores fueron llamados Husitas y se multiplicaron en momentos en que la Iglesia católica sufría la crisis del llamado Cisma de Occidente, cuando ejercían dos papas, a los que en 1409 se agregó un tercero,Alejandro V, que condenó el movimiento husita y excomulgó a Jan Hus. Convocado el Concilio de Constanza con el fin de reunificar a la Iglesia católica, Hus acudió a defender sus puntos de vista, pero fue condenado allí a morir en la hoguera y el 6 de julio de 1415 fue quemado vivo.

Antes de ser quemado, Hus dijo las siguientes palabras al verdugo: " Vas a asar un ganso (hus significa ganso en lengua bohemia), pero dentro de un siglo te encontrarás con un cisne que no podrás asar." Se suele identificar a Martín Lutero con esta profecía (102 años después clavó sus 95 tesis en Wittenberg), y comúnmente se lo suele identificar con un cisne.


Monumento a Juan Hus

Hus fue un precursor del protestantismo. Sus escritos le ganaron un lugar importante en la literatura checa. Juan Hus estudió en la escuela de Latín en Praga y gracias a esto introdujo los símbolos diacríticos en la escritura de la lengua checa, especialmente el Háček con lo que cada sonido podía ser escrito mediante un único símbolo y se simplificaba la escritura.

A Jan Hus se le ha dedicado un conjunto escultórico en la Plaza de la Ciudad Vieja (Staroměstské náměstí) de Praga.

"Hus es una figura memorable por muchas razones, pero sobre todo su valentía moral ante las adversidades y la muerte... Siento el deber de expresar mi profunda pena por la cruel muerte infligida a Jan Hus y por la consiguiente herida, fuente de conflictos y divisiones, que se abrió de ese modo en la mente y en el corazón del pueblo bohemio".Juan Pablo II

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John Huss (1370 – 1415) Checoslovaquia, año 1415 d.C.

En la lóbrega prisión se escuchó un fuerte grito: ¡John Huss! Al llamado del guardia, salió de la oscuridad una figura vacilante. Aquel hombre dio varios pasos hasta pararse en la luz del sol que le lastimaba los ojos. Sus visitantes eran varios obispos que de nuevo tratarían que Huss se retractara de sus convicciones reformistas.

Junto al grupo de clérigos venía su amigo Lord John de Clum, Cuando estaban a unos pasos, de Clum corrió hasta donde estaba Huss y le dijo: “Maestro Huss, si sabe que es culpable de cualquiera de los cargos que se le imputan, no sienta vergüenza de admitir que estaba equivocado y cambie de parecer”.

Lord John de Clum hizo una pausa. Buscaba las palabras que le dieran fortaleza a su amigo Huss y le dijo: “Por otro lado, por favor no traicione su conciencia. Es mejor sufrir el castigo y el martirio que negar lo que uno está convencido que es la verdad”. Con lágrimas en los ojos John Huss miró a su amigo y le dijo: “Dios Todopoderoso es testigo que de todo corazón y con toda mi mente estoy dispuesto a cambiar mis creencias si el concilio puede mostrarme con la Biblia en la mano que estoy en un error”.

Al oírlo, los obispos murmuraron entre ellos mismos diciendo: “¿Ven lo terco que es? Está lleno de orgullo. Le da mas valor a lo que piensa y no le importa lo que piensa la iglesia”. “No está dispuesto a cambiar, seguirá en su error”.

Viendo que ni la amenaza de muerte era suficiente para que Huss cambiara de parecer, le ordenaron a sus carceleros que lo llevaran de vuelta a su celda. El día siguiente sería sentenciado a muerte y quemado vivo.

John Huss fue un sacerdote católico en lo que ahora conocemos como Checoslovaquia. Estudió y llegó a ser rector de la universidad de Praga. Fue uno de los primeros cristianos en alzar su voz para pedir libertad de religión y el derecho individual de tener una relación personal con Dios. Se enfrentó valientemente a los líderes de la iglesia que vivían desordenada e indignamente. También se opuso a que se condenara a muerte a los que no estaban de acuerdo con las enseñanzas de la iglesia.

Durante casi toda la vida de Huss, la iglesia católica se debatió en insidiosas y a veces fatales luchas por el poder entre papas y antipapas. Cuando Huss tenía 8 años el antipapa Clemente VII se declaró papa. En 1,394, El antipapa Benedicto XIII (también conocido como “el papa luna” se declaró papa. El antipapa Alejandro V fue elegido papa por el concilio de Pisa en 1409 por lo que habían tres papas al mismo tiempo, Alejandro V, Gregorio XII y Benedicto XIII. Alejandro V aparentemente fue envenenado por Juan XXIII el próximo antipapa. Al mismo tiempo que se acrecentaban las luchas por la silla papal, la iglesia se sumía en mayor degradación moral. Pero la atención de la iglesia se centró sobre Huss cuando se pronunció contra la escandalosa venta de “indulgencias” renovada por el antipapa Juan XXIII. Por sus creencias, Huss fue expulsado de la iglesia católica.

A pesar de su expulsión y de las amenazas, Huss continuó predicando con gran valor y se ganó la admiración tanto de la gente del pueblo como de los nobles. En el año 1413, fue llamado para que se presentara ante el concilio de Constanza. Acudió a la invitación porque veía la oportunidad de explicarles a los líderes de la iglesia sus creencias y las verdades que había hallado en la Biblia. Sin embargo, todo era una trampa, a Huss nunca le dieron la oportunidad de expresar sus argumentos. En cuanto se presentó, fue tomado prisionero y encarcelado. Después de 19 meses de cautiverio y torturas, fue llevado a juicio.

Cada vez que John trataba de decir algo en su defensa, una multitud previamente aleccionada hacía un bullicio tal que era imposible escuchar lo que Huss decía. Finalmente, sus acusadores formularon los cargos que le imputaban, como prueba contra él leyeron porciones tomadas fuera de contexto de sus libros y tergiversaron parte de sus respuestas.

Le dijeron: “Si confiesa humildemente que estaba equivocado y renuncia a sus convicciones, si promete nunca más enseñar esa fe, si públicamente niega lo que antes predicaba, tendremos misericordia de usted y le devolveremos su posición y sus privilegios anteriores”. John Huss respondió: “Estoy a la vista del Señor mi Dios, de ninguna manera puedo hacer lo que me piden. Si lo hiciera, ¿Cómo podría enfrentarme después a Dios? ¿Cómo podría ver a los ojos a aquellos a los que les he enseñado? Ellos ahora tienen un conocimiento firme y cierto de las Escrituras y están armados contra los asaltos del diablo”. ¿Cómo podría yo llevarles incertidumbre? ¡No debo ni puedo valorar mi propio cuerpo más que la salud y la salvación de aquellos a los que

he enseñado el Camino de Jesucristo!”.

Al ver que no lograban que renunciara a su fe, lo vistieron con sus ropas y ornamentos de sacerdote. Seguidamente, comenzaron a desnudarlo hasta que lo único que hacía notar que era un sacerdote era su corte de pelo, rapado en la coronilla. Finalmente le raparon toda la cabeza de forma tan violenta que le cortaron parte del cuero cabelludo que sangraba profusamente. La sentencia fue muerte en la hoguera.

Cuando John Huss fue llevado a las afueras de la ciudad se juntó una gran multitud que seguía al prisionero. Al llegar al lugar donde sería ejecutado se arrodilló y pronunció en voz alta el Salmo 31 y el Salmo 51. Luego, con alegría dijo: “En tus manos, Oh Señor, encomiendo mi espíritu; tú me has redimido, Dios bueno y misericordioso”.

Sacándolo abruptamente de sus oraciones, el verdugo lo ató a un poste con cuerdas mojadas, su cuello también fue sujetado al poste con una cadena de hierro y el verdugo le dijo: “¿No te da vergüenza estar atado como un perro?” John respondió: “Mi Señor Jesús fue atado con una cadena peor que esta por mis culpas, ¿Por qué me va a dar vergüenza esta cadena oxidada?”.

Sin perder tiempo, los verdugos apilaron leña hasta el alto de su barbilla. Poco antes de encender el fuego se acercó un obispo y le dijo: “Si renuncias públicamente a tus creencias y reniegas de todo lo que has enseñado al pueblo, te salvarás de la hoguera”. John respondió: “¿Díganme, cuál es el error al que debo renunciar? No soy culpable de ningún mal. Les enseñé a los hombres el camino del arrepentimiento y el perdón de pecados, de acuerdo a la verdad del Evangelio de Cristo Jesús. Por ese Evangelio estoy yo aquí, y estoy aquí con valor y alegría, listo para sufrir esta muerte”. “Lo que enseñé con mi boca, ahora lo sellaré con mi sangre”.

Cuando encendieron el fuego, John Huss comenzó a cantar un himno con una voz tan fuerte y alegre que se oía por encima del tronar del fuego y del ruido de la multitud. Su canto era: “Jesucristo, Hijo de Dios, ten misericordia de mí”. Poco tiempo después se apagaba la voz de aquel amoroso maestro que con total dedicación enseñó las buenas nuevas.

La historia narra que durante el juicio, su amigo John de Clum lo confortó grandemente e incluso buscó varias formas de salvarlo de la muerte, pero John Huss prefirió morir antes que negar las verdades que había aprendido de la Biblia. Confió en que el Señor lo fortalecería en el momento de su muerte y así fue. Cuando John Huss se hallaba en medio de tanto odio, su fe en Jesús hizo que se mantuviera firme y que sirviera de ejemplo a miles de mártires que seguirían sus pasos.

Fuente: Portal del NT

jueves, 28 de agosto de 2008

SAN HILARIO (3I5 - 368)

SAN HILARIO (3I5 - 368)

VIDA

Ver San Hilario de Poitiers
Ver Hilario de Poitiers
Ver SAN HILARIO (3I5 - 368)

Nacido en Aquitania, probablemente en Poitiers, de una familia pagana, Hilario adquirió allí mismo, si no propiamente en Poitiers, al menos en Burdeos, una sólida cultura literaria y filosófica. Pero atormentado desde un principio por el problema del destino humano, vanamente buscó en los filósofos antiguos o contemporáneos una explicación satisfactoria. Es entonces cuando descubre el Evangelio, y especialmente el de San Juan con la doctrina del Verbo encarnado descendido del Cielo expresamente para traerles a los hombres la luz. El mismo refiere cómo lo conquistó esta Verdad sobrenatural (De la Trinidad, I-I4).

Bautizado, llevó inmediatamente una vida cristiana fervorosa, y aun austera. Y aunque casado, algunos años más tarde fue electo obispo se su ciudad natal (350).

El arrianismo, que desde hacía treinta años desgarraba las Iglesias de Oriente, era desconocido todavía en las Galias. Hilario oyó pronunciar ese nombre cuando dos sínodos secesivos, celebrado el uno en Arlés, y el otro en Milán, a instigación de los obispos Ursacio, Valente y Saturnino, intentaron deponer al Patriarca de Alejandría, Atanasio, gran adversario de Arrio. Mantenedor de la ortodoxia y adherido, sin saberlo explícitamente, a la Fe de Nicea, Hilario fue “el Atanasio del Occidente” que le cerró el paso a la corriente herética. Cayó en desgracia: llamado ante otro Sínodo en Béziers, fue condenado el exilio, y tuvo que partir para la Frigia (356).

Emulo de San Atanasio, sacó provecho de su sufrimiento y no perdió el tiempo. En contacto con teólogos orientales, estudió más de cerca las cuestiones trinitarias. Fue entonces cuando escribió su obra “sobre la Trinidad”. “Aunque alejado, hablaremos mediante estos libros; y la palabra de Dios, que no podrá ser vencida, se propagará con toda libertad” (De la Trinidad, X, 4).

Exiliado sin ser sin embargo depuesto de su sede, Hilario debió haber gozado de cierta libertad, puesto que asistió en 359 al Concilio de Seleucia. Estuvo allí con un espíritu de conciliación: “Durante todo el tiempo de mi exilio, aunque me mantuve en mi resolución de no ceder en nada acerca de la confesión de Cristo, no quise sin embargo rechazar ninguna medida honesta y aceptable de restablecer la unidad” (Cont. Constancio II). Y seguramente que su autoridad ya era reconocida, puesto que se le designó como miembro de la delegación enviada por el Concilio al emperador Constancio. Autoridad tajante, por lo demás, sin duda, puesto que en él se vio “un sembrador de discordia y un perturbador del Oriente”, que era urgente se volviera a las Galias.

Después de cuatro años de ausencia, tuvo el dolor de constatar los progresos del arrianismo en Occidente. Sin embargo, la consolidación de su ciencia teológica, su aureola de perseguido por la Fe y su naturaleza entera se conjugaban para permitirle emprender una vigorosa reacción. En el Concilio de París (360) hizo por unanimidad el término “consubstancial” definido en Nicea para designar la unidad de naturaleza entre las tres divinas Personas. Luego hizo deponer a los prelados arrianizantes, Saturnino de Arlés y Paterno de Périgueux. Fue menos afortunado, algunos años más tarde, en Milán, donde no logró descartar a Auxencio, arriano notorio (354) (Sic en el original francés. N. del E.)

El Poitiers San Hilario se encontró de nuevo con San Martín, a quien al principio de su episcopado había ordenado de exorcista y que entonces fundaba la abadía de Ligugé.

Su culto se extendió rápidamente en la Iglesia universal, y tuvo tal aceptación en la Galia que su nombre fue escrito por varias iglesias en el “Communicantes” de la Misa, entre los más ilustres pontífices.

Sin embargo, no fue sino hasta I85I cuando el Papa Pío IX le confirió oficialmente el glorioso título de “Doctor de la Iglesia”.

OBRAS


Desde luego San Jerónimo rindió homenaje a la inmensa cultura de San Hilario, poniéndole el sobrenombre de “el Ródano de la elocuencia latina” (Epístola 34, a Marcela). San Agustín lo calificaba de “insigne Doctor de las iglesias. . . el más encarnizado defensor de la Fe contra las herejías” (Contra Juliano, I, 3, 11, 8). Juan Casiano, a su vez, veía en él al “maestro de las iglesias” (De la Encarnación, VII, 24). Y el historiador Suplicio-Severo escribe de él lo siguiente: “Todo el mundo reconoce que la Galia es deudora solamente a Hilario de la dicha que ella tuvo de ser librada del crimen de la herejía”.

De la Trinidad”, en doce libros, obra primitivamente intulada “De la Fe”, cuyo designio es efectivamente exponer, apoyándose en las Sagradas Escrituras, la fe católica sobre el dogma de la Santísima Trinidad, y refutar las herejías de la época sobre esta materia, especialmente el arrianismo y el sabelianismo. La fórmula del bautismo sacada del Evangelio de San Mateo (28,19) enuncia claramente la distinción de tres divinas Personas: “Jesucristo ordenó bautizar en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, esto es, reconociendo al Creador, al Hijo único y al Don” (La Trinidad, I, 35; II, I). “Pero no dejan de ser los tres Uno por la naturaleza, la substancia y la esencia” (Los Sínodos, I2): “tanto que bajo la relación de la unidad hay posición entre naturaleza y persona” (Los Sínodos, 69).

La distinción de las personas concuerda, no con una simple unión, sino con la unidad de substancia (La Trinidad, IV, 42). Y esas Personas son, consiguientemente, iguales en excelencia y en dignidad, homogéneas y consubstanciales, contrariamente a lo que pretendía el arrianismo (La Trinidad, I, 38).

Si la generación entraña semejanza e igualdad entre el que engendra y el engendrado, en Dios, que es el Ser Unico, inmutable e infinito, esa consecuencia va hasta la consubstancialidad total, hasta la unidad numérica y la identidad de naturaleza (La Trinidad, V, 37; IX, 44). Así es que la generación eterna del Verbo no es sino la comunicación hecha al Hijo por el Padre de todo su ser: “Lo que hay en el Padre eso mismo hay en el Hijo, y el Uno y el Otro no son sino Uno; porque el Padre no pierde nada de lo que posee dándolo a su Hijo, y el Hijo recibe del Padre todo lo que hace de El un verdadero Hijo” (La Trinidad, III, 3; IV, 42; VIII, 52; IX, 66). La unidad específica que la generación mantiene entre los seres corporales no tiene sino una analogía lejana con esta unidad perfecta y trascendente, absolutamente propia de las Personas Divinas (La Trinidad, VII, 4I). De aquí, según las expresiones mismas de Cristo: “Quien me ve a Mí” (Juan I4, 7-I0), la inseparabilidad del Padre y el Hijo y su conocimiento recíproco: “El uno está en el otro, porque en cada uno de Ellos no hay otra cosa: es la misma la fe que confiesa que el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre por unidad de una naturaleza indivisible, sin confusión y sin separación” (La Trinidad, III, 4; VIII, 4I). “Ellos se conocen mutuamente, puesto que no son de naturaleza diferente. . . El Hijo siente en Sí la naturaleza del Padre, puesto que es la acción de la naturaleza paterna la que lo hace obrar” (La Trinidad, VII, 5; IX, 45).

Como se ve, ésta es, antes de que así se le lame, la doctrina de la “circumincesión”, que será desenvuelta por los teólogos escolásticos de la Edad Media.

Cuando Cristo declara: “El Padre es superior a Mí” (Jn I4,28), habla indudablemente de su naturaleza humana. Pero, aunque se debiera aplicar esta sentencia al Verbo divino mismo, sería todavía exacta en un sentido relativo, para expresar que el Padre es el principio del que tiene el Hijo todo lo que es, sin que de ello resulte sin embargo una diferencia de naturaleza o de inferioridad: “No es inferior aquel al que se le da un mismo Ser: aunque de él difiera por la propiedad de la denominación de Padre, no difiere de él sin embargo por naturaleza” (La Trinidad, IX, 54. Ps. I38,I7).

A la generación eterna del Verbo se liga evidentemente el problema tan complejo de su Encarnación, o dicho de otra manera la Cristología. Si San Hilario no emplea todavía el término encarnación, que viene a ser clásico desde entonces para designar la unión del Hijo de Dios con la naturaleza humana, sus expresiones son perfectamente equivalentes: “misterio de la corporación”, “misterio de la asunción de la carne”, “misterio de la asunción del cuerpo humano por el Hijo único de Dios” (Ps. 68,25). Y a continuación la unidad de ser y de persona se proclama claramente: “el único y mismo Señor Jesucristo, Verbo hecho carne” (La Trinidad, X, 62). “Verdadero y propio Hijo por naturaleza y no por adopción; nace no para constituir dos seres diferentes, sino que mientras que era solamente Dios antes de ser hombre, al tomar la naturaleza humana se le reconoce Dios y hombre a la vez” (La Trinidad, III, II; X, 22) “de suerte que todas las obras y todas las potencias de Cristo deben ser consideradas como de Dios” (La Trinidad, IX, 5; S. Matt. VIII, 2). Las dos naturalezas no dejan de seguir siendo por eso distintas, y perfectas una y otra en su orden: “Posee todo lo que hace verdaderamente a un hombre y todo lo que hace verdaderamente a un Dios” (La Trinidad, X, 19). “Naturaleza humana completa, por lo tanto compuesta de cuerpo y alma exactamente como la nuestra”; así es que el Verbo divino no desempeña el papel de alma racional, como lo pretendían los arrianos (La Trinidad, X, 22; Ps. I38, 3).

Dios hecho hombre, Jesucristo es por este título el verdadero Rey y Sacerdote, del cual los de la antigua Ley no eran sino la figura. El es también el único Salvador y Redentor del género humano, el segundo Adán, Jefe de la humanidad regenerada, Mediador entre Dios y los hombres (La Trinidad, VI, 43; IX, 15; XI, 18; S. Matt. I, I; IV, I2; XVI, 9; Ps. II, 24; Ps. 5I, 9-I7; Ps. II8, III, 7; Ps. I34-4).

Testigo de cosas celestiales, El es quien nos hace conocer a Dios, si no su existencia, que nuestra razón podría descubrir, al menos sus atributos sobre todo su amor, que lo inclina a adoptar a los hombres como a hijos propios (La Trinidad, I, I8; III, 9-22; S. Matt. XXIII, 6). Y así El emprende no solamente la restauración del género humano en su primitiva condición sino el conducirlo a una perfección sobrenatural (La Trinidad, XI, 49). Para cumplir con esta misión no teme renunciar a su “forma de Dios” para revestir la “forma de esclavo” (La Trinidad, VIII, 45; X, 48; Ps. II8, XIV, I0; Ps. I43, 7). No es que El haya perdido su personalidad divina, ni siquiera uno u otro de sus atributos, ni temporalmente, durante su paso por la tierra: “su naturaleza anterior. . . aunque tome la forma de un esclavo no está ausente ni del interior ni del exterior del cielo y del mundo, ni del movimiento del uno y del otro” (La Trinidad, IX, 14; X, I6-22). Si Cristo declara, por ejemplo, que ignora el día del juicio, o no habla sino de su ciencia humana, o quiere significar sobre todo que no tiene misión de revelarlo (La Trinidad, X, 8).

Por lo demás, cuando su naturaleza humana es glorificada, deja de ser una “forma de esclavo” y reviste a su vez el brillo de la divinidad, tanto que el Cristo todo entero no es solamente una Persona divina sino que posee la “forma de Dios” (La Trinidad, IX, 54; X, 38; XI, 40). Gloria desde entonces definitiva, porque la unión hipostática no es temporal, la naturaleza humana es ya inseparable del Verbo (La Trinidad, VII, I3; IX, 7; X, 7). No rechaza su cuerpo, simplemente lo quita de su sujeción; este cuerpo so es suprimido, sino transfigurado”. Jefe de la humanidad, el Hombre-Dios es el primero en entrar a la gloria, y allí reúne a sus elegidos (La Trinidad, XI, 39-40).

Al hablar de la Trinidad, San Hilario quiere designar claramente a tres Personas divinas iguales y consubstanciales.

Si en su obra consagra menos espacio al Espíritu Santo que al Padre y al Hijo no es que desdeñe a la tercera Persona: “No tendríamos sino un todo incompleto si algo le faltase al todo” (La Trinidad, II, 29). Pero proponiéndose directamente refutar al arrianismo que atacaba sobre todo la divinidad de Cristo, El Santo Doctor tenía que exponer más ampliamente el dogma católico de la Encarnación y hacer puntualizaciones sobre todos los aspectos de este misterio negados o desnaturalizados por la herejía.

El Espíritu Santo, dice él, no puede ser confundido ni con el Padre ni con el Hijo: procede del uno y del otro como de su principio; y es enviado o dado por los dos (La Trinidad, II, 29-35; VIII, 20; XII, 57).

Si los calificativos “espíritu” y “santo” convienen igualmente y se les aplican a veces a las dos primeras Personas, la denominación Espíritu Santo se admite sin embargo comúnmente para designar a la tercera Persona claramente distinta que también se llama “Don” o “Paráclito” (La Trinidad, II, 30-32; VIII, 25). No es El una creatura, porque “nada penetra en Dios si no es Dios mismo. . . y todo lo que hay en El es El mismo” (La Trinidad, XII, 55).

“Los Sínodos”, tratado bajo la forma de carta dirigida por el Santo Doctor, en el exilio a la sazón, a los Obispos de Germanía, de la Galia y de Bretaña, para informarles sobre el estado de la Fe y las corrientes de opinión entre los Orientales en medio de los cuales vive, prepara la obra de conciliación a la que debería consagrar sus esfuerzos en seguida. Tras de una exposición objetiva de las doctrinas formulabas en los diversos Sínodos ---Ancira, Antioquía, Sárdica, Filipópolis y el “blasfemo” de Sirmio--- el autor reafirma su propia creencia, conforme a las definiciones del Concilio de Nicea. Habiendo sido violentamente criticado este escrito por algunos, Hilario hizo una aclaración en su “Respuesta Apologética a los detractores del libro sobre los sínodos”.

Entre los escritos exegéticos de San Hilario está en primer lugar su Comentario sobre el Evangelio según San Mateo en treinta y tres capítulos. El autor no emprende la explicación del texto íntegro, sino de algunos pasajes, los que le parecen más útiles para la instrucción de los fieles, a tal punto que se ha podido ver en esta obra una especie de recopilación de las Homilías pronunciadas por el Obispo en su catedral. Sin detenerse en la crítica textual, adopta simplemente la versión latina usada en esta época en la Galia, anterior consiguientemente a la revisión de San Jerónimo, diferente tanto del texto africano como del texto italiano; y aunque respetando el sentido literal, se dedica sobre todo al sentido espiritual o moral.

Por este método quedaba emparentado con Orígenes: algunos aun llegan a suponer alguna influencia del uno sobre el otro.

Hizo un trabajo análogo sobre los Salmos, probablemente sobre todos los Salmos, aunque no subsisten sino los Comentarios sobre 58 de ellos. Esta vez el autor utiliza otras versiones, y sobre todo con una predilección marcada la versión griega de los Setenta, en los que ve a los sucesores de los Setenta Ancianos a los que Moisés había confiado la explicación de la Ley (Instrucción, VIII; Ps. II,2-3; LIX, I).

En esto como en lo otro San Hilario viene a ser el introductor en Occidente del método de interpretación alegórica y espiritual de los textos Sagrados: “Más allá del sentido literal e histórico, inteligible para la generalidad, conviene desprender un sentido superior típico, divino, que corresponde a la acción profunda y a la cosa significada “ (S. Matt. II, 2; VIII, 9; XII, I2; XX, 2; Ps. II9, 2). “La letra no es sino el sacramento, de cosas celestiales” (Ps. I50). El Antiguo Testamento, en particular, se le presenta como una profecía en acto y una figura del Nuevo: “Todo se refiere allí a Nuestro Señor Jesucristo, su Encarnación, su Pasión, su Reino, su Gloria, garantías de nuestra resurrección futura” (Prol. 5; Ps. 54, I24, I26). ----De aquí interpretaciones místicas de ciertos textos, que parecen a veces forzadas; y no pretexto de sentido espiritual, un sentido puramente acomodaticio. El Santo Obispo se propone entonces edificar a los fieles más que exponer la doctrina en todo su rigor.

El “Libro de los misterios” no es, como podría dejarlo suponer el título, una especie de sacramental o tratado de liturgia. San Hilario llama “misterios” a los tipos o figuras del Antiguo Testamento que presagian el Nuevo. Por lo visto la obra presenta cierta analogía con el Comentario sobre los Salmos y parece ser su continuación: “Todo lo que está contenido en la Sagrada Escritura se refiere a la venida a este mundo de Nuestro Señor Jesucristo, ya sea anunciándolo por los profetas, ya sea figurándolo por hechos, ya sea confirmándolo con ejemplos”. Principio aplicado primeramente a los Patriarcas, desde Adán hasta Moisés, y luego a los Profetas.

Vigoroso apologista es San Hilario, primeramente en su “Carta al emperador Constancio”, en la cual protesta contra las acusaciones de Saturnino de Arlés, y contra ellas apela a un concilio, y sobre todo en su “Carta contra el propio emperador Constancio” dirigida a los obispos de la Galia cuando el príncipe se pasó abiertamente a la herejía. Este escrito, que ha podido ser calificado como “Invectiva”, es, en efecto, de una extremada violencia contra el emperador, a quien califica de Anticristo, y contra sus pérfidos procedimientos: “Enemigo insinuante, perseguidor astuto, no hace que nos fueteen la espalda, pero nos regala en el vientre: no nos reserva la libertad de la prisión sino la servidumbre del palacio; no nos corta la cabeza, pero nos quiere degollar el alma”.

El tono es menos virulento, pero igualmente categórico, en la polémica “contra los arrianos Valente, Ursacio y sobre todo Auxencio”, “secuaces del Anticristo”, “que desconocen el espíritu evangélico y arruinan la integridad de la fe”. El valeroso luchador dice claramente su resolución: “Jamás querré paz sino con los que, adhiriéndose a la doctrina sancionada por nuestros Padres en Nicea, anatematicen a los arrianos y proclamen que Jesucristo es verdadero Hijo de Dios” (Contra Auxencio, XII).

Numerosos “fragmentos históricos” que parece que se le atribuyen legítimamente son preciosos para la historia del arrianismo en el siglo IV y subrayan el papel de primer plano que el Obispo de Poitiers jugó en su represión. No es más suave, huelga decirlo, respecto del paganismo renaciente de Juliano el Apóstata y sus lugartenientes, el prefecto Salustio y su vicario en la Galia, Dióscoro.

Y sin embargo el Historiador Rufino, refiriendo los éxitos que el Obispo de Poitiers alcanzó, juntamente con Eusebio de Verceil, en la aplicación de los decretos del concilio de Alejandría, los atribuye a “su carácter dulce y plácido” (Hist. Eccl., I, 3I).

De su estancia en Oriente San Hilario había traído el gusto por el canto litúrgico, la salmodia, las oraciones rimadas. Introdujo este uso en Aquitania, y, precursor de San Ambrosio, él mismo compuso himnos de los que algunos todavía se conservan en parte, entre otros los siguientes:

“Ad coeli clara non sum dignus sidera”

“Lucis largitor optime”.

“Hymnum dicat turba fratrum”.

Son piezas de una gran elevación de pensamiento y de un gran vigor de expresión: en ellas se manifiesta tanto el teólogo como el retórico y el poeta, a pesar de algunas incorrecciones prosódicas. Poniendo todo su arte y todo su celo al servicio de su Fe y de su misión apostólica ¿no le podía él mismo a Dios, “con la luz de la inteligencia y la adhesión inviolable a la verdad, la propiedad de los términos y la nobleza de la expresión”? (De la Trinidad, I, 38). Y San Jerónimo, que no le regatea su admiración, agrega sin embargo que “sus obras no están hechas para lectores de una cultura mediocre” (Ep. 58, a Paulino).

El mismo San Jerónimo resumía la opinión general de los teólogos más ilustres de su tiempo cuando comparaba a San Hilario con San Atanasio, y decía de la enseñanza de ambos: “que se les puede seguir sin temor de tropezar” (Ep. I07, a Lotea). Lo cual no impidió que la ortodoxia del doctor galo fuese discutida, y luego aun violentamente atacada. Pero magníficamente vindicada cuando la Iglesia reconoció oficialmente en el Obispo de Poitiers a uno de sus Doctores.

En primer lugar, San Hilario funda su enseñanza en la autoridad de la Sagrada Escritura, “Oráculo divino en el que todo es verdadero y útil”. “Porque es Dios mismo el que habla, por los profetas primeramente, por los apóstoles en seguida”. Y es “por condescendencia con nuestra debilidad por lo que presenta las cosas espirituales bajo la imagen de cosas corporales, a fin de elevar poco a poco nuestros espíritus de elementos visibles a las realidades invisibles” (Ps. II8, I20, I35). (La Trinidad, XII, 3).

San Hilario, en seguimiento de Orígenes, enumera veintidós libros canónicos del Antiguo Testamento, a los que agrega como posibles el de Tobias y el de Judit. En el Nuevo Testamento, aparte de los libros a la sazón universalmente admitidos, atribuye a San Pablo la Epístola a los Hebreos, a San Juan el Apocalipsis. Prácticamente utiliza los libros deutorocanónicos y los cita todos, tanto como los demás; en cambio rechaza los libros apócrifos tales como el libro de Henoc (Ps. I32, 6).

La existencia de Dios era para él evidente con el espectáculo de la creación: ¿”Quién, pues, contemplando el mundo no siente la presencia de Dios? ”(Ps. 52, 2). “¿No proclama el universo el poder y la sabiduría de su Autor? ” (Ps. 65, 6-68; 29-I34; II-I58, 5). “Aunque sea inenarrable, no puede ser totalmente ignorado” (De la Trinidad, II, 7). Y el Dios que se ha dignado definirse a sí mismo “Yo soy el que soy” (Ex. 3, I4), es decir, el Ser Supremo, nos da en estos términos a noción de su simplicidad y de su infinidad (La Trinidad, I, 4; VII, 27; IX, 6I).---Soberanamente perfecto y feliz, se basta a Sí mismo; así es que con toda independencia y por pura bondad crea otros seres (Ps. II, I4; VIII, 2) sobre los cuales vela su Providencia (Ps. I2I, I0-I38, 4I): “El mismo no tiene nada de nadie; por el contrario, todo proviene de El; las creaturas salen de la nada, y cuando ellas son lo deben a su Creador” (Ps. 63, 9-I48, 5). Por lo cual nadie puede subsistir sin la acción continua de la Providencia (Ps. 9I. 7; Mt. 26, 3).

Las cosas que existen en el tiempo, puesto que han comenzado en un momento dado, no existían antes; así es que el universo no es eterno.

Los ángeles fueron creados primeramente, “en el primer cielo, antes del tiempo” (La Trinidad, XII, 6, 37). Son espíritus o “potencias espirituales” (Ps. I36, 5), dedicados a diversos ministerios, según el grado de jerarquía al que pertenecen: adoran a Dios, luego asisten a los hombres en el cumplimiento de sus tareas y en la lucha contra los espíritus perversos (Ps. I24, I29, I34, I37). Porque ciertos ángeles prevaricadores se han convertido en los demonios que prueban la atmósfera y tratan de perder a los humanos (S. Mt. V, II-XI, 5; -- Ps. 67, 24).

Por un solo acto instantáneo de su Voluntad, un único “fíat”, sin dilación entre el comienzo y el acabamiento, Dios produjo el universo material (Ps. II8, I0). En fin, tras de maduras deliberaciones creó al hombre en tres fases sucesivas: primeramente el alma espiritual, luego el cuerpo formado de la tierra, y finalmente la unión del alma y el cuerpo (Ps. II8, 4-6; I29, 5).

Por su alma racional e inmortal el hombre es una imagen de Dios (Ps. 53, 8. Ps. II8, X, 67. Ps. I29, 4-6). Si en algunos pasajes califica San Hilario el alma humana de “corporal”, es en razón de su unión con el cuerpo y de su condición de creatura, condición común con los seres corporales. Por lo demás, habla expresamente del alma substancia espiritual. (S. Mt. IX, 20; Ps. II9, 4).---Si la primera alma humana, la de Adán, fue, con toda evidencia inmediatamente creada por Dios (Ps. 63, 9; Ps. 67, 22; Ps. II8, X, 7), lo mismo pasa con las demás almas, “que no pueden tener su origen de la generación humana” (Mtt. I0, 24; La Trinidad, X, 20-22).

Creado en un estado privilegiado de justicia, de paz y de felicidad (Ps. 2, I5. Ps. II8, X, I), el hombre está ahora sujeto a la iniquidad y a la desdicha: “Esta condición no comenzó con Adán sino que proviene de él” (Ps. I45, 2. Ps. I49-3). Sin embargo, la Gracia primitiva es de nuevo suministrada la humanidad cuando “el venero de vida se alimenta en las fuentes del bautismo” (Mt. XII, 23). Y el hombre alcanzará el término de su destino, la divina bienaventuranza, cuando, “por sus esfuerzos por conocer a su Creador”, haya restaurado en su alma la perfecta imagen de Dios (La Trinidad, IX, 49).

Para cumplir tal restauración de la humanidad se encarnó el Verbo de Dios. Y todas las condiciones en las que lo hizo son las más propias para anunciar, preparar y realizar este efecto.

En primer lugar su concepción virginal. María es verdaderamente “Madre de Jesús, Madre de Cristo, Madre del Hijo de Dios”, puesto que Ella lo concibió y dio a luz, pero Ella fue fecundada por la acción misteriosa del Espíritu Santo (La Trinidad, II, 26; X, I7, 35). De esta suerte Jesucristo es verdaderamente Hijo del hombre, de la raza de Adán, descendiente de Abraham y de David, puesto que su cuerpo no fue creado de la nada sino formado de la substancia de una mujer; y sin embargo escapa a la mancilla del género humano puesto que no recibe la vida por el acto generador del hombre (La Trinidad, III, I9 --- S. Mt. XXIII, 8. Ps. 67, 28. Ps. 68, I0).

Sustraído a la ley del pecado (Ps. I38, 47), el Hombre-Dios no estaba sujeto a las flaquezas que son su consecuencia directa (La Trinidad, X, 25, 44); pero, para asemejarse a los hombres sus hermanos, quiso someterse a las vicisitudes de la vida humana y a los sufrimientos físicos y morales causados por los elementos exteriores de los que su poder divino hubiese podido dispensarlo: nacido de una Virgen, asciende del pesebre y de la infancia hasta la edad perfecta. Vivió como hombre, pasó por el sueño, el hambre la sed y las lágrimas; y luego fue objeto de escarnio, flagelado, crucificado (La Trinidad, III, I0, cf. La Trinidad, X, 23, 55. Ps. 53, 7-I4. Ps. 68, I2. Ps. I38, 3).

A los arrianos que argüían que hay incompatibilidad entre el temor y el dolor por una parte y por otra la divinidad, para negar que Cristo fuese el Verbo de Dios en persona, puesto que El había estado sujeto a tales estados, San Hilario responde con una sutil explicación. Establece una distinción entre la sensación dolorosa experimentada por el cuerpo y el sentimiento del dolor que de ella resulta en el alma. Si el alma es débil, resiente inmediatamente la repercusión del sufrimiento infligido al cuerpo; si por el contrario al alma es fuerte, resiste esa impresión; y las lesiones orgánicas no la afectan como tampoco afectan las torturas a un miembro anestesiado. Ahora bien, el alma que se había dado el Hombre-Dios era el alma fuerte por excelencia, por lo cual pudo resistir los suplicios de la Pasión sin que su alma fuera alcanzada por ellos (La Trinidad, X, I5-25). Si el poder de la Fe, de la Esperanza y de la Caridad bastaba para conservar intactos en los santos mártires mismos, no la insensibilidad, sino el gozo y el entusiasmo en medio de las torturas, a fortiori la presencia del Verbo de Dios debía hacer invulnerable el alma de Cristo e inefablemente dichosa a despecho de los horrores de la Pasión (La Trinidad, X, 44). Y cuando Cristo suplica que “El cáliz se aleje de El”, no tanto desea apartarlo de Sí mismo cuanto hacerlo aceptar por sus apóstoles a su vez (Sobre San Mateo, XXXII, 7).

Si es verdad que en ciertos pasajes San Hilario habla claramente del dolor de Cristo, y de un dolor espiritual, independiente de los dolores físicos, tal como el dolor resentido con el espectáculo de los pecados de los hombres o de su ingratitud, él mismo lo explica con otra distinción: “Cristo experimentó el dolor por nosotros, pero no en el sentido de nuestro dolor en nosotros”, o dicho de otra manera “sin experimentar el sentir que se liga a nuestro dolor” (La Trinidad, X, I4). “La explicación dada por San Hilario depende de que no ha querido negar en Cristo el dolor pura y simplemente, sino tres aspectos accesorios del dolor, a saber: su imperio sobre la naturaleza humana, la impresión de pena merecida, y su carácter inevitable” (Santo Tomás de Aquino, IV, Sent. I. III, dis. XV, q. II, n. 3). Es cierto que Cristo no fue anonadado por el dolor hasta el punto de perder el dominio de Sí mismo; tampoco vio en el dolor un castigo de faltas de El; y en fin, El sabía que podía reducirlo, evitarlo.

¿Fue influido San Hilario por el estoicismo? En todo caso parece que atribuye eminentemente al Hombre-Dios la actitud que esta filosofía reconocía en el Sabio: “¡Es invulnerable no aquel que no es golpeado, sino el que no es herido!. . . la constancia del sabio no es vencida por ninguna pena, ningún dolor. . . Yo no niego que el sabio sufra: no tiene la dureza de la piedra, y no habría virtud en soportar lo que no se siente. Pero los dardos que él recibe los embota, sus heridas las cura, sus emociones las reprime” (Séneca).----Así es que Cristo puede ser entregado todo entero a los sufrimientos naturales; pero de ninguna manera es dominado por ellos.

En su ardor por defender, en la Persona del Hombre-Dios, una dignidad sobrehumana, el Santo Doctor olvidó un poco el estado de debilidad, de humillación y de sufrimiento tanto moral como físico al que quiso El sujetarse por condescendencia con la humanidad y a fin de llenar mejor su misión redentora.

“Por el error de sólo Adán, todo el género humano se atrevió” (S. Matt. XVIII, 6).----“Desterrado de la bienaventurada Sión, donde se vivía sin apetencia, sin dolor, sin temor, sin pecado” (Ps. I36, 5). “El origen del hombre está marcado con la ley del pecado” . . . “En nosotros existe una tendencia funesta, la cual sin ser pecado en sí misma es como el camino que a él conduce” (S. Matt. IX, 23. Ps. 52, II. Ps. 58, 4. Ps. II8, I, III, 6. IV, 8, XV, XXII, 6).

Así en muchos pasajes San Hilario describe el estado de decaimiento de la humanidad. Pero en seguida indica su remedio: el socorro divino, “La Gracia”, indispensable pero eficaz para “darle al hombre el principio de nuevos bienes” (Ps. I25, 8), ayudarlo a vencer las tentaciones que vienen de la carne, del mundo o del demonio, y luego a cumplir y aun a conocer sus deberes (Ps. 63. Ps. I38, 15. Ps. I23, 2. Ps. II8, I, I2-I5, X, I7-I8; XV, 6). “La salvación nos viene de la misericordia divina: es una gracia gratuita la de Dios para todos el don de la Fe, que justifica, una gracia gratuita la remisión de los pecados” (S. Mt. XX, 7; XXI, 6; Ps. II*, VI, 2).----Sin la Fe no hay justificación (S. Mt. VIII, 16; 64-3. Ps. I36, I2). A la Fe y a la oración se les deben agregar además “las buenas obras, alimento que mantiene la vida del alma” (Ps. I23, 5. Ps. I28, 6).

“El camino de la salvación está abierto para todos, puesto que el Verbo de Dios, venido aquí abajo para todos, no cesa de invitar a todos los hombres a recibir los dones de la bienaventuranza divina y a observar la ley” (S. Matt. IX, 2, XX, 5).

Dios no rechaza a nadie. Unicamente nuestra resistencia o nuestra indiferencia impiden su aproximación (Ps. II8, II, 3. Ps. II9, 4). Sin duda que Dios sabe de antemano qué uso haremos de nuestra libertad; pero esta presciencia divina no es un constreñimiento infligido a la libertad humana, no dispensa al pecador de la plena responsabilidad de sus actos (Ps. 57, 3. Ps. I40, 6-I0).

Muy afirmativo en lo que conviene a la parte de la voluntad humana en la adhesión a la Fe y a la obra de la salvación, ¿como que en ciertos pasajes le concede San Hilario al hombre la iniciativa en este dominio y roza así el Pelagianismo? Por ejemplo: “Nos toca comenzar, por la oración; y a Dios concedernos el beneficio. . . El papel de nuestra voluntad es primeramente querer; a este primer acto Dios le dará prosecución. . . Lo propio de la misericordia divina es ayudar a los que quieren, sostener a los que comienzan, acoger a los que llegan. A nosotros nos toca comenzar, a Dios el acabamiento” (Ps. II8, V, I2; VIV, 20; XV, I0). Pero si subraya así la necesidad de la acción humana voluntaria y libre es contra una objeción fatalista, de origen pagano o maniqueo. En el conjunto de su obra, el Santo Doctor enseña muy claramente que la dicha voluntad humana jamás es independiente: para decidirse a hacer el bien, sobre todo para efectuar un acto en el orden de la salvación, tiene necesidad de la gracia preveniente. Su iniciativa es real, pero como correspondencia a la gracia (La Trinidad, VIII, I2).

“El primer paso en el camino de la salvación se da en el Bautismo, sacramento del nuevo nacimiento” (S. Mt. IX, 24; XXII, 7). “El hombre se reviste entonces del ropaje nupcial que es la gloria del Espíritu Santo” (Ps. 64, 6); “Viene a ser un templo ornado de Justicia y de Santidad” (Ps. II8, III, I6). Gracias a la virtud de la palabra de del agua que el Salvador ha consagrado por su propio bautismo, somos purificados de nuestros pecados, hereditarios o personales, regenerados en Jesucristo y hechos hijos adoptivos de Dios (La Trinidad, VI, 44. Los Sínodos, 86. Ps. 63, 7, II. Ps. 65, I).

Esta primera santificación se completa con el “Sacramento del Espíritu”, o “sacramento del fuego” conferido por “la imposición de las manos” (S. Matt. II, 6-I0; VI, 27; XIX, 3). ¿Cómo no ver en esto una alusión al Sacramento de la Confirmación? “El Sacramento del sagrado alimento, de la bebida celestial” (S. Matt. IX, 3) “es también el sacramento que entrega la carne y la sangre de Cristo” (La Trinidad, VIII, I5) “ y el sacramento de la divina comunión” (Ps. 68, I7). “¡Han puesto las manos sobre Cristo!” grita a propósito de una profanación de la Sagrada Eucaristía por los herejes (Contra Constancio II). Y enseña ex profeso: “La verdad de la carne y de la sangre de Cristo no permite duda alguna. Por la declaración del Señor mismo, y en virtud de nuestra Fe, es verdaderamente la sangre de Cristo. Y cuando nosotros las recibimos, el efecto producido es que estamos en Cristo, y Cristo está en nosotros” (La Trinidad, VIII, 15-I7). Y luego, “la virtud de ese santo Cuerpo es vivificar a los que lo comen, preparándolos así para la unión con Dios” (Ps. 64, I4. Ps. I27, I0). Además, la Eucaristía es el sacramento de la unidad entre cristianos: “Si verdaderamente el Verbo se hizo carne, y si nosotros recibimos verdaderamente la carne del Verbo en alimento. . . no venimos a ser sino uno solo entre nosotros, así como no venimos a ser sino uno solo con El y con Dios, puesto que el Padre está en Cristo y Cristo está en nosotros” (La Trinidad, VIII, I3-I5).

En fin, la Eucaristía es un sacrificio, sacrificio de alabanza, de expiación y de acción de gracias, de la Nueva Ley, en que la sangre del Cordero Redentor substituye las oblaciones de la Antigua Ley (Ps. 63, I9-26, Ps. II8, XVIII, 8). Aunque la expresión “Sacramento de Penitencia” no figura en los escritos de San Hilario, el poder de ligar y de desligar o, dicho de otra manera, de retener o de perdonar los pecados, fue concedido a los apóstoles de tal suerte que sus sentencias sobre la tierra sean ratificadas en el Cielo (S. Matt. XVIII, 8). “La confesión de los pecados es necesaria si se quiere obtener su perdón” (Ps. II8, III, I9. Ps. I25, I0).

“El poder de ejercer el ministerio devino de la justificación” (Ps. I38, 34), en particular “ el de consagrar y distribuir el plan celestial” (S. Matt. XIV, I0), es transmitido mediante una ordenación reservada al obispo, quien constituye el “sacerdocio” y produce una efusión especial del Espíritu Santo (Los Sínodos, 9I; Ps. 67, I2. Contra Constancio , 27).

Haciéndose eco de las palabras de San Pablo, San Hilario reconoce que el estado del matrimonio es lícito y excelente, pero inferior en dignidad y en mérito a la virginidad (Ps. I8, XIV, 4; I27, 7).

“La Iglesia, fundada por Jesucristo y afirmada por los Apóstoles” (La Trinidad, VII, 4), “es la esposa, la boca y el cuerpo Místico de Cristo” (Ps. I27, 8; Ps. I28, 9-29); y por esta razón conserva la regla invariable e infalible de la Fe. A todas las doctrinas heterodoxas el santo Doctor les responde vigorosamente: “La Fe evangélica y apostólica de la Iglesia ignora eso; la piadosa Fe de la Iglesia condena esto otro” (La Trinidad, VI, 9-I0). Asimismo la seguridad de la perpetuidad, capaz de vencer cuando se la persigue, de brillar cuando se la deshonra, de progresar cuando se la abandona (La Trinidad, VII, 4). Guarda ella una imperturbable unidad: cualquiera que se separe de ella o que sea excluido por ella misma viene a ser un extraño para Cristo (Ps. II8, XVI, 5; Ps. I2I, 5). No por eso es menos universal, abierta a todos los hombres, aunque no todos respondan a su invitación (S. Mt. VII, I0; Ps. 67, 20). Por lo demás, sus miembros son de desigual valor: entre ellos hay una gran proporción de pecadores (S. Mt. XXXIII, 8; Ps. I, 4; Ps. 52, I3).

Los jefes de la Iglesia son los obispos, y sus subalternos los sacerdotes, los diáconos y los clérigos. Sucesores de los Apóstoles, los obispos son los príncipes del pueblo cristiano (Ps. I38, 34) que tienen el cargo de gobernar, de instruir y de edificar (La Trinidad, VII, I). Pero la primacía sobre los demás apóstoles conferida a Pedro en razón de su ardiente Fe se le transmite al Pontífice de Roma sobre todos los obispos de la catolicidad (S. Matt. XVI, 7; La Trinidad, VI, 20, 36-38; Ps. I3I, 4).

Y a la Iglesia de los fieles sobre la tierra está ligada con la Iglesia de los santos en el Cielo (Ps. I32, 6).

En cuanto a los fines últimos, la enseñanza de San Hilario se atiene al sentido más obvio de la Sagrada Escritura.

La muerte es el castigo del pecado: por su desobediencia perdió Adán el privilegio de la inmortalidad que debía transmitir a toda su raza (Ps. 6I, I8; Ps. 62, 6; Ps. I3I, 9). La muerte pone fin al periodo de prueba que constituye la vida terrena: es seguida inmediatamente por un juicio sobre el mérito o la culpabilidad, juicio que decide de la suerte eterna de cada quien (Ps. II, 48; Ps. 57, 5; Ps. I22, II). Como el buen ladrón al que fue prometido el paraíso desde la tarde de su muerte, “los que están en Cristo entran en seguida en el reposo de Dios” (La Trinidad, IX, 34; S. Matt. IV, 7; Ps. 91, 9; Ps. II8, VIII, 7; Ps. I2I, !).

Dicha que no será perfecta sin embargo sino a partir de la resurrección de los cuerpos y de la manifestación gloriosa de la Humanidad de Cristo (La Trinidad, XI, 39; Ps. II8, I2).

“Puesto que toda carne ha sido rescatada de la muerte por Cristo, toda carne resucitará” (Ps. 55, 7). Esto será la reconstitución de los mismos cuerpos que habían sido heridos por la muerte, pero en una estatura perfecta (S. Mat. V, 8-I0; XXIII, 3-4). ¿Cómo suponer que el Creador que formó el cuerpo humano en su origen tendría impedimento para restaurarlo después de su ruina? (S. Matt. X. 20; Ps. 53, 9; Ps. I22, 5).

Resurrección universal, que coincidirá con el segundo Advenimiento de Cristo y será la señal del juicio final (La Trinidad, III, I6; S. Matt. XXVI, I; Ps. II8, XVII, I2). “Siendo rescatada por Cristo toda carne, es forzoso que sea llamada a su tribunal, y que El mismo sea Juez de cuanto haya hecho ella” (La Trinidad, VI, 3I). Juicio simplísimo tanto para los justos como para los impíos reconocidos como tales; la sentencia, recompensa o castigo, se pronuncia, por así decir, de antemano. Juicio que dará lugar a un examen más minucioso y a deliberación respeto de aquellos, más numerosos, cuya vida haya sido un amasijo de virtud y pecado (Ps. I, 5, I6-I7; Ps. 57, 7). Muchos serán salvados “como por el fuego” (Ps. 59, II; Ps. II8, III, 5) . . . ¿el fuego del Purgatorio sin duda?

¡Estado nuevo y definitivo lo mismo para los buenos que para los malvados! Los condenados no serán aniquilados, sino torturados por el fuego inextinguible tanto en el cuerpo como en el alma (S. Mat. IV, I2; Ps. I, I4; Ps. 5I, I9; Ps. 69, 3). Los elegidos serán transfigurados: de corruptibles, bébiles y torpes que eran vendrán a ser inmortales, invulnerables y ágiles como los espíritus (La Trinidad, XI, 43; Ps. II, 42; Ps. 62, 6).

La Iglesia entera, por boca de Pío IX, ratifica el juicio de San Agustín que invoca la autoridad del obispo de Poitiers contra los pelagianos.

“Es un verdadero católico el que habla, un insigne Doctor de las Iglesias, es Hilario quien habla” (Contra Juliano, I, 3, 9).

Aunque no constituyó un cuerpo de doctrina personal, su iniciativa y su mérito han consistido en abrevar abundantemente en los teólogos orientales y occidentales, y en fusionar estas dos corrientes de pensamiento, a fin de enriquecerlas y completarlas una con otra. “Uno de los Padres más difíciles de comprender, se ha dicho, es también uno de los más originales y más profundos”. Y, en todo caso, “el honor y el sostén de la antigua Iglesia de la Galia” (Petau: L’Incarnation, X, 5, I).

BIBLIOGRAFIA

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