jueves, 28 de agosto de 2008

Hilario de Poitiers

Hilario de Poitiers

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Hilario de Poitiers

La ordenación de san Hilario (manuscrito del siglo XIV)
Nacimiento 315
Poitiers, Francia
Muerte 1 de noviembre de 367
Poitiers, Francia
Venerado en Iglesia Ortodoxa, Iglesia Católica Romana
Canonización 1852 (Doctor de la Iglesia)
Festividad 13 de enero
Patronazgo Poitiers y Puy-de-Dôme (Francia); Comares (Málaga, España)

Obispo y escritor, santo, Padre y Doctor de la Iglesia nacido a principios de siglo IV, hacia 315, en Poitiers (Francia) y fallecido en esta misma ciudad en 367. Se crió en el paganismo, en una familia de la aristocracia romana local, pero su gran curiosidad y su pasión por la verdad, le llevaron a estudiar filosofía, especialmente el neoplatonismo, y a la lectura de la Biblia. Se convierte al cristianismo por sus estudios, ya adulto, casado y con una hija, Abre. Poco después de su bautismo, el pueblo lo aclamó como obispo de su ciudad, cátedra que ocupó durante siete años, momento en el que Hilario fue desterrado a Frigia por el emperador Constancio II, que se había alineado con las decisiones del sínodo arriano de Béziers del año 356. Durante su pontificado en la Galia había continuado sus estudios y perfeccionado su formación teológica, pero es el contacto con la teología de Oriente lo que hace fructificar su pensamiento.

El destierro en Frigia duró cinco años, durante los que aprendió el griego y descubrió a Orígenes, como también la gran producción teológica de los Padres orientales. Con estas bases escribe un riguroso estudio titulado De Fide adversus Arrianos o De Trinitate, el tratado más profundo hasta entonces sobre el dogma trinitario. Allí también escribió el opúsculo Contra Maxertiam, en el que atacó al emperador Constancio, acusándole de cesaropapismo y de inmiscuirse en las disputas teológicas y asuntos internos de la disciplina eclesiástica.

Volvió a su diócesis en 361, tras la muerte del emperador. En esta época se convirtió en el protector del joven Martín de Tours.

Es conocido como el «Atanasio de Occidente», de quien era contemporáneo. Ambos teólogos son cruciales en la crítica del arrianismo y participaron en las polémicas teológicas con discursos y escritos, defendiendo la ortodoxia teológica. Además, sus himnos, descubiertos en época contemporánea, lo convierten en un pionero de esta forma poético-musica, precediendo a san Ambrosio de Milán, siendo quien introdujo en el mundo latino cristiano una nueva poesía inspirada en los modelos clásicos greco-latinos y bíblicos (salmos alfabéticos).


Fue declarado Doctor de la Iglesia, por sus grandes aportaciones para la definición del dogma trinitario, en 1851 por el papa Pío IX.

Su fiesta se celebra el 13 de enero.

Sus reliquias se guardan en la iglesia parroquial de la localidad de Puy-de-Dôme (Auvernia), hay varias tradiciones que afirman su traslado al panteón real de la iglesia de San Denís, en París, y que fueron quemadas por los hugonotes durante las revueltas de 1572.

Enlaces externos

SAN HILARIO (3I5 - 368)

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VIDA

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Nacido en Aquitania, probablemente en Poitiers, de una familia pagana, Hilario adquirió allí mismo, si no propiamente en Poitiers, al menos en Burdeos, una sólida cultura literaria y filosófica. Pero atormentado desde un principio por el problema del destino humano, vanamente buscó en los filósofos antiguos o contemporáneos una explicación satisfactoria. Es entonces cuando descubre el Evangelio, y especialmente el de San Juan con la doctrina del Verbo encarnado descendido del Cielo expresamente para traerles a los hombres la luz. El mismo refiere cómo lo conquistó esta Verdad sobrenatural (De la Trinidad, I-I4).

Bautizado, llevó inmediatamente una vida cristiana fervorosa, y aun austera. Y aunque casado, algunos años más tarde fue electo obispo se su ciudad natal (350).

El arrianismo, que desde hacía treinta años desgarraba las Iglesias de Oriente, era desconocido todavía en las Galias. Hilario oyó pronunciar ese nombre cuando dos sínodos secesivos, celebrado el uno en Arlés, y el otro en Milán, a instigación de los obispos Ursacio, Valente y Saturnino, intentaron deponer al Patriarca de Alejandría, Atanasio, gran adversario de Arrio. Mantenedor de la ortodoxia y adherido, sin saberlo explícitamente, a la Fe de Nicea, Hilario fue “el Atanasio del Occidente” que le cerró el paso a la corriente herética. Cayó en desgracia: llamado ante otro Sínodo en Béziers, fue condenado el exilio, y tuvo que partir para la Frigia (356).

Emulo de San Atanasio, sacó provecho de su sufrimiento y no perdió el tiempo. En contacto con teólogos orientales, estudió más de cerca las cuestiones trinitarias. Fue entonces cuando escribió su obra “sobre la Trinidad”. “Aunque alejado, hablaremos mediante estos libros; y la palabra de Dios, que no podrá ser vencida, se propagará con toda libertad” (De la Trinidad, X, 4).

Exiliado sin ser sin embargo depuesto de su sede, Hilario debió haber gozado de cierta libertad, puesto que asistió en 359 al Concilio de Seleucia. Estuvo allí con un espíritu de conciliación: “Durante todo el tiempo de mi exilio, aunque me mantuve en mi resolución de no ceder en nada acerca de la confesión de Cristo, no quise sin embargo rechazar ninguna medida honesta y aceptable de restablecer la unidad” (Cont. Constancio II). Y seguramente que su autoridad ya era reconocida, puesto que se le designó como miembro de la delegación enviada por el Concilio al emperador Constancio. Autoridad tajante, por lo demás, sin duda, puesto que en él se vio “un sembrador de discordia y un perturbador del Oriente”, que era urgente se volviera a las Galias.

Después de cuatro años de ausencia, tuvo el dolor de constatar los progresos del arrianismo en Occidente. Sin embargo, la consolidación de su ciencia teológica, su aureola de perseguido por la Fe y su naturaleza entera se conjugaban para permitirle emprender una vigorosa reacción. En el Concilio de París (360) hizo por unanimidad el término “consubstancial” definido en Nicea para designar la unidad de naturaleza entre las tres divinas Personas. Luego hizo deponer a los prelados arrianizantes, Saturnino de Arlés y Paterno de Périgueux. Fue menos afortunado, algunos años más tarde, en Milán, donde no logró descartar a Auxencio, arriano notorio (354) (Sic en el original francés. N. del E.)

El Poitiers San Hilario se encontró de nuevo con San Martín, a quien al principio de su episcopado había ordenado de exorcista y que entonces fundaba la abadía de Ligugé.

Su culto se extendió rápidamente en la Iglesia universal, y tuvo tal aceptación en la Galia que su nombre fue escrito por varias iglesias en el “Communicantes” de la Misa, entre los más ilustres pontífices.

Sin embargo, no fue sino hasta I85I cuando el Papa Pío IX le confirió oficialmente el glorioso título de “Doctor de la Iglesia”.

OBRAS


Desde luego San Jerónimo rindió homenaje a la inmensa cultura de San Hilario, poniéndole el sobrenombre de “el Ródano de la elocuencia latina” (Epístola 34, a Marcela). San Agustín lo calificaba de “insigne Doctor de las iglesias. . . el más encarnizado defensor de la Fe contra las herejías” (Contra Juliano, I, 3, 11, 8). Juan Casiano, a su vez, veía en él al “maestro de las iglesias” (De la Encarnación, VII, 24). Y el historiador Suplicio-Severo escribe de él lo siguiente: “Todo el mundo reconoce que la Galia es deudora solamente a Hilario de la dicha que ella tuvo de ser librada del crimen de la herejía”.

De la Trinidad”, en doce libros, obra primitivamente intulada “De la Fe”, cuyo designio es efectivamente exponer, apoyándose en las Sagradas Escrituras, la fe católica sobre el dogma de la Santísima Trinidad, y refutar las herejías de la época sobre esta materia, especialmente el arrianismo y el sabelianismo. La fórmula del bautismo sacada del Evangelio de San Mateo (28,19) enuncia claramente la distinción de tres divinas Personas: “Jesucristo ordenó bautizar en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, esto es, reconociendo al Creador, al Hijo único y al Don” (La Trinidad, I, 35; II, I). “Pero no dejan de ser los tres Uno por la naturaleza, la substancia y la esencia” (Los Sínodos, I2): “tanto que bajo la relación de la unidad hay posición entre naturaleza y persona” (Los Sínodos, 69).

La distinción de las personas concuerda, no con una simple unión, sino con la unidad de substancia (La Trinidad, IV, 42). Y esas Personas son, consiguientemente, iguales en excelencia y en dignidad, homogéneas y consubstanciales, contrariamente a lo que pretendía el arrianismo (La Trinidad, I, 38).

Si la generación entraña semejanza e igualdad entre el que engendra y el engendrado, en Dios, que es el Ser Unico, inmutable e infinito, esa consecuencia va hasta la consubstancialidad total, hasta la unidad numérica y la identidad de naturaleza (La Trinidad, V, 37; IX, 44). Así es que la generación eterna del Verbo no es sino la comunicación hecha al Hijo por el Padre de todo su ser: “Lo que hay en el Padre eso mismo hay en el Hijo, y el Uno y el Otro no son sino Uno; porque el Padre no pierde nada de lo que posee dándolo a su Hijo, y el Hijo recibe del Padre todo lo que hace de El un verdadero Hijo” (La Trinidad, III, 3; IV, 42; VIII, 52; IX, 66). La unidad específica que la generación mantiene entre los seres corporales no tiene sino una analogía lejana con esta unidad perfecta y trascendente, absolutamente propia de las Personas Divinas (La Trinidad, VII, 4I). De aquí, según las expresiones mismas de Cristo: “Quien me ve a Mí” (Juan I4, 7-I0), la inseparabilidad del Padre y el Hijo y su conocimiento recíproco: “El uno está en el otro, porque en cada uno de Ellos no hay otra cosa: es la misma la fe que confiesa que el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre por unidad de una naturaleza indivisible, sin confusión y sin separación” (La Trinidad, III, 4; VIII, 4I). “Ellos se conocen mutuamente, puesto que no son de naturaleza diferente. . . El Hijo siente en Sí la naturaleza del Padre, puesto que es la acción de la naturaleza paterna la que lo hace obrar” (La Trinidad, VII, 5; IX, 45).

Como se ve, ésta es, antes de que así se le lame, la doctrina de la “circumincesión”, que será desenvuelta por los teólogos escolásticos de la Edad Media.

Cuando Cristo declara: “El Padre es superior a Mí” (Jn I4,28), habla indudablemente de su naturaleza humana. Pero, aunque se debiera aplicar esta sentencia al Verbo divino mismo, sería todavía exacta en un sentido relativo, para expresar que el Padre es el principio del que tiene el Hijo todo lo que es, sin que de ello resulte sin embargo una diferencia de naturaleza o de inferioridad: “No es inferior aquel al que se le da un mismo Ser: aunque de él difiera por la propiedad de la denominación de Padre, no difiere de él sin embargo por naturaleza” (La Trinidad, IX, 54. Ps. I38,I7).

A la generación eterna del Verbo se liga evidentemente el problema tan complejo de su Encarnación, o dicho de otra manera la Cristología. Si San Hilario no emplea todavía el término encarnación, que viene a ser clásico desde entonces para designar la unión del Hijo de Dios con la naturaleza humana, sus expresiones son perfectamente equivalentes: “misterio de la corporación”, “misterio de la asunción de la carne”, “misterio de la asunción del cuerpo humano por el Hijo único de Dios” (Ps. 68,25). Y a continuación la unidad de ser y de persona se proclama claramente: “el único y mismo Señor Jesucristo, Verbo hecho carne” (La Trinidad, X, 62). “Verdadero y propio Hijo por naturaleza y no por adopción; nace no para constituir dos seres diferentes, sino que mientras que era solamente Dios antes de ser hombre, al tomar la naturaleza humana se le reconoce Dios y hombre a la vez” (La Trinidad, III, II; X, 22) “de suerte que todas las obras y todas las potencias de Cristo deben ser consideradas como de Dios” (La Trinidad, IX, 5; S. Matt. VIII, 2). Las dos naturalezas no dejan de seguir siendo por eso distintas, y perfectas una y otra en su orden: “Posee todo lo que hace verdaderamente a un hombre y todo lo que hace verdaderamente a un Dios” (La Trinidad, X, 19). “Naturaleza humana completa, por lo tanto compuesta de cuerpo y alma exactamente como la nuestra”; así es que el Verbo divino no desempeña el papel de alma racional, como lo pretendían los arrianos (La Trinidad, X, 22; Ps. I38, 3).

Dios hecho hombre, Jesucristo es por este título el verdadero Rey y Sacerdote, del cual los de la antigua Ley no eran sino la figura. El es también el único Salvador y Redentor del género humano, el segundo Adán, Jefe de la humanidad regenerada, Mediador entre Dios y los hombres (La Trinidad, VI, 43; IX, 15; XI, 18; S. Matt. I, I; IV, I2; XVI, 9; Ps. II, 24; Ps. 5I, 9-I7; Ps. II8, III, 7; Ps. I34-4).

Testigo de cosas celestiales, El es quien nos hace conocer a Dios, si no su existencia, que nuestra razón podría descubrir, al menos sus atributos sobre todo su amor, que lo inclina a adoptar a los hombres como a hijos propios (La Trinidad, I, I8; III, 9-22; S. Matt. XXIII, 6). Y así El emprende no solamente la restauración del género humano en su primitiva condición sino el conducirlo a una perfección sobrenatural (La Trinidad, XI, 49). Para cumplir con esta misión no teme renunciar a su “forma de Dios” para revestir la “forma de esclavo” (La Trinidad, VIII, 45; X, 48; Ps. II8, XIV, I0; Ps. I43, 7). No es que El haya perdido su personalidad divina, ni siquiera uno u otro de sus atributos, ni temporalmente, durante su paso por la tierra: “su naturaleza anterior. . . aunque tome la forma de un esclavo no está ausente ni del interior ni del exterior del cielo y del mundo, ni del movimiento del uno y del otro” (La Trinidad, IX, 14; X, I6-22). Si Cristo declara, por ejemplo, que ignora el día del juicio, o no habla sino de su ciencia humana, o quiere significar sobre todo que no tiene misión de revelarlo (La Trinidad, X, 8).

Por lo demás, cuando su naturaleza humana es glorificada, deja de ser una “forma de esclavo” y reviste a su vez el brillo de la divinidad, tanto que el Cristo todo entero no es solamente una Persona divina sino que posee la “forma de Dios” (La Trinidad, IX, 54; X, 38; XI, 40). Gloria desde entonces definitiva, porque la unión hipostática no es temporal, la naturaleza humana es ya inseparable del Verbo (La Trinidad, VII, I3; IX, 7; X, 7). No rechaza su cuerpo, simplemente lo quita de su sujeción; este cuerpo so es suprimido, sino transfigurado”. Jefe de la humanidad, el Hombre-Dios es el primero en entrar a la gloria, y allí reúne a sus elegidos (La Trinidad, XI, 39-40).

Al hablar de la Trinidad, San Hilario quiere designar claramente a tres Personas divinas iguales y consubstanciales.

Si en su obra consagra menos espacio al Espíritu Santo que al Padre y al Hijo no es que desdeñe a la tercera Persona: “No tendríamos sino un todo incompleto si algo le faltase al todo” (La Trinidad, II, 29). Pero proponiéndose directamente refutar al arrianismo que atacaba sobre todo la divinidad de Cristo, El Santo Doctor tenía que exponer más ampliamente el dogma católico de la Encarnación y hacer puntualizaciones sobre todos los aspectos de este misterio negados o desnaturalizados por la herejía.

El Espíritu Santo, dice él, no puede ser confundido ni con el Padre ni con el Hijo: procede del uno y del otro como de su principio; y es enviado o dado por los dos (La Trinidad, II, 29-35; VIII, 20; XII, 57).

Si los calificativos “espíritu” y “santo” convienen igualmente y se les aplican a veces a las dos primeras Personas, la denominación Espíritu Santo se admite sin embargo comúnmente para designar a la tercera Persona claramente distinta que también se llama “Don” o “Paráclito” (La Trinidad, II, 30-32; VIII, 25). No es El una creatura, porque “nada penetra en Dios si no es Dios mismo. . . y todo lo que hay en El es El mismo” (La Trinidad, XII, 55).

“Los Sínodos”, tratado bajo la forma de carta dirigida por el Santo Doctor, en el exilio a la sazón, a los Obispos de Germanía, de la Galia y de Bretaña, para informarles sobre el estado de la Fe y las corrientes de opinión entre los Orientales en medio de los cuales vive, prepara la obra de conciliación a la que debería consagrar sus esfuerzos en seguida. Tras de una exposición objetiva de las doctrinas formulabas en los diversos Sínodos ---Ancira, Antioquía, Sárdica, Filipópolis y el “blasfemo” de Sirmio--- el autor reafirma su propia creencia, conforme a las definiciones del Concilio de Nicea. Habiendo sido violentamente criticado este escrito por algunos, Hilario hizo una aclaración en su “Respuesta Apologética a los detractores del libro sobre los sínodos”.

Entre los escritos exegéticos de San Hilario está en primer lugar su Comentario sobre el Evangelio según San Mateo en treinta y tres capítulos. El autor no emprende la explicación del texto íntegro, sino de algunos pasajes, los que le parecen más útiles para la instrucción de los fieles, a tal punto que se ha podido ver en esta obra una especie de recopilación de las Homilías pronunciadas por el Obispo en su catedral. Sin detenerse en la crítica textual, adopta simplemente la versión latina usada en esta época en la Galia, anterior consiguientemente a la revisión de San Jerónimo, diferente tanto del texto africano como del texto italiano; y aunque respetando el sentido literal, se dedica sobre todo al sentido espiritual o moral.

Por este método quedaba emparentado con Orígenes: algunos aun llegan a suponer alguna influencia del uno sobre el otro.

Hizo un trabajo análogo sobre los Salmos, probablemente sobre todos los Salmos, aunque no subsisten sino los Comentarios sobre 58 de ellos. Esta vez el autor utiliza otras versiones, y sobre todo con una predilección marcada la versión griega de los Setenta, en los que ve a los sucesores de los Setenta Ancianos a los que Moisés había confiado la explicación de la Ley (Instrucción, VIII; Ps. II,2-3; LIX, I).

En esto como en lo otro San Hilario viene a ser el introductor en Occidente del método de interpretación alegórica y espiritual de los textos Sagrados: “Más allá del sentido literal e histórico, inteligible para la generalidad, conviene desprender un sentido superior típico, divino, que corresponde a la acción profunda y a la cosa significada “ (S. Matt. II, 2; VIII, 9; XII, I2; XX, 2; Ps. II9, 2). “La letra no es sino el sacramento, de cosas celestiales” (Ps. I50). El Antiguo Testamento, en particular, se le presenta como una profecía en acto y una figura del Nuevo: “Todo se refiere allí a Nuestro Señor Jesucristo, su Encarnación, su Pasión, su Reino, su Gloria, garantías de nuestra resurrección futura” (Prol. 5; Ps. 54, I24, I26). ----De aquí interpretaciones místicas de ciertos textos, que parecen a veces forzadas; y no pretexto de sentido espiritual, un sentido puramente acomodaticio. El Santo Obispo se propone entonces edificar a los fieles más que exponer la doctrina en todo su rigor.

El “Libro de los misterios” no es, como podría dejarlo suponer el título, una especie de sacramental o tratado de liturgia. San Hilario llama “misterios” a los tipos o figuras del Antiguo Testamento que presagian el Nuevo. Por lo visto la obra presenta cierta analogía con el Comentario sobre los Salmos y parece ser su continuación: “Todo lo que está contenido en la Sagrada Escritura se refiere a la venida a este mundo de Nuestro Señor Jesucristo, ya sea anunciándolo por los profetas, ya sea figurándolo por hechos, ya sea confirmándolo con ejemplos”. Principio aplicado primeramente a los Patriarcas, desde Adán hasta Moisés, y luego a los Profetas.

Vigoroso apologista es San Hilario, primeramente en su “Carta al emperador Constancio”, en la cual protesta contra las acusaciones de Saturnino de Arlés, y contra ellas apela a un concilio, y sobre todo en su “Carta contra el propio emperador Constancio” dirigida a los obispos de la Galia cuando el príncipe se pasó abiertamente a la herejía. Este escrito, que ha podido ser calificado como “Invectiva”, es, en efecto, de una extremada violencia contra el emperador, a quien califica de Anticristo, y contra sus pérfidos procedimientos: “Enemigo insinuante, perseguidor astuto, no hace que nos fueteen la espalda, pero nos regala en el vientre: no nos reserva la libertad de la prisión sino la servidumbre del palacio; no nos corta la cabeza, pero nos quiere degollar el alma”.

El tono es menos virulento, pero igualmente categórico, en la polémica “contra los arrianos Valente, Ursacio y sobre todo Auxencio”, “secuaces del Anticristo”, “que desconocen el espíritu evangélico y arruinan la integridad de la fe”. El valeroso luchador dice claramente su resolución: “Jamás querré paz sino con los que, adhiriéndose a la doctrina sancionada por nuestros Padres en Nicea, anatematicen a los arrianos y proclamen que Jesucristo es verdadero Hijo de Dios” (Contra Auxencio, XII).

Numerosos “fragmentos históricos” que parece que se le atribuyen legítimamente son preciosos para la historia del arrianismo en el siglo IV y subrayan el papel de primer plano que el Obispo de Poitiers jugó en su represión. No es más suave, huelga decirlo, respecto del paganismo renaciente de Juliano el Apóstata y sus lugartenientes, el prefecto Salustio y su vicario en la Galia, Dióscoro.

Y sin embargo el Historiador Rufino, refiriendo los éxitos que el Obispo de Poitiers alcanzó, juntamente con Eusebio de Verceil, en la aplicación de los decretos del concilio de Alejandría, los atribuye a “su carácter dulce y plácido” (Hist. Eccl., I, 3I).

De su estancia en Oriente San Hilario había traído el gusto por el canto litúrgico, la salmodia, las oraciones rimadas. Introdujo este uso en Aquitania, y, precursor de San Ambrosio, él mismo compuso himnos de los que algunos todavía se conservan en parte, entre otros los siguientes:

“Ad coeli clara non sum dignus sidera”

“Lucis largitor optime”.

“Hymnum dicat turba fratrum”.

Son piezas de una gran elevación de pensamiento y de un gran vigor de expresión: en ellas se manifiesta tanto el teólogo como el retórico y el poeta, a pesar de algunas incorrecciones prosódicas. Poniendo todo su arte y todo su celo al servicio de su Fe y de su misión apostólica ¿no le podía él mismo a Dios, “con la luz de la inteligencia y la adhesión inviolable a la verdad, la propiedad de los términos y la nobleza de la expresión”? (De la Trinidad, I, 38). Y San Jerónimo, que no le regatea su admiración, agrega sin embargo que “sus obras no están hechas para lectores de una cultura mediocre” (Ep. 58, a Paulino).

El mismo San Jerónimo resumía la opinión general de los teólogos más ilustres de su tiempo cuando comparaba a San Hilario con San Atanasio, y decía de la enseñanza de ambos: “que se les puede seguir sin temor de tropezar” (Ep. I07, a Lotea). Lo cual no impidió que la ortodoxia del doctor galo fuese discutida, y luego aun violentamente atacada. Pero magníficamente vindicada cuando la Iglesia reconoció oficialmente en el Obispo de Poitiers a uno de sus Doctores.

En primer lugar, San Hilario funda su enseñanza en la autoridad de la Sagrada Escritura, “Oráculo divino en el que todo es verdadero y útil”. “Porque es Dios mismo el que habla, por los profetas primeramente, por los apóstoles en seguida”. Y es “por condescendencia con nuestra debilidad por lo que presenta las cosas espirituales bajo la imagen de cosas corporales, a fin de elevar poco a poco nuestros espíritus de elementos visibles a las realidades invisibles” (Ps. II8, I20, I35). (La Trinidad, XII, 3).

San Hilario, en seguimiento de Orígenes, enumera veintidós libros canónicos del Antiguo Testamento, a los que agrega como posibles el de Tobias y el de Judit. En el Nuevo Testamento, aparte de los libros a la sazón universalmente admitidos, atribuye a San Pablo la Epístola a los Hebreos, a San Juan el Apocalipsis. Prácticamente utiliza los libros deutorocanónicos y los cita todos, tanto como los demás; en cambio rechaza los libros apócrifos tales como el libro de Henoc (Ps. I32, 6).

La existencia de Dios era para él evidente con el espectáculo de la creación: ¿”Quién, pues, contemplando el mundo no siente la presencia de Dios? ”(Ps. 52, 2). “¿No proclama el universo el poder y la sabiduría de su Autor? ” (Ps. 65, 6-68; 29-I34; II-I58, 5). “Aunque sea inenarrable, no puede ser totalmente ignorado” (De la Trinidad, II, 7). Y el Dios que se ha dignado definirse a sí mismo “Yo soy el que soy” (Ex. 3, I4), es decir, el Ser Supremo, nos da en estos términos a noción de su simplicidad y de su infinidad (La Trinidad, I, 4; VII, 27; IX, 6I).---Soberanamente perfecto y feliz, se basta a Sí mismo; así es que con toda independencia y por pura bondad crea otros seres (Ps. II, I4; VIII, 2) sobre los cuales vela su Providencia (Ps. I2I, I0-I38, 4I): “El mismo no tiene nada de nadie; por el contrario, todo proviene de El; las creaturas salen de la nada, y cuando ellas son lo deben a su Creador” (Ps. 63, 9-I48, 5). Por lo cual nadie puede subsistir sin la acción continua de la Providencia (Ps. 9I. 7; Mt. 26, 3).

Las cosas que existen en el tiempo, puesto que han comenzado en un momento dado, no existían antes; así es que el universo no es eterno.

Los ángeles fueron creados primeramente, “en el primer cielo, antes del tiempo” (La Trinidad, XII, 6, 37). Son espíritus o “potencias espirituales” (Ps. I36, 5), dedicados a diversos ministerios, según el grado de jerarquía al que pertenecen: adoran a Dios, luego asisten a los hombres en el cumplimiento de sus tareas y en la lucha contra los espíritus perversos (Ps. I24, I29, I34, I37). Porque ciertos ángeles prevaricadores se han convertido en los demonios que prueban la atmósfera y tratan de perder a los humanos (S. Mt. V, II-XI, 5; -- Ps. 67, 24).

Por un solo acto instantáneo de su Voluntad, un único “fíat”, sin dilación entre el comienzo y el acabamiento, Dios produjo el universo material (Ps. II8, I0). En fin, tras de maduras deliberaciones creó al hombre en tres fases sucesivas: primeramente el alma espiritual, luego el cuerpo formado de la tierra, y finalmente la unión del alma y el cuerpo (Ps. II8, 4-6; I29, 5).

Por su alma racional e inmortal el hombre es una imagen de Dios (Ps. 53, 8. Ps. II8, X, 67. Ps. I29, 4-6). Si en algunos pasajes califica San Hilario el alma humana de “corporal”, es en razón de su unión con el cuerpo y de su condición de creatura, condición común con los seres corporales. Por lo demás, habla expresamente del alma substancia espiritual. (S. Mt. IX, 20; Ps. II9, 4).---Si la primera alma humana, la de Adán, fue, con toda evidencia inmediatamente creada por Dios (Ps. 63, 9; Ps. 67, 22; Ps. II8, X, 7), lo mismo pasa con las demás almas, “que no pueden tener su origen de la generación humana” (Mtt. I0, 24; La Trinidad, X, 20-22).

Creado en un estado privilegiado de justicia, de paz y de felicidad (Ps. 2, I5. Ps. II8, X, I), el hombre está ahora sujeto a la iniquidad y a la desdicha: “Esta condición no comenzó con Adán sino que proviene de él” (Ps. I45, 2. Ps. I49-3). Sin embargo, la Gracia primitiva es de nuevo suministrada la humanidad cuando “el venero de vida se alimenta en las fuentes del bautismo” (Mt. XII, 23). Y el hombre alcanzará el término de su destino, la divina bienaventuranza, cuando, “por sus esfuerzos por conocer a su Creador”, haya restaurado en su alma la perfecta imagen de Dios (La Trinidad, IX, 49).

Para cumplir tal restauración de la humanidad se encarnó el Verbo de Dios. Y todas las condiciones en las que lo hizo son las más propias para anunciar, preparar y realizar este efecto.

En primer lugar su concepción virginal. María es verdaderamente “Madre de Jesús, Madre de Cristo, Madre del Hijo de Dios”, puesto que Ella lo concibió y dio a luz, pero Ella fue fecundada por la acción misteriosa del Espíritu Santo (La Trinidad, II, 26; X, I7, 35). De esta suerte Jesucristo es verdaderamente Hijo del hombre, de la raza de Adán, descendiente de Abraham y de David, puesto que su cuerpo no fue creado de la nada sino formado de la substancia de una mujer; y sin embargo escapa a la mancilla del género humano puesto que no recibe la vida por el acto generador del hombre (La Trinidad, III, I9 --- S. Mt. XXIII, 8. Ps. 67, 28. Ps. 68, I0).

Sustraído a la ley del pecado (Ps. I38, 47), el Hombre-Dios no estaba sujeto a las flaquezas que son su consecuencia directa (La Trinidad, X, 25, 44); pero, para asemejarse a los hombres sus hermanos, quiso someterse a las vicisitudes de la vida humana y a los sufrimientos físicos y morales causados por los elementos exteriores de los que su poder divino hubiese podido dispensarlo: nacido de una Virgen, asciende del pesebre y de la infancia hasta la edad perfecta. Vivió como hombre, pasó por el sueño, el hambre la sed y las lágrimas; y luego fue objeto de escarnio, flagelado, crucificado (La Trinidad, III, I0, cf. La Trinidad, X, 23, 55. Ps. 53, 7-I4. Ps. 68, I2. Ps. I38, 3).

A los arrianos que argüían que hay incompatibilidad entre el temor y el dolor por una parte y por otra la divinidad, para negar que Cristo fuese el Verbo de Dios en persona, puesto que El había estado sujeto a tales estados, San Hilario responde con una sutil explicación. Establece una distinción entre la sensación dolorosa experimentada por el cuerpo y el sentimiento del dolor que de ella resulta en el alma. Si el alma es débil, resiente inmediatamente la repercusión del sufrimiento infligido al cuerpo; si por el contrario al alma es fuerte, resiste esa impresión; y las lesiones orgánicas no la afectan como tampoco afectan las torturas a un miembro anestesiado. Ahora bien, el alma que se había dado el Hombre-Dios era el alma fuerte por excelencia, por lo cual pudo resistir los suplicios de la Pasión sin que su alma fuera alcanzada por ellos (La Trinidad, X, I5-25). Si el poder de la Fe, de la Esperanza y de la Caridad bastaba para conservar intactos en los santos mártires mismos, no la insensibilidad, sino el gozo y el entusiasmo en medio de las torturas, a fortiori la presencia del Verbo de Dios debía hacer invulnerable el alma de Cristo e inefablemente dichosa a despecho de los horrores de la Pasión (La Trinidad, X, 44). Y cuando Cristo suplica que “El cáliz se aleje de El”, no tanto desea apartarlo de Sí mismo cuanto hacerlo aceptar por sus apóstoles a su vez (Sobre San Mateo, XXXII, 7).

Si es verdad que en ciertos pasajes San Hilario habla claramente del dolor de Cristo, y de un dolor espiritual, independiente de los dolores físicos, tal como el dolor resentido con el espectáculo de los pecados de los hombres o de su ingratitud, él mismo lo explica con otra distinción: “Cristo experimentó el dolor por nosotros, pero no en el sentido de nuestro dolor en nosotros”, o dicho de otra manera “sin experimentar el sentir que se liga a nuestro dolor” (La Trinidad, X, I4). “La explicación dada por San Hilario depende de que no ha querido negar en Cristo el dolor pura y simplemente, sino tres aspectos accesorios del dolor, a saber: su imperio sobre la naturaleza humana, la impresión de pena merecida, y su carácter inevitable” (Santo Tomás de Aquino, IV, Sent. I. III, dis. XV, q. II, n. 3). Es cierto que Cristo no fue anonadado por el dolor hasta el punto de perder el dominio de Sí mismo; tampoco vio en el dolor un castigo de faltas de El; y en fin, El sabía que podía reducirlo, evitarlo.

¿Fue influido San Hilario por el estoicismo? En todo caso parece que atribuye eminentemente al Hombre-Dios la actitud que esta filosofía reconocía en el Sabio: “¡Es invulnerable no aquel que no es golpeado, sino el que no es herido!. . . la constancia del sabio no es vencida por ninguna pena, ningún dolor. . . Yo no niego que el sabio sufra: no tiene la dureza de la piedra, y no habría virtud en soportar lo que no se siente. Pero los dardos que él recibe los embota, sus heridas las cura, sus emociones las reprime” (Séneca).----Así es que Cristo puede ser entregado todo entero a los sufrimientos naturales; pero de ninguna manera es dominado por ellos.

En su ardor por defender, en la Persona del Hombre-Dios, una dignidad sobrehumana, el Santo Doctor olvidó un poco el estado de debilidad, de humillación y de sufrimiento tanto moral como físico al que quiso El sujetarse por condescendencia con la humanidad y a fin de llenar mejor su misión redentora.

“Por el error de sólo Adán, todo el género humano se atrevió” (S. Matt. XVIII, 6).----“Desterrado de la bienaventurada Sión, donde se vivía sin apetencia, sin dolor, sin temor, sin pecado” (Ps. I36, 5). “El origen del hombre está marcado con la ley del pecado” . . . “En nosotros existe una tendencia funesta, la cual sin ser pecado en sí misma es como el camino que a él conduce” (S. Matt. IX, 23. Ps. 52, II. Ps. 58, 4. Ps. II8, I, III, 6. IV, 8, XV, XXII, 6).

Así en muchos pasajes San Hilario describe el estado de decaimiento de la humanidad. Pero en seguida indica su remedio: el socorro divino, “La Gracia”, indispensable pero eficaz para “darle al hombre el principio de nuevos bienes” (Ps. I25, 8), ayudarlo a vencer las tentaciones que vienen de la carne, del mundo o del demonio, y luego a cumplir y aun a conocer sus deberes (Ps. 63. Ps. I38, 15. Ps. I23, 2. Ps. II8, I, I2-I5, X, I7-I8; XV, 6). “La salvación nos viene de la misericordia divina: es una gracia gratuita la de Dios para todos el don de la Fe, que justifica, una gracia gratuita la remisión de los pecados” (S. Mt. XX, 7; XXI, 6; Ps. II*, VI, 2).----Sin la Fe no hay justificación (S. Mt. VIII, 16; 64-3. Ps. I36, I2). A la Fe y a la oración se les deben agregar además “las buenas obras, alimento que mantiene la vida del alma” (Ps. I23, 5. Ps. I28, 6).

“El camino de la salvación está abierto para todos, puesto que el Verbo de Dios, venido aquí abajo para todos, no cesa de invitar a todos los hombres a recibir los dones de la bienaventuranza divina y a observar la ley” (S. Matt. IX, 2, XX, 5).

Dios no rechaza a nadie. Unicamente nuestra resistencia o nuestra indiferencia impiden su aproximación (Ps. II8, II, 3. Ps. II9, 4). Sin duda que Dios sabe de antemano qué uso haremos de nuestra libertad; pero esta presciencia divina no es un constreñimiento infligido a la libertad humana, no dispensa al pecador de la plena responsabilidad de sus actos (Ps. 57, 3. Ps. I40, 6-I0).

Muy afirmativo en lo que conviene a la parte de la voluntad humana en la adhesión a la Fe y a la obra de la salvación, ¿como que en ciertos pasajes le concede San Hilario al hombre la iniciativa en este dominio y roza así el Pelagianismo? Por ejemplo: “Nos toca comenzar, por la oración; y a Dios concedernos el beneficio. . . El papel de nuestra voluntad es primeramente querer; a este primer acto Dios le dará prosecución. . . Lo propio de la misericordia divina es ayudar a los que quieren, sostener a los que comienzan, acoger a los que llegan. A nosotros nos toca comenzar, a Dios el acabamiento” (Ps. II8, V, I2; VIV, 20; XV, I0). Pero si subraya así la necesidad de la acción humana voluntaria y libre es contra una objeción fatalista, de origen pagano o maniqueo. En el conjunto de su obra, el Santo Doctor enseña muy claramente que la dicha voluntad humana jamás es independiente: para decidirse a hacer el bien, sobre todo para efectuar un acto en el orden de la salvación, tiene necesidad de la gracia preveniente. Su iniciativa es real, pero como correspondencia a la gracia (La Trinidad, VIII, I2).

“El primer paso en el camino de la salvación se da en el Bautismo, sacramento del nuevo nacimiento” (S. Mt. IX, 24; XXII, 7). “El hombre se reviste entonces del ropaje nupcial que es la gloria del Espíritu Santo” (Ps. 64, 6); “Viene a ser un templo ornado de Justicia y de Santidad” (Ps. II8, III, I6). Gracias a la virtud de la palabra de del agua que el Salvador ha consagrado por su propio bautismo, somos purificados de nuestros pecados, hereditarios o personales, regenerados en Jesucristo y hechos hijos adoptivos de Dios (La Trinidad, VI, 44. Los Sínodos, 86. Ps. 63, 7, II. Ps. 65, I).

Esta primera santificación se completa con el “Sacramento del Espíritu”, o “sacramento del fuego” conferido por “la imposición de las manos” (S. Matt. II, 6-I0; VI, 27; XIX, 3). ¿Cómo no ver en esto una alusión al Sacramento de la Confirmación? “El Sacramento del sagrado alimento, de la bebida celestial” (S. Matt. IX, 3) “es también el sacramento que entrega la carne y la sangre de Cristo” (La Trinidad, VIII, I5) “ y el sacramento de la divina comunión” (Ps. 68, I7). “¡Han puesto las manos sobre Cristo!” grita a propósito de una profanación de la Sagrada Eucaristía por los herejes (Contra Constancio II). Y enseña ex profeso: “La verdad de la carne y de la sangre de Cristo no permite duda alguna. Por la declaración del Señor mismo, y en virtud de nuestra Fe, es verdaderamente la sangre de Cristo. Y cuando nosotros las recibimos, el efecto producido es que estamos en Cristo, y Cristo está en nosotros” (La Trinidad, VIII, 15-I7). Y luego, “la virtud de ese santo Cuerpo es vivificar a los que lo comen, preparándolos así para la unión con Dios” (Ps. 64, I4. Ps. I27, I0). Además, la Eucaristía es el sacramento de la unidad entre cristianos: “Si verdaderamente el Verbo se hizo carne, y si nosotros recibimos verdaderamente la carne del Verbo en alimento. . . no venimos a ser sino uno solo entre nosotros, así como no venimos a ser sino uno solo con El y con Dios, puesto que el Padre está en Cristo y Cristo está en nosotros” (La Trinidad, VIII, I3-I5).

En fin, la Eucaristía es un sacrificio, sacrificio de alabanza, de expiación y de acción de gracias, de la Nueva Ley, en que la sangre del Cordero Redentor substituye las oblaciones de la Antigua Ley (Ps. 63, I9-26, Ps. II8, XVIII, 8). Aunque la expresión “Sacramento de Penitencia” no figura en los escritos de San Hilario, el poder de ligar y de desligar o, dicho de otra manera, de retener o de perdonar los pecados, fue concedido a los apóstoles de tal suerte que sus sentencias sobre la tierra sean ratificadas en el Cielo (S. Matt. XVIII, 8). “La confesión de los pecados es necesaria si se quiere obtener su perdón” (Ps. II8, III, I9. Ps. I25, I0).

“El poder de ejercer el ministerio devino de la justificación” (Ps. I38, 34), en particular “ el de consagrar y distribuir el plan celestial” (S. Matt. XIV, I0), es transmitido mediante una ordenación reservada al obispo, quien constituye el “sacerdocio” y produce una efusión especial del Espíritu Santo (Los Sínodos, 9I; Ps. 67, I2. Contra Constancio , 27).

Haciéndose eco de las palabras de San Pablo, San Hilario reconoce que el estado del matrimonio es lícito y excelente, pero inferior en dignidad y en mérito a la virginidad (Ps. I8, XIV, 4; I27, 7).

“La Iglesia, fundada por Jesucristo y afirmada por los Apóstoles” (La Trinidad, VII, 4), “es la esposa, la boca y el cuerpo Místico de Cristo” (Ps. I27, 8; Ps. I28, 9-29); y por esta razón conserva la regla invariable e infalible de la Fe. A todas las doctrinas heterodoxas el santo Doctor les responde vigorosamente: “La Fe evangélica y apostólica de la Iglesia ignora eso; la piadosa Fe de la Iglesia condena esto otro” (La Trinidad, VI, 9-I0). Asimismo la seguridad de la perpetuidad, capaz de vencer cuando se la persigue, de brillar cuando se la deshonra, de progresar cuando se la abandona (La Trinidad, VII, 4). Guarda ella una imperturbable unidad: cualquiera que se separe de ella o que sea excluido por ella misma viene a ser un extraño para Cristo (Ps. II8, XVI, 5; Ps. I2I, 5). No por eso es menos universal, abierta a todos los hombres, aunque no todos respondan a su invitación (S. Mt. VII, I0; Ps. 67, 20). Por lo demás, sus miembros son de desigual valor: entre ellos hay una gran proporción de pecadores (S. Mt. XXXIII, 8; Ps. I, 4; Ps. 52, I3).

Los jefes de la Iglesia son los obispos, y sus subalternos los sacerdotes, los diáconos y los clérigos. Sucesores de los Apóstoles, los obispos son los príncipes del pueblo cristiano (Ps. I38, 34) que tienen el cargo de gobernar, de instruir y de edificar (La Trinidad, VII, I). Pero la primacía sobre los demás apóstoles conferida a Pedro en razón de su ardiente Fe se le transmite al Pontífice de Roma sobre todos los obispos de la catolicidad (S. Matt. XVI, 7; La Trinidad, VI, 20, 36-38; Ps. I3I, 4).

Y a la Iglesia de los fieles sobre la tierra está ligada con la Iglesia de los santos en el Cielo (Ps. I32, 6).

En cuanto a los fines últimos, la enseñanza de San Hilario se atiene al sentido más obvio de la Sagrada Escritura.

La muerte es el castigo del pecado: por su desobediencia perdió Adán el privilegio de la inmortalidad que debía transmitir a toda su raza (Ps. 6I, I8; Ps. 62, 6; Ps. I3I, 9). La muerte pone fin al periodo de prueba que constituye la vida terrena: es seguida inmediatamente por un juicio sobre el mérito o la culpabilidad, juicio que decide de la suerte eterna de cada quien (Ps. II, 48; Ps. 57, 5; Ps. I22, II). Como el buen ladrón al que fue prometido el paraíso desde la tarde de su muerte, “los que están en Cristo entran en seguida en el reposo de Dios” (La Trinidad, IX, 34; S. Matt. IV, 7; Ps. 91, 9; Ps. II8, VIII, 7; Ps. I2I, !).

Dicha que no será perfecta sin embargo sino a partir de la resurrección de los cuerpos y de la manifestación gloriosa de la Humanidad de Cristo (La Trinidad, XI, 39; Ps. II8, I2).

“Puesto que toda carne ha sido rescatada de la muerte por Cristo, toda carne resucitará” (Ps. 55, 7). Esto será la reconstitución de los mismos cuerpos que habían sido heridos por la muerte, pero en una estatura perfecta (S. Mat. V, 8-I0; XXIII, 3-4). ¿Cómo suponer que el Creador que formó el cuerpo humano en su origen tendría impedimento para restaurarlo después de su ruina? (S. Matt. X. 20; Ps. 53, 9; Ps. I22, 5).

Resurrección universal, que coincidirá con el segundo Advenimiento de Cristo y será la señal del juicio final (La Trinidad, III, I6; S. Matt. XXVI, I; Ps. II8, XVII, I2). “Siendo rescatada por Cristo toda carne, es forzoso que sea llamada a su tribunal, y que El mismo sea Juez de cuanto haya hecho ella” (La Trinidad, VI, 3I). Juicio simplísimo tanto para los justos como para los impíos reconocidos como tales; la sentencia, recompensa o castigo, se pronuncia, por así decir, de antemano. Juicio que dará lugar a un examen más minucioso y a deliberación respeto de aquellos, más numerosos, cuya vida haya sido un amasijo de virtud y pecado (Ps. I, 5, I6-I7; Ps. 57, 7). Muchos serán salvados “como por el fuego” (Ps. 59, II; Ps. II8, III, 5) . . . ¿el fuego del Purgatorio sin duda?

¡Estado nuevo y definitivo lo mismo para los buenos que para los malvados! Los condenados no serán aniquilados, sino torturados por el fuego inextinguible tanto en el cuerpo como en el alma (S. Mat. IV, I2; Ps. I, I4; Ps. 5I, I9; Ps. 69, 3). Los elegidos serán transfigurados: de corruptibles, bébiles y torpes que eran vendrán a ser inmortales, invulnerables y ágiles como los espíritus (La Trinidad, XI, 43; Ps. II, 42; Ps. 62, 6).

La Iglesia entera, por boca de Pío IX, ratifica el juicio de San Agustín que invoca la autoridad del obispo de Poitiers contra los pelagianos.

“Es un verdadero católico el que habla, un insigne Doctor de las Iglesias, es Hilario quien habla” (Contra Juliano, I, 3, 9).

Aunque no constituyó un cuerpo de doctrina personal, su iniciativa y su mérito han consistido en abrevar abundantemente en los teólogos orientales y occidentales, y en fusionar estas dos corrientes de pensamiento, a fin de enriquecerlas y completarlas una con otra. “Uno de los Padres más difíciles de comprender, se ha dicho, es también uno de los más originales y más profundos”. Y, en todo caso, “el honor y el sostén de la antigua Iglesia de la Galia” (Petau: L’Incarnation, X, 5, I).

BIBLIOGRAFIA

Dom Cellier. Histoire générale des auteurs sacrés et acclésiastiques. Correspondance de Rome: 4e année, I85I, T. I.

R. P. Largent. Traité des mystères (Sources chrétienne, 1947)

P. de Labriole. Histoire de la Littérature latine chrétienne.

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G. Bardy. Un humaniste chrétien. S. Hilaire de Poitiers (Revne d’histoire de Peglise de France, XXVII, 1941).

P. Glorieux. Hilaire et Libère (Mélanges de science religieuse, 1944).

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J. Lecuyer. Le sacerdoce royal des chrétiens selon S. Hilaire de Poitiers. (Anné théologique, V, 1949).

D. T. G., T. VI, col. 2388-2462.

http://www.mercaba.org/DOCTORES/Hilario/san_hilario_3i5__368.htm

Orígenes

Orígenes


Orígenes

Orígenes (185-254) es considerado un Padre de la Iglesia, destacado por su erudición.

Vida  

Hijo de San Leonidas, nació en Alejandría, y fue discípulo de Clemente de Alejandría y de Ammonio Saccas. Orígenes enseñó el cristianismo a paganos y cristianos. Viajó a Palestina en el año 216, tras ser invitado a dar conferencias sobre las escrituras, pues se caracterizaba por su gran erudición, llegando a ser un gran exégeta. En el año 248 escribió ocho libros Contra Celso. En el año 250 fue encarcelado durante las persecuciones emprendidas por el emperador Decio. Fue sometido a tortura durante un año y murió cuatro años después como consecuencia del maltrato sufrido.

Obra conservada 

La obra escrita de Orígenes que ha llegado hasta hoy es más bien escasa. Se encuentra fundamentalmente en citas registradas en crónicas, tratados de otros autores y las traducciones de San Jerónimo, Rufino y Ambrosius Traversarius. No obstante, se conservan Exaplos, los Principios y la Defensa del Cristianismo.En sus libros aseveró que conocía más de veinte versiones de los Evangelios, quejándose por el pésimo estado de conservación de esos documentos y por las malas interpretaciones que hacían aquéllos encargados de escribirlos. En su libro Principios, refiriéndose a estos, dice:

Hay cosas que se nos refieren como si fueran históricas y que jamás han sucedido y que eran imposibles como hechos materiales y otras, aun siendo posibles, tampoco han sucedido.

Contrario a lo que afirman teosofistas como Geddes MacGregor (1978), Orígenes era contrario a la doctrina de la reencarnación. Conocedor del concepto a partir de la filosofía griega, afirma que la transmigración "...es ajena a la Iglesia de Dios, no enseñada por los apóstoles, y no apoyada por las Escrituras" (comentario al Evangelio de Mateo, 13:1:46–53) Las teorías que se plantearon posteriormente sobre sus trabajos fueron motivo de controversias, en especial durante la Edad Media. Fue un afanoso combatiente de las teorías anti-cristianas de Celso. En su Comentario sobre el Evangelio de Juan (libro II, capítulo II ), Orígenes afirma que el Logos (El Verbo de Dios) es theos (dios) sin el artículo definido ("el"), en cambio el Padre es ho theos (el Dios) con artículo. En la Teología de Orígenes el Hijo de Dios es inferior al Padre y puede ser considerado un "segundo Dios" (deuteros theos).

Ya que nosotros que decimos que el mundo visible está bajo el gobierno del que creó todas las cosas, declare así que el Hijo no es más fuerte que el Padre, sino inferior a Él. Y esta creencia que basamos en el refrán de Jesús mismo, «el Padre que me envió es mayor que yo». Y ninguno de nosotros es tan insano para afirmar que el Hijo del hombre es el Señor sobre Dios.

Contra Celso libro VIII, 15
[...] Y aunque podamos llamarlo "segundo" Dios (deuteros Theos), permítanos hacerles saber que por el término "segundo Dios" no queremos decir nada más que una virtud capaz de la inclusión de todas otras virtudes, y una razón capaz de contener toda la razón en absoluto que existe en todas las cosas [...]
Contra Celso Libro V, 39

En esta cita se puede resumir lo que él afirma sobre el Ser de Dios :

Dios «ni siquiera participa del ser»: porque más bien es participado que participa, siendo participado por los que poseen el Espíritu de Dios. Asimismo, nuestro Salvador no participa de la justicia, sino que siendo la Justicia, los que son justos participan de él. Lo que se refiere al ser requiere un largo discurso y no fácilmente comprensible, particularmente lo que se refiere al Ser en su pleno sentido, que es inmóvil e incorpóreo. Habría que investigar si Dios «está más allá del ser en dignidad y en poder» (Plat. Rep. 509b) haciendo participar en el ser a aquellos que lo participan según su Logos, y al mismo Logos, o bien si él mismo es ser, aunque se dice invisible por naturaleza en las palabras que se refieren al Salvador: «El cual es imagen del Dios invisible» (Col 1, 15), donde la palabra «invisible» significa «incorpóreo». Habría que investigar también si el unigénito y primogénito de toda criatura ha de ser llamado ser de los seres, idea de las ideas y principio,mientras que su Padre y Dios está más allá de todo esto.
Contra Celso libro VI, 64

En esta cita se muestra su visión del Espíritu Santo :

Si es verdad que mediante el Verbo «fueron hechas todas las cosas» (cf. Jn 1, 3), ¿hay que decir que el Espíritu Santo también vino a ser mediante el Verbo? Supongo que si uno se apoya en el texto «mediante él fueron hechas todas las cosas» y afirma que el Espíritu es una realidad derivada, se verá forzado a admitir que el Espíritu Santo vino a ser a través del Verbo, siendo el Verbo anterior al Espíritu. Por el contrario, si uno se niega a admitir que el Espíritu Santo haya venido a ser a través de Cristo, se sigue que habrá de decir que el Espíritu es inengendrado... En cuanto a nosotros, estamos persuadidos de que hay realmente tres personas (hypostaseis), Padre, Hijo y Espíritu Santo; y creemos que sólo el Padre es inengendrado; y proponemos como proposición más verdadera y piadosa que todas las cosas vinieron a existir a través del Verbo, y que de todas ellas el Espíritu Santo es la de dignidad máxima,siendo la primera de todas las cosas que han recibido existencia de Dios a través de Jesucristo. Y tal vez es ésta la razón por la que el Espíritu Santo no recibe la apelación de Hijo de Dios: sólo el Hijo unigénito es hijo por naturaleza y origen, mientras que el Espíritu seguramente depende de él, recibiendo de su persona no sólo el ser' sino la sabiduría, la racionalidad, la justicia y todas las otras propiedades que hemos de suponer que posee al participar en las funciones del Hijo [...]
Comentario en Juan libro II, 10

Las enseñanzas de Orígenes contienen muchas especulaciones sobre temas en que la Iglesia Católica Romana de su época no se había definido. Algunas de sus ideas especulativas, como la apocatástasis, fueron consideradas erróneas a la luz del desarrollo posterior de la doctrina católica, que a su vez ha aceptado la validez del resto de sus enseñanzas.

Véase también 

Enlaces externos 

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sábado, 23 de agosto de 2008

Arthur Compton

Arthur Compton

Arthur Holly Compton (n. Wooster, Ohio, 10 de septiembre de 1892 - † Berkeley, California, 15 de marzo de 1962) fue un físico estadounidense galardonado con el Premio Nobel de Física en 1927.

Biografía

Ver
Arthur Compton

Conferencia Solvay de 1927. Podemos observar a Arhtur Holly Compton el cuarto de la segunda fila comenzando por la derecha, sentado justo detrás de Albert Einstein
Conferencia Solvay de 1927. Podemos observar a Arhtur Holly Compton el cuarto de la segunda fila comenzando por la derecha, sentado justo detrás de Albert Einstein

Compton nació en Wooster (Ohio) y estudió en el Wooster College y en la Universidad de Princeton. En 1923 fue profesor de física en la Universidad de Chicago. Durante su estancia en esta universidad, Compton dirigió el laboratorio en el que se produjo la primera reacción nuclearProyecto Manhattan, la investigación que desarrolló la primera bomba atómica. en cadena, lo que provocó que tuviera un papel relevante en el

Desde 1945 hasta 1953 Compton fue rector de la Universidad de Washington y después de 1954Filosofía Natural.

Investigaciones científicas

Sus estudios de los rayos X le llevaron a descubrir en 1922 el denominado efecto Compton. El efecto Compton es el cambio de longitud de onda de la radiación electromagnética de alta energía al ser difundida por los electrones. El descubrimiento de este efecto confirmó que la radiación electromagnética tiene propiedades tanto de onda como de partículas, un principio central de la teoría cuántica.

Por su descubrimiento del efecto Compton y por su investigación de los rayos cósmicos y de la reflexión, la polarización y los espectros de los rayos X compartió el Premio Nobel de Física de 1927 con el físico británico Charles Wilson.

Reconocimientos

En su honor, así como en el de su hermano Karl Taylor Compton, se bautizó al cráter Compton de la Luna así como el asteroide (52337) Compton, descubierto el 2 de septiembre de 1992 por Freimut Börngen y Lutz D. Schmadel.

Véase también

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