lunes, 7 de abril de 2008

El matrimonio

El matrimonio (I)

Enric Capó, España

El matrimonio es un contrato civil entre dos personas por el cual se comprometen a vivir juntas y compartirlo todo durante un período de tiempo indeterminado. El Estado registra este contrato y se compromete a protegerlo. Lo hace especialmente para defender los derechos de la parte más débil y, sobre todo, de los niños –si los hay- que surjan de esta unión. El Estado admite la posibilidad que siempre tienen los contrayentes de deshacer este contrato. Se puede hacer de mutuo acuerdo o a petición de una de las partes, pero requiriéndose siempre sentencia judicial. Existe, pues, en España la posibilidad del divorcio. La ley establece los cauces y los trámites a realizar para la obtención del divorcio que anula el matrimonio anterior – tanto si ha sido civil como religioso- y permite a los cónyuges contraer uno nuevo.

Hay que enfatizar el hecho de que el matrimonio es cosa de dos personas. Es decir, no hay una tercera persona que los case. Son ellos, y sólo ellos, los que contraen matrimonio. Esto lo hacen delante del juez o de persona legalmente autorizada que actúa como testigo o como notario para registrar este contrato, que tiene validez hasta la muerte de uno de los cónyuges o hasta su disolución.

El matrimonio es, pues, en primer lugar, un acto civil, no religioso. La participación de la Iglesia –si la hay- ha de ser siempre marginal y se ha de situar en el marco de la fe, de la enseñanza evangélica y la preocupación pastoral por los creyentes. Lo que sucede es que la Iglesia Católica ha convertido el matrimonio en un sacramento y lo ha establecido como la única forma válida para sus fieles. Ha establecido, además, que se trata de una unión indisoluble entre un hombre y una mujer que sólo la muerte –o su declaración de nulidad por la alta jerarquía de la Iglesia- lo disuelve. El Estado, de alguna forma, ha dado validez a esta pretensión de la Iglesia Católica de ser ella la que case a los contrayentes y permite que los sacerdotes actúen como jueces en el acto matrimonial. El acto religioso, entonces, tiene plena validez jurídica. Queda, sin embargo, claro que lo importante es el registro legal del matrimonio celebrado.

De este trato dado a la Iglesia Católica, el Estado, en su afán de no discriminar por motivos religiosos, ha concedido a los protestantes que también sus ministros puedan actuar como jueces en el acto matrimonial, lo que ha sido gozosamente aceptado por casi todos los pastores protestantes de las diferentes denominaciones del país, sin tener en cuenta ni preguntarse si era propio hacerlo. Ahora tenemos una práctica matrimonial que se aviene muy poco con nuestra teología evangélica y la separación que ha de existir entre el Estado y la Iglesia. En la práctica actual, el pastor protestante que realiza una boda en el templo actúa, de alguna forma, como funcionario del Estado, aunque sin sueldo. Parece que tenemos este “privilegio” gracias a la FEREDE que, junto a aciertos innegables en su gestión ante el Estado, nos ha involucrado en cuestiones muy difíciles de justificar teológicamente.

Ahora bien, si lo válido en el matrimonio es el acto civil, ¿qué sentido tiene el matrimonio celebrado en la iglesia como hemos hecho desde siempre? Evidentemente, su importancia no radica en los efectos legales que pueda tener –y no debería tener- sino en el hecho de que la pareja cristiana, ante un nuevo período muy importante de su vida, busca y pide la bendición de Dios. Al solemnizar su casamiento en la Iglesia, su compromiso tiene a Dios como testigo de excepción y reconoce su soberanía para el día a día de la nueva familia que ha sido creada. Si, hablado propiamente, no existe un casamiento cristiano, sí existe una familia cristiana. Es aquella en la que los padres y los hijos tienen a Dios como punto principal de referencia.

Sobre la crisis del matrimonio y de la familia en España, hablaremos en una próxima ocasión.

Enric Capó

El matrimonio (II)

Las estadísticas nos dicen que en España hay alrededor de 170.000 divorcios al año, o sea, unos 15.000 al mes, 475 al día. En el año 2007 ha habido un crecimiento de alrededor del 21 %, lo que nos sitúa en uno de los primeros lugares en la estadística mundial. Somos de las sociedades más divorcistas del mundo. Algunos atribuyen este crecimiento espectacular de los divorcios en el país a la ley 15/2005, de 8 de julio, llamada la ley del divorcio “Express”, por la cual se puede solicitar un divorcio a los 3 meses de la celebración del matrimonio y reduce tanto los trámites, que una pareja puede divorciarse en un tiempo inferior a los 6 meses, menos de la mitad del tiempo que se precisaba con la legislación anterior.

Es posible que esta ley Express haya influido en el incremento del número de divorcios, al acortar un período de reflexión que debería existir antes de romper vínculos tan fundamentales como el matrimonio. No se trata de un contrato de compra-venta que puede ser modificado a voluntad de los que lo contraen. Se trata de una institución que no sólo afecta a los contrayentes, sino también a la sociedad, al menos en la medida en que afecta profundamente a los hijos. Sin embargo, a pesar de los inconvenientes de una separación rápida y fácil, es bueno que la ley exista. La política de puertas cerradas no da nunca buenos resultados. Oprime a las personas, las discrimina y finalmente no evita los males que pretende remediar. Un efecto de la introducción del divorcio en España fue que aumentaron los divorcios, pero hay que tener en cuenta que disminuyeron también considerablemente las antiguas separaciones que lo único que conseguían era hacer imposible un nuevo matrimonio, pero la rotura de la pareja no se evitaba.

Nosotros los protestantes, que hemos conocido muy de cerca la política de puertas cerradas bajo el régimen de Franco, sabemos por experiencia los males que conlleva. Por lo que hace al matrimonio, llegó un momento en que, los que habían recibido el bautismo en la iglesia católica, no tenían ninguna opción a casarse legalmente. Por todas partes tenían las puertas cerradas. No podían contraer matrimonio civil porque eran católicos por bautismo y no podían contraer matrimonio canónico porque habían apostatado de su fe católica. Y, como ésta, durante la dictadura franquista, inspirada por el nacional catolicismo, ¡cuántas otras puertas estuvieron cerradas! ¡Cuántas libertades cercenadas!

A pesar de todo esto, no creemos en el divorcio. El ideal cristiano, y creemos que también debería ser el ideal de la sociedad, es el del matrimonio, no indisoluble, sino duradero “hasta que la muerte nos separe”. Un matrimonio indisoluble es un matrimonio con puertas cerradas, que le impiden tomar cualquier otra decisión. Un matrimonio duradero es aquel que, teniendo todas las puertas abiertas, no las traspasa. La terrible crisis por la que pasa actualmente el matrimonio, no va a resolverse cerrando puertas, como ha sido la consigna continua del nacional catolicismo que hemos padecido en este país. La permanencia del matrimonio sólo puede abordarse de forma positiva, a partir de restablecer ilusiones y esperanzas. Se trata de afrontar la vida con realismo y sentido de responsabilidad. Enfatizar objetivos participativos. La crisis del matrimonio no es única. Forma parte de una crisis de valores que nos afecta a todos profundamente. Hemos caído en la trampa del hedonismo, buscando sólo lo personal, disfrutar de la “asignatura pendiente”, con actitudes y reacciones de puro egoísmo. No es sólo el matrimonio que está enfermo, lo está toda la sociedad en la que estamos incluidos -¿cómo no?- los cristianos. Y es por ahí por donde deberíamos empezar.

Para el matrimonio no hay soluciones fáciles. Es tan grave la situación que a veces nos preguntamos si deberíamos finalmente abandonarlo a su suerte y buscar nuevos caminos. Pero ¿dónde encontrarlos? El divorcio trata de ser una salida, y pueda que lo sea para algunos, cuya situación matrimonial era insoportable. En estos casos, debiéramos abrir las puertas y aceptar abiertamente la decisión de la pareja. Pero, como norma, hacer del matrimonio un período de convivencia y cohabitación temporal, no parece que nos va a dar buenos resultados. Todo lo contrario. Habremos perdido algo que es esencial en la vida, la prioridad de la familia, el amor mutuo –que no es enamoramiento- y el sentido de solidaridad “en salud y en enfermedad, en riqueza y en pobreza”, como decimos en la liturgia de bendición matrimonial. Perder esto es empezar un camino insolidario en el que se disolverá la familia y la sociedad.

¿Hay otros caminos? La tarea de todos es tratar de encontrarlos en el marco de la sociedad y en el de la fe.

Enric Capó


Fuentes:

El matrimonio (I)
El matrimonio (II)

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