jueves, 10 de abril de 2008

Justino Mártir

Justino Mártir

Justino Mártir
JUSTINO MÁRTIR (100 – 165)

San Justino Mártir (c. 100/114 - 162/168) fue uno de los primeros apologistas cristianos.

Biografía

Nació en la ciudad de Flavia Neapolis (actual Nablús, en Palestina; llamada Siquem en el Antiguo Testamento). Aunque afirma ser samaritano, es probable que fuese griego o romano y que hubiese sido educado en el paganismo. En su Diálogo con Trifón cuenta que estudió filosofía con diferentes maestros que por una u otra razón le decepcionaron y, tras convertirse al cristianismo, dedicó el resto de su vida a difundir lo que él consideraba la verdadera filosofía. Parece ser que viajó bastante, y que al final de su vida se instaló en Roma, donde fundó el Didascáleo romano, una escuela de filosofía cristiana. Sufrió martirio en la capital del Imperio durante el reinado de Marco Aurelio, siendo Rústico prefecto de la ciudad (entre 162 y 168).

Obras

La primera mención de Justino se encuentra en la Oratio ad Graecos de Taciano, quien lo llama "el muy admirable Justino", cita una frase suya e informa de que el cínico Crescencio lo denunció a las autoridades. Ireneo (Haer. I., xxviii. 1) habla de su martirio y explica que Taciano fue su discípulo, le cita en dos ocasiones (IV., vi. 2, V., xxvi. 2) y muestra su influencia en otros lugares. Tertuliano, en su Adversus Valentinianos, lo llama filósofo y mártir, y el primer antagonista de los herejes. Hipólito de Roma y Metodio de Olympus también lo mencionan y lo citan. Eusebio de Cesarea lo trata con cierta extensión en su Historia eclesiástica (iv. 18), y le atribuye las siguientes obras:

  1. La Primera Apología de Justino Mártir, dirigida a Antonino Pío, a sus hijos, y el Senado Romano;
  2. una Segunda Apología dirigida al Senado Romano;
  3. el Discurso a los griegos, una discusión con filósofos griegos acerca de la naturaleza de sus dioses;
  4. una Exhortación dirigida a los griegos;
  5. un tratado Sobre la soberanía de Dios;
  6. una obra titulada El salmista;
  7. un tratado Sobre el alma; y
  8. el Diálogo con Trifón.

Su visión del Logos

La idea del Logos siempre le llamaba la atención a Justino. Es demasiado asumir una unión directa con Filón de Alejandria, en este detalle. La idea del Logos era extensamente familiar a hombres cultos, y la designación del Hijo de Dios como Logos no era nueva a la teología cristiana. El significado está claro, sin embargo, la manera en la cual Justino identifica al Cristo histórico con la fuerza racional vigente en el universo, que conduce hasta la reclamación de toda la verdad y virtud para los Cristianos y a la demostración de la veneración de Cristo, que despertó tanta oposición, como la única actitud razonable. Es principalmente para esta justificación de la veneración de Cristo que Justino emplea la Idea del Logos.

Justino ve al Logos de Dios como un Dios engendrado:

El Logos de la Sabiduría, quien es este mismo Dios engendrado
del Padre de todo, Logos, Sabiduría, Poder, y gloria del Engendrador.

(o logoV thV sofiaV, autoV wn outoV o qeoV apo tou patroV twn
olwn gennhqeiV, kai logoV, kai sofia, kai dunamiV, kai doxa
tou gennhsantoV uparcwn) (Diálogo con Trifón LXI)

Considera al Logos un Dios subordinado a Dios, manifestando un claro subordinacionismo:

 Yo te persuadiré, desde que tú has entendido las Escrituras,
(de la verdad), de que hay, y se dice que existe, otro
Dios y Señor subordinado al Hacedor de todo; quien es llamado
Angel, porque Él anuncia a los hombres cualquier cosa que el
Hacedor de todo, sobre quien no hay otro Dios, desea decirles
a ellos.
A legw peirasomai umaV peisai, nohsantaV taV grafaV, oti esti
kai legetai qeoV kai kurioV eteroV upo ton poihthn twn olwn,
oV kai aggeloV kaleitai, dia to aggellein toiV anqrwpoiV
osaper bouletai autoiV aggeilai o twn olwn poihthV, uper
on alloV qeoV ouk esti
(Diálogo con Trifón LVI)

El siguiente pasaje es motivo de controversia y de interpretación, para entender cuál es el sentido, en el cual, Justino considera a los ángeles semejantes a Cristo y dignos de ser también homenajeados([1]) :

Nosotros confesamos que somos ateos en lo que se refiere a los dioses,
pero no con respecto al más grande verdadero Dios, el Padre de la
Justicia y la temperanza y de otras virtudes, quien es libre de toda
impureza. Pero Él y el Hijo quien proviene de Él y nos enseñó estas
cosas y a la hueste de los otros ángeles buenos que le siguen y que son
similares a él, y al Espíritu profético, nosotros veneramos y rendimos
homenaje.

enqende kai aqeoi keklhmeqa. kai omologoumen twn
toioutwn nomizomenwn qewn aqeoi einai, all ouci tou alhqestatou
kai patroV dikaiosunhV kai swfrosunhV kai twn allwn aretwn, anepimiktou
te kakiaV qeou all ekeinon te, kai ton par autou uion elqonta kai
didaxanta hmaV tauta, kai ton twn allwn epomenwn kai exomoioumenwn agaqwn
aggelwn straton, pneuma te to profhtikon sebomeqa kai proskunoumen.
(Primera Apología VI)
Como filósofo cristiano, apologista, incansable sembrador de la palabra y mártir, Justino ocupa un lugar prominente entre los cristianos del segundo  siglo.


Nació de padres paganos en la antigua Siquem de Samaria, en los días cuando el último apóstol entraba en el reposo de los santos. Desde muy temprano empezó a mostrar una sed insaciable de verdad, y su afán por hallarla ha hecho que se le compare al mercader de la parábola de la perla de gran precio. Las creencias populares de las religiones dominantes le causaban disgusto, comprendiendo que eran sólo invenciones de hombres supersticiosos o interesados, que sólo podían satisfacer a los espíritus indiferentes. Buscó entonces la verdad en las escuelas de los filósofos, conversando con aquellos que demos­traban poseer ideas más sublimes que las que alimentaban a las multitudes extraviadas. Miraba a todos lados buscando el faro que podría guiarle al anhelado puerto de la sabiduría. Golpeaba a las puertas de todas las escuelas filosóficas. Hoy lo hallamos en contacto con un sabio y mañana con otro, "pero sólo podían hablarle de un Creador que gobierna y dirige las cosas grandes del Universo, pero según ellos, es indiferente a las necesidades individuales del hombre. De la escuela de los estoicos pasa a la de Pitágoras, pero siempre se halla envuelto en la niebla de vanas especulaciones, sin hallar en la filosofía aquella luz que su alma anhela. Viaja incesantemente de país en país, buscando los mejores frutos del saber humano. Ora está en Roma, ora en Atenas, ora en Alejandría, pero en busca de la misma cosa, siempre deseando conocer la verdad y tener luz sobre los insondables problemas que surgen ante el universo, la vida, la muerte y la eternidad. Por fin creyó haber llegado a la meta de sus peregrinaciones abrazando las enseñanzas de Platón, por medio de las cuales llegó a entrever las sublimidades de un Dios personal. Estaba en los umbrales, pero la puerta continuaba cerrada desoyendo sus clamores. El Dios de Platón no era tampoco el que podía satisfacer a un hombre que tenía hambre y sed de justicia. Su alma no podía alimentarse con áridos silogismos y vanas disputas de palabras. Tenía, pues, que seguir buscando lo que su alma necesitaba. Era Dios que guiaba a su futuro siervo por la senda de la sabiduría humana para que se diese cuenta de que en ella no reside la suprema bendición de Dios.

El poderoso testimonio que los cristianos daban en sus días le impresionó mucho, y al verles morir tan valientemente por su fe, se puso a pensar si no serían ellos los poseedores de la
bendición que él buscaba. No le era posible creer que aquel sublime martirologio, aquellas fervientes plegarias frente a la muerte, aquella activa y desinteresada propaganda de su fe, fuese obra de fanáticos y mucho menos de personas malas, como el vulgo se lo figuraba. Alguna fuerza divina, algún poder para él desconocido, alguna causa por él ignorada, en fin, un algo tenía que haber, que infundiese tan dulces esperanzas, que crease tanto heroísmo, y que diese animación y vida al movi­miento que no habían podido detener las espadas inclementes de los Césares, ni las fieras salvajes del anfiteatro.

Caminando un día, pensativo, por las orillas del mar, vestido con su toga de filósofo, encontró a un anciano venerable, que le impresionó por su imponente aspecto y por la bondad de su carácter. Reconociendo en el manto que Justino era uno de los que buscan la verdad, aquel anciano se le acercó procurando entablar conversación. Era un cristiano que andaba buscando la oportunidad de cumplir con el mandato del Maestro de llevar el evangelio a toda criatura. Ni bien empezó a hablarle logró tocar la cuerda más sensible del corazón de Justino. Le dijo que la filosofía promete lo que no puede dar. Entonces le habló de las sagradas Escrituras, que encierran todo el consejo de Dios, y le indicó la conveniencia de leerlas atentamente, añadiendo: "ruega a Dios que abra tu corazón para ver la luz, -porque sin la voluntad de Dios y de su hijo Jesucristo, ningún hombre alcanzará la verdad". El corazón de Justino ardía dentro de él al oír las palabras tan a punto de su interlocutor.

Fue entonces cuando se decidió a estudiar asiduamente las Escrituras del Antiguo Testamento. Las profecías le llenaron de admiración. La manera como éstas se cumplieron, le convenció de que aquellos hombres que las escribieron habían sido inspirados por Dios. Los Evangelios lo pusieron en contacto con aquel que pudo decir: "Yo soy el camino, y la verdad, y la vida". Pudo oír las palabras de aquel que habló como ningún otro habló, conocer los hechos de aquel que obró como ningún otro obró, y leer la vida del que vivió como ningún otro vivió. Las Escrituras le guiaron a Cristo, en quien halló la verdadera filosofía, y desde ese momento, Justino aparece militando entre los despreciados discípulos del que murió en una cruz.

En aquellos tiempos no se conocía la distinción moderna de clérigos y legos. No había una clase determinada de cristianos que monopolizase la predicación. Todos los que tenían el don lo hacían indistintamente, ya fuesen o no, obispos de la congregación. Justino, pues, sin abandonar la toga de filósofo que le daba acceso a los paganos, se consagró a predicar la verdad, no ya como uno que la buscaba sino como uno que la poseía. No cesaba de trabajar para que muchos viniesen al conocimiento del evangelio, pues creía que el que conoce la verdad y no hace a otros participantes de ella, será juzgado severamente por Dios. Toda su carrera, desde su conversión a su martirio, estuvo en armonía con esta creencia. Día tras día se le podía ver en las plazas, rodeado de grupos de personas que le escuchaban ansiosos. Los que pasaban se sentían atraídos por su toga, y después de la corriente salutación: "salve, filósofo", se quedaban a escucharle. Cumplía así el dicho de Salomón acerca de la Sabiduría: "En las alturas, junto al camino, a las encrucijadas de las veredas se para, a la entrada de las puertas da voces". Así era uno de los instrumentos poderosos en las manos del Señor, para hacer llegar a las multitudes el conocimiento del evangelio.

Como escritor, Justino puede ser considerado uno de los más notables de los tiempos primitivos del cristianismo. Algunas de sus obras han llegado hasta nosotros. Refiriéndose a sus escritos, dice el profesor escocés James Orr: "El mayor de los apologistas de este período, cuyos trabajos aún se conservan, es Justino Mártir. De él poseemos dos Apologías dirigidas a Antonio Pío y al Senado Romano (año 150), y el Diálogo con Trifón, un judío, escrito algo más tarde. La primera Apología de Justino es una pieza argumentativa concebida noblemente, y admirablemente presentada. Consta de tres partes — la primera refuta los cargos hechos contra los cristianos; la segunda prueba la verdad de la religión cristiana, principalmente por medio de las profecías; la tercera explica la naturaleza del culto cristiano. La segunda Apología fue motivada por un vergonzoso caso de persecución bajo Urbico, el prefecto. El diálogo
con Trifón es el relato de una larga discusión en Efeso, con un judío liberal, y hace frente a las objeciones que hace al cristianismo".

Los escritos de Justino tienen el mérito de revelarnos cuáles eran las creencias y costumbres de aquella época.
Refiriéndose al poder regenerador del evangelio, dice: "Podemos señalar a muchos entre nosotros, que de hombres violentos y tiranos, fueron cambiados por un poder victorioso". "Yo hallé en la doctrina de Cristo la única filosofía segura y saludable, porque tiene en sí el poder de encaminar a los que se apartan de la senda recua y es dulce la porción que tienen aquellos que la practican. Que la doctrina es más dulce que la miel, es evidente por el hecho de que los que son formados en ella, no niegan el nombre del Maestro aunque tengan que morir". "Nosotros que antes seguíamos artes mágicas, nos dedicamos al bien y al único Dios; que teníamos como la mejor cosa la adquisición de riquezas y posesiones, ahora tenemos todas las cosas en común, y comunicamos mutuamente en las necesidades; que nos odiábamos y destruíamos el uno al otro, y que a causa de las costumbres diferentes, no nos sentábamos junto al mismo fuego con personas de otras tribus, ahora, desde que vino Cristo, vivimos familiarmente con ellos, y oramos por nuestros enemigos, y procuramos persuadir a los que nos abo­rrecen injustamente, para que vivan conforme a los buenos preceptos de Cristo, a fin de que juntamente con nosotros, sean hechos participantes de la misma gozosa esperanza del galardón de Dios, ordenador de todo''.

Sobre el culto cristiano en aquella época dice: "El día llamado del sol, todos los que viven en las ciudades o en el campo, se juntan en un lugar y se leen las Memorias de los após­toles o los escritos de los profetas, tanto como el tiempo lo permite; entonces el que preside, enseña y exhorta a imitar estas buenas cosas. Luego nos levantamos juntos y oramos (en otro pasaje menciona también el canto); traen pan, vino y agua, y el que preside ofrece oraciones y acciones de gracias según su don, y el pueblo dice amén". "Nos reunimos en el día del sol, porque es el día cuando Dios creó el mundo, y Jesucristo resucitó de entre los muertos".

Vemos que el culto no era ritualista ni ceremonioso, sino que consistía en la lectura de las Escrituras, la explicación de la misma, las oraciones, el canto y la participación de la cena bajo dos especies, y que tenía lugar, principalmente, el primer día de la semana.

Refiriéndose a la beneficencia cristiana, dice: "Los ricos entre nosotros ayudan a los necesitados; cada uno da lo que cree justo; y lo que se colecta es puesto aparte por el que preside, quien alivia a los huérfanos y a las viudas y a los que están enfermos o necesitados; o a los que están presos o son forasteros entre nosotros; en una palabra, cuida de los necesitados".

La actividad de Justino no pudo menos que despertar el odio de los adversarios. Un filósofo contrario a sus ideas deseando deshacerse de él, denunció que era cristiano, y junto con seis hermanos más, tuvo que comparecer ante las autoridades. Allí confesó abiertamente su fe en Cristo, no temiendo la ira de sus adversarios, y fue condenado a muerte. Un estoico, burlándose, le preguntó si suponía que después que le hubiesen cortado la cabeza iría al cielo. Justino le contestó que no lo suponía sino que estaba seguro. La decapitación de Justino y sus compañeros ocurrió probablemente en el año 167, siendo emperador Marco Aurelio.

Bibliografía

  • DANIEL RUIZ BUENO: Padres apologetas griegos. Ed. Biblioteca de autores cristianos. Madrid 1954. ISBN 8422001470
  • EUSEBIO DE CESAREA: Historia Eclesiástica (IV, 16-18). Ed. Biblioteca de autores cristianos. Madrid 1973. ISBN 842200657X

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