TÚ ERES EL SALVADOR DEL MUNDO
1. NECESIDAD DE LA SALVACIÓN.
La fe cristiana enseña también que el hombre no puede salvarse por sí solo.
El contacto con Dios, nuestro fundamento, ha sido roto por el pecado, y nosotros, sin Dios, no podemos restablecerlo. He ahí la segunda gran característica de redención: el hombre solo no es la medida de nues tra redención, como enseñan el humanismo y el marxismo. Ni uno ni otro pueden liberarnos de ser simples hombres (en estado de evolución). Pero Jesús nos levanta por encima de nuestra impotencia mediante el don de su Espíritu, que contiene un nuevo nacimiento: victoria sobre el pecado, vida con Dios y liberación de la muerte.
Esta acción de Dios no nos condena a renunciar a nuestra responsabilidad, ni a la tarea de nuestro desenvolvimiento. Al contrario, Dios nos redime para que despleguemos nuestra propia actividad, bondad y amor; para vencer el pecado, el mal y la miseria con todos los medios de nuestra disposición. Nuestro Dios no admite fatalismo. No hay que admitir resignadamente el pecado ni la miseria como una fatalidad, o respetarlos como voluntad de Dios. ¡No! La voluntad de Dioses precisamente que los venzamos. Esta es la tarea que confía a la humanidad en su marcha a través de la historia.
El cristianismo no está llamado a interesarse por el desenvolvimiento terreno en grado menor que el humanista o el marxista. El amor que aprende de Jesús y el convencimiento de que toda bondad viene de Dios son las razones por las que el cristiano se siente en la tierra, a fin de cuentas, en su casa más que otro cualquiera. El cristiano lucha contra las miserias de la vida con todo lo que tiene a mano.
Sin embargo, hay momentos críticos en que el progreso resulta una amarga ironía. Ante quien tiene delante a su niño muerto en accidente de tráfico, es cruel hablar del progreso de la humanidad. Su hijo no existe. Sabemos también cuánta cizaña de necedad, mal y miserias de distintas clases (alteraciones nerviosas y psíquicas) puede crecer mezclada con el buen trigo del auténtico progreso. Hay pecado y sufrimiento al que no puede llegar el hombre con toda su energía ni con el más bello progreso. ¿Nos redime también de esta fatalidad el mensaje de Jesús?
La respuesta fue dada con una palabra que, según vimos, es la primera y más antigua del cristianismo. Jesús llevó a cabo algo que no hicieron ni Buda, ni Mahoma, ni Marx ni otro alguno; resucitó de entre los muertos. El pecado y la muerte han sido vencidos. El niño muerto vivirá, no absorbido por el océano del universo, sino con vida y amor propios suyos, unido con Dios y con los hombres.
Sin la resurrección nuestra fe no tiene sentido; sin la resurrección seríamos los más miserables de los hombres, embusteros precisamente en lo que más importa. La resurrección de Jesús quiere decir que lo empezado en la tierra se acabará en la gloria.
3. ¿CÓMO RECIBIMOS LA SALVACIÓN?
Cristo nos llama a convertirnos. "Yo no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores a penitencia" (Lc. 5, 32). Su mensaje, la Buena Nueva de Salvación se dirige a todos los hombres. Todos estamos invitados a volvernos hacia Dios y a adherirnos al Cristo Salvador "que tiene poder de perdonar los pecados" (Mt. 9, 6)
La conversión es un cambio del corazón. Es una actitud filial por la cual nos colocamos frente a Dios como niños pequeños
(Mt.18, 3). Es una actitud de confianza que nos hace decirle a Dios: "Oh Dios, sé propicio conmigo, pecador" (Lc. 18, 13). Es el esfuerzo perseverante de la actuación del Evangelio en nuestra vida.
La conversión es la respuesta a la llamada de Dios. Dios es quien nos invita a convertirnos, nos propone su amor y espera nuestra respuesta. Somos libres de rechazar este amor. Convertirse es decirle "sí" a Dios. Es corresponder a su amor con el nuestro. Es disponernos a amarlo con todas nuestras fuerzas, nuestra alma, nuestro corazón. Jesús dijo: "En el cielo será mayor la alegría por un pecador que haga penitencia que por noventa y nueve justos que no necesitan de ella" (Lc. 15, 7, 10)
Intentamos sin cesar llegar a la conversión. No es fácil adherirnos a Cristo con todo nuestro ser. En realidad seguimos siendo débiles y pecadores. Muchos obstáculos en nosotros mismos o nuestro alrededor: tratar de frenar, de retardar, de comprometer y poner en duda nuestra fidelidad a Cristo, nuestro progreso hacia la santidad. El amor al dinero, la lujuria, el orgullo, el odio, la violencia, la mentira, la injusticia se unen para turbar nuestro corazón y alejarnos de Dios y de su Amor. Es necesario luchar sin descanso contra el "otro yo" que duerme en nosotros y que sólo espera la ocasión de despertar. Eso es hacer penitencia.
Convertirse. Es responder a la llamada de Dios que nos ama y nos tiende sus brazos.
Hacer penitencia. Es luchar contra el egoísmo, la fuerza, la impureza, todo aquello que en nosotros obstaculiza al Amor de Dios.
Convertirse. Es "volverse hacia Dios" para corresponder mejor a su amor.
Hacer penitencia. Es esforzarse en llegar a ser "perfecto" como nuestro Padre del Cielo es perfecto.
Durante el invierno tanto el árbol frondoso como el seco son despojados de sus hojas, de sus frutos. Pero la primavera lleva a cabo, a su llegada, una discriminación entre estos árboles. La raíz viva hace retoñar las hojas y el árbol se carga de frutos. El árbol seco permanece igual que en invierno. Así, mientras para uno de ellos se prepara el almacén de los frutos, para el otro se afila el hacha, para cortarlo y quemarlo.
Nuestra primavera es la llegada de Cristo. Nuestro invierno es Cristo escondido. Nuestra primavera es Cristo manifestado.
Basado en esta idea el apóstol se dirigía a los árboles buenos y fieles: "Vosotros estabais muertos y vuestras vidas estaban ocultas con Cristo en Dios".
No muertos verdaderamente, sino en apariencia: vivos en la raíz. • '' Observa ahora la primavera que llega, como explica a continuación "En cuanto Cristo, vuestra vida, llegue, entonces apareceréis vosotros también con El en su Gloria" (Col. 3, 3 - 4).
San Agustín.
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