viernes, 28 de marzo de 2008

CONSECUENCIAS DE LA IDEA DE LA MUERTE DE DIOS EN EL PENSAMIENTO CONTEMPORÁNEO

Author: José Manuel Orozco

I

Hegel no pensó en un Dios creador y mucho menos lo identificó con una idea práctica que conviene al hombre según sus fines o los fines de la comunidad. Para Hegel Dios es también el todo, la totalidad de lo que Es y es Universo: en ese sentido Dios es la Sustancia que se agota en la totalidad de todas las cosas; es a lo que llamamos Universo. Pero ese Dios no se conoce a sí mismo. Es un Ser en sí -dice Hegel- porque es la totalidad que se desconoce y carece por lo mismo de un saber de su sustancialidad. En esos términos, la Sustancia divina aparece como un en sí que demanda autoconocimiento. Debe conocerse a sí misma en un proceso que conduzca del en sí al para sí: de lo que es ahí y en sí, como Cosa-Universo, a lo que es para sí mismo como Universo que se conoce a sí mismo. Entonces imagina Hegel que la Sustancia se hace historia, mediación, tiempo y conciencia; se vuelve humana y a través de los períodos pasa por Grecia, Roma, la Edad Media, el Renacimiento y la Ilustración hasta llegar al propio Hegel que habla de Dios. Así, la Sustancia se hace historia y transita por todos sus períodos para llegar a Hegel (Alemania 1806) donde Hegel habla de la Sustancia que se ha movido para llegar al propio Hegel: al hablar éste de Dios es Dios quien habla de sí mismo a través de Hegel; por tanto, Hegel es conciencia de Dios. Cada pueblo ha configurado su espíritu subjetivo (su arte y su psicología), su espíritu objetivo (su derecho y su política; su ética y su religión) hasta devenir espíritu absoluto (Hegel) donde la totalidad se totaliza, la Sustancia se conoce, o, si se prefiere, donde Dios habla de sí mismo. La Idea de Dios se origina en la necesidad que tiene un Dios mismo de conocerse por medio del hombre; y no en la necesidad del hombre por conocer a Dios. Estamos ya muy lejos de lo judeo cristiano. Dios padre se vuelca en la historia (su Hijo) para conocerse en Hegel (Espíritu Santo).

II

Como heredero de ese pensamiento hegeliano, pero centrado en la Voluntad, Schopenhauer propuso en pleno siglo XIX, que Dios no es sino una mala Idea del espíritu negador de la Vida. Sólo hay Vida y ésta es la Voluntad que se oculta tras los fenómenos aparentes del mundo que, como un velo de Maya, esconde o emboza a la Vida misma. Tras la semilla que hace brotar un tallo y una flor; tras el feto que estalla en bebé, en adulto, en viejo y en muerto; tras los movimientos astrales, la pluma del escritor o el pincel del pintor, tras todo lo que peregrina como individuación, lógica y orden cósmico, se expresa un impulso vital que es la Voluntad. Pero la Voluntad no se expresa sino como deseo, el deseo que transparece en todas las cosas por llegar a ser algo a lo que apuntan. Es el deseo de la semilla por ser flor, del feto por ser adulto y luego viejo, o del pincel por ser cuadro. Es dice Schopenhauer- una pulsión que empuja cada fenómeno a desear una modalidad superior a la que apunta sólo para apuntar de nuevo a otra modalidad, sin reposo. Y por tanto, la trama de la Vida aparece como Deseo renovado que nunca se colma; como penosa y fatigante búsqueda de unidad en la persecución insatisfecha. Así, nuestra vida será también dolor y miseria, cansancio y melancolía porque no podemos expresar a la Voluntad Deseante como individuos que pulsionan aspirando al goce sin hallarlo, renovando sus proyectos, repitiendo el esquema de la afanosa demanda de satisfacción amando, comprando, jugando, viajando, haciendo amigos; pero -dice el autorsiempre en un trajín donde celos, enfermedad, muerte, traición y lucha por el Poder, cansancio o aburrimiento y sin sentido permean todos los asuntos de nuestra vida. La explicación de ese frustranio tren de vida se encuentra en la Voluntad deseante que nos constituye; y se encuentra, por supuesto, dentro de ese pulsionar de la voluntad deseando modos de ser donde la plenitud desaparece. La idea de Dios comienza a morir.

III

Nietzsche es el artífice de la muerte de Dios. Hacia 1881 Nietzsche concibió la idea de que todo en el mundo es Voluntad de Poder o juego de fuerzas que se suprimen entre sí; así, la fuerza pulsionante de] pájaro que vuela sofoca la pulsión débil de la fuerza que expresa al tallo de la flor que emerge; o la fuerza del hombre superior pulsiona golpeando, humillando, vejando al hombre que pulsiona una fuerza débil. Para Nietzsche la Voluntad de Poder es una trama del mundo donde todo fluye y llega a ser para dejar de ser -juego heraclíteo de los vaivenes, pues panta rei todo fluye- y es pulsionar de fuerzas cuyo juego consiste en fortalecerse debilitando o debilitarse fortaleciendo, es un mundo limitado en su totalidad porque el conjunto de fuerzas sólo puede ser finito para repetirse (de otro modo se diluirían las fuerzas en un pulsionar que hacia el infinito se iría debilitando), y es un mundo caótico en el sentido de que todos los sentidos que le adjudicamos al mundo son antropomorfizaciones donde proyectamos al hombre en el mundo. Así, el fluir, el pulsionar, la finitud y el caos son atributos de un mundo que únicamente pude ser Voluntad de Poder ordenada al modo del retorno; todo ha de repetirse porque el cruce de los horizontes habla de un conjunto de fuerzas finitas que pulsionan hasta agotar todas sus combinaciones posibles más allá de las cuales sólo cabe pensar en su repetición; y no pueden no repetirse porque la propia debilidad pulsional de la fuerza que las consume tiene que estimular o excitar la pulsión fortalecida de su retorno, pues una fuerza débil incita a otra fuerte para que el juego infinito no cese jamás. Y -agrega Nietzsche- el pulsionar de fuerzas retornante convierte a la vida en una trama trágica donde lo que se hace está ya determinado a ser de nuevo y así ha sido ya antes eternamente: no hay libertad. Por eso, la historia del hombre recorre tres períodos fundamentales que deben repetirse sin reposo: el período premoral (Grecia y Roma), el período moral (mundo judeo-cristiano) y el período transmoral (hombre nuevo). El primero es un período caracterizado por la fuerza que pulsiona de modo dominante, con apego al cuerpo, la guerra, la sensualidad y el deseo irrefrenados; es un mundo donde el instinto prevalece por encima de la razón y el dionisíaco festín de las horas se vive con entusiasmo pues sólo hay tierra y dioses humanos, ¡ay! demasiados humanos. Pero con el advenimiento en la historia del cristianismo y su devoción monoteísta, la pulsión de la fuerza quedó debilitada; se produjo una era de hombres débiles e hipócritas que mintieron: exaltaron el más allá contra la Tierra, prometieron otra vida en lugar de ésta; señalaron al cuerpo como asiento de los pecados, cuya mácula vuelve a la sexualidad indeseable y a la vida un tormento por el que hay que pagar una deuda con el Dios todo-poderoso. Inventaron la moral como instrumento para que los más débiles -los ascetas, los reprimidos, los tímidos abocados a las tareas del espíritu- pudieran dominar a los débiles engendrando en ellos la culpa y con ello el deseo de perdón como pago de la deuda: se proclamaron representantes de Dios en la tierra para perdonar en su Nombre los pecados y así posibilitar la reconciliación con Dios, levantando al hombre de esta vida a otra vida eterna; prometieron la resurrección de la carne- negando la carne, pues el camino es la mortificación del deseo, y, plenos de falsía farisaica, se entronaron papas y cardenales poderosos dominando a las masas porque en el nombre del amor acumularon arrepentimientos y poder en sus manos. Este período moral cifró su sentido como negación del hombre y la vida al postular la idea de Dios y su Moral culpígenas. Para Nietzsche Dios ha muerto porque ya es tiempo de que la fuerza pulsionante de la vida retorne por medio de hombres nuevos, filósofos del peligroso quizás, que cuestionen los valores denunciando la hipocresía que ocultan; filósofos que promuevan la recuperación del cuerpo, la devoción por la tierra y la asunción del poder sin culpa; filósofos de nuevas tablas que puedan vérselas sin Dios, y que, profetas de los próximos años, ubiquen su vida más allá del bien y el mal, pues esos valores tienen que ser superados lo mismo que la lógica con la que el pensamiento ha puesto camisa de fuerza a todos los deseos.

Como sugiere Heidegger, Nietzsche lleva al hombre a su última posibilidad. Si ha de evitarse todo antropomorfismo, entonces llamar Voluntad de Poder a la vida es otra proyección del hombre en el mundo. Habría que callar y no dirigir calificativo alguno a la vida. Si el hombre nuevo recupera la fuerza pulsionante desafiando la moral, entonces debe desatar sus pulsiones sin freno porque el papel de la moral queda desacreditado; y, con la muerte de Dios, el hombre nuevo sólo podrá aproximarse al caos y la destrucción de donde todo tendrá que repetirse una vez más. La melancolía de los retornos no depara al hombre esperanza alguna. Empero, el superhombre habrá logrado liberarse de una idea obsesiva, culpígena, castrante que ha servido para moralizar la vida en un juego falso de poder, donde los débiles han manipulado lo más precioso del hombre: su cuerpo y la expresión de fuerza que acompaña a sus pulsiones. La pregunta está ahí: ¿es la muerte de Dios una muerte de la moral? Y si la respuesta fuera 'sí' ¿cómo puede el hombre reconciliarse con el hombre al perder la moral? y ¿cómo puede el hombre no perder la vida? En busca de Dios habría que recuperar al hombre; pero ese Dios nuevo no podrá ser el que hemos narrado en estas páginas, y si no lo conocemos tendremos que redescubrirlo.

IV

Dentro de las consecuencias de esa disuelta idea de Dios (en el sentido de creer que ya no se debe pensar en eso que la idea representa, nombra, señala), se podrían esbozar innumerables situaciones indeseables. Lo que cabe ahora mencionar es que la muerte de Dios tuvo en Nietzsche un efecto salutífero, de que o bien todo está permitido o bien nada tiene justificación porque es absurdo (o se justifica por sí mismo y prescinde de la necesidad de justificar los otros enfoques). Por eso conviene replantear los problemas que origina la idea de esa muerte, que no es otra cosa que el anhelo de abandonar la necesidad de pensar en Dios. Tres son las preguntas:

1. Si Dios ha muerto, ¿cómo es posible la moral?

2. ¿cómo puede conservar su vida quien pierde a Dios?

3. ¿cómo sería respetable un hombre sin Dios?

Los puntos que hemos esbozado tienen importancia porque cada uno de ellos refleja la inquietud de nuestro tiempo. La moral no se percibe ya como un sistema de formas de vida imbricadas bajo el amparo de valores absolutos; lo moral se reconoce en una dimensión personal y egoísta, donde la pasión de afirmar la vida -vivir el instante como sí fuera eterno- se traduce en una frenética gana de relativizarlo todo, y, en un fragmentario mapa de perspectivas que no permiten el acuerdo universal. La moral se vuelve estrategia de agrupación entre individualidades que se buscan unas a las otras. Este concepto de agrupación modela todos los órdenes de la vida de hoy: se globaliza la economía, lo político, las relaciones hombre-mujer y el acercamiento con el prójimo que se convierte en cualquier próximo. De sobra se sabe que llegar al tuteo, al chisme de hablar de todos, al manejo de las relaciones como trampolines hacia la jerarquía del poder, al sistema de amiguismos donde se apoyan los conocidos, una configuración de nexos cifrados en ayuda mutua frente a los rigores de una vida cada día más complicada, todo alude a una nueva moral, Sin embargo, se podría preguntar si eso es 'una moral'. Si por esto entendemos una forma de vida, entonces nuestro mundo hegeliano globaliza las relaciones en un espíritu donde el individuo se afirma utilizando los medios ajenos; al tiempo, las agrupaciones significan engarces de apoyaturas donde se entretejen intereses y ámbitos de reciprocidad. Llamar amorosos a esos vínculos sería desproporcionado; y más bien habría que proponer en la nueva moral un afirmar la vida en el contexto de globalizaciones utilitarias donde lo más puramente individual se disuelve. La muerte de Dios implicaría una disolución de la individualidad. Si Nietzsche pretende una recuperación del hombre desde la autenticidad de quien no se miente y afinca en la Tierra su pulsión dominante, entonces esa recuperación supone la inserción del hombre en una trama de luchas, globalizaciones masificantes y destrucción. Si el hombre nuevo ha de romper con la mediocrización de su vida en la masa, la inserción de sus afanes en proyectos utilitarios donde todo se hace grupa¡, entonces este hombre debe estar solo y apartar de sí los resabios de dolor que impone la necesidad de tener presentes a los demás. Así las cosas, tanto si está sólo como si está entramado en la globalización nuestro hombre nuevo pulsiona disuelto entre todos o en la mismidad de una conciencia autoconsciente que debe romper con todos. Si la ruptura de marras fuera negada, entonces nuestro hombre nuevo podría abocarse a amar a todos -cosa que resulta supererogatoria- a tiranizarlos -hasta quedarse solo a expensas de una pulsión superior que lo mutile. Una tercera alternativa, por supuesto más benévola, sería que nuestro hombre nuevo se agrupara en cuerpos sociales elitistas donde los mejores gobiernan, toman decisiones, organizan a los otros y ejercen un imperio desde el reino de su saber y poder (o del poder que se iguala a los grados de saber). En ese caso nuestro hombre tendrá que sostenerse en una guerra entre pares, guerra a muerte y de amo a amo, donde uno arriesga su vida y el otro teme perderla; y si por casualidad ocurriera que nuestro hombre gana tendrá que enfrentar a otros hasta llegar a una graciosa culminación de su triunfo donde queda de nuevo a solas. Y respecto a los que están debajo de él, definitivamente es un hecho que el sueño de comunicación se reduciría, cuando mucho, a tenerlos presentes en lo que toca a someterlos o eludirlos -complementarse no es lo mismo que equipararse en estado de igualdad. La moral del hombre nuevo nos lo pinta solitario o derrotado. Al ser fuerte asumirá la soledad y ahí tendrá que eliminar a los más cercanos y, gradualmente, a todos.

En esta caricatura, el hombre que descree de valores absolutos refiere todo a su pulsionar dominante enfundado en el rango de su vida afirmada a costa de los demás; y, solo, encontrará un estado de pacificación total que no se vale de marcos de ubicación que pudiera pregonar. En otras palabras, si descree de absolutos descreerá de relativos porque no podrá contarconlas perspectivas anuladas -las de otros- y, a lo sumo, escuchará otros planteamientos para superarlos. Y será un solitario pulsionante que desde luego renunciará a presentar su mensaje de vida o sus creencias como prototipos a seguir por los demás. Si intenta predicar, entonces vuelve a ser un moralista hipócrita. Y Nietzsche quiere librar al hombre de esa falsía que recomienda formas de vida para establecer dominios enmascarados. Si impone su perspectiva a los demás como definitiva usando la fuerza, entonces requiere de seguidores y ahí se descubre debilitado y dependiente; su resentimiento será cada vez mayor. ¿Tiene sentido esa moral? La estrategia de globalización de la vida alude a un hombre disuelto en la masa e interactuando por razones de utilidad; pero ése no es el hombre nuevo de Nietzsche, quien debería retirarse de los agrupamientos, y, si se globaliza desde el pulsionar de la voluntad de poder entonces se irá destruyendo. La paradoja es inevitable: si no hay valores, entonces el valor de desenmascarlos obliga a separarse de dos condiciones:

a) de la necesidad de agruparse dominando y,

b) de la necesidad de imponer a otros una perspectiva propia

En el primer caso nuestro hombre nuevo está solo; en el segundo depende de otros a quienes pueda manipular. Si se sugiriese que el nuevo hombre debe estar solo usando a los otros, a quienes abiertamente debe manipular sin culpas, el hombre de nuestros días se parece mucho a esa mueca. Cuando la mueca de soledad y manipulación satura el espíritu la conciencia se autoanula, se confunde y pierde los rastros de identidad que le devuelve el prójimo. Una soledad colectiva acumula dolor y resentimientos; una manipulación global de todos sobre todos agota la confianza en el hombre, generando un gremio de suspicacias defensivoofensivas sin descanso. Y ésa es la crisis de la razón de nuestro tiempo. Si Dios ha muerto todo está en crisis; y si todo está en crisis la moral es imposible.

Por eso la respuesta a las últimas dos preguntas se da casi por sí misma, es obvia. Conservar la vida en un medio amoral es jugarla constantemente en la constelación del juego de fuerzas: en la trama de las fuerzas uno debe asumirse una entre las demás, peleando, luchando, hecho un pulsionar dominan te-domi nado que no puede cesar pleno de reposo y, por lo mismo, la vida conservada a través de la trama de la guerra halla consuelos de paz efímeros donde ese peculiar estado de felicidad es cada día más contingente: no hay meta histórica, no hay progreso real en donde reparar la pena de sufrir a cambio de algo futuro, no hay sobre todo un mapa de desprendimiento que suavice el tráfago de vivir. Sí. Se puede conservar la vida muriendo cada día, llorando cada día un poco hasta volverse hombre de la ironía o vástago de la melancolía. Hoy se conserva la vida riéndose hasta de uno mismo o logrando que todo lo que uno mismo es se convierta en el hontanar del dolor. La muerte de Dios impide al hombre matizar su lucha y orientarla a contextos de ayuda desinteresada; y es que la deshumanización de los nexos se confunde con un ahora de conquista que perfila en cualquier otro un estorbo que debe ser apartado del camino.

En cuanto a la honestidad convertida en respeto sostenemos que un hombre honesto hace lo que piensa y piensa en los medios para hacer lo que piensa: su pensar se ocupa del ser actuante que es él mismo, y se pre-ocupa de allegarse los medios para que ese actuar sea consistente con lo pensado. En ese sentido, la honestidad tendrá que afectar a los demás; entablará con ellos regímenes de respeto en la medida en que los toma en cuenta para sus afanes, pero no lo hace mediatizándolos como si fueran parte de los medios adecuados al fin. En otras palabras, el respeto no podría pensar que su ser actuante se vale de otros como medio para fines. Y por eso decimos que la muerte de Dios origina un hombre nuevo que precisamente se globaliza utilizando a los otros, y, ya sea dominándolos o padeciéndoles los ve como lo que son: estorbos que mediatizar para fundar la coherencia entre pensar y hacer. Hoy el hombre ha dejado de respetar al hombre.

Sin mucha especulación podemos aventurar que Nietzsche ha dejado un sello importante impreso en nuestra actitud contemporánea: en efecto, nos ha legado la posiblidad de hacer la filosofía del peligroso quizás para denunciar a todos los que en nombre de la moral ejercen un dominio contrario al de sus prédicas; y también es verdad que el hombre nuevo debe amar su cuerpo, la Tierra, eternizando el instante bajo ese dejo supremo M querer. Pero es igualmente cierto que su pregón de la muerte de Dios -si lo tomanos en serioanticipa la crisis de la razón, la pérdida de la moral, la dificultad para conservar la vida y la muerte del respeto, que constituyen hoy el mapa de nuestras modernas tendencias globalizadoras. Habría que fundar una nueva moral; una a la que podríamos llamar "la moral de los valores hoy" y que no es otra que la moral de la globalización. Se habla mucho de eso pero el trabajo aún está por hacerse. Si globalizar per se origina tantos problemas, entonces habrá que establecer las condiciones de posibilidad de una globalización digna del hombre y su respeto. Y esa tarea -repito- no se ha hecho. [Nota 1]

Fuente:
http://biblioteca.itam.mx/estudios/estudio/letras28/texto4/sec_1.html

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