sábado, 29 de marzo de 2008

La Septuaginta (III)

8.La Biblia Hebrea y el Fariseísmo.

8.1. Adopción de una única versión bíblica.

La segunda destrucción del Templo de Jerusalén[37] por las Legiones romanas en el año 70 de la era cristiana trajo consigo cambios radicales para la historia social y religiosa de Israel. Mientras los refugiados judíos abandonaban la desbastada ciudad de David, las autoridades religiosas rabínicas establecieron una realidad cultual nueva, centrada en la Palabra recogida en la Biblia y la sinagoga, en reemplazo de los sacrificios en el Templo. A partir de aquel momento de prueba, la corriente exegética[38] que predominó en el judaísmo fue la postulada por el Fariseísmo, una de las principales sectas hebreas, surgidas en los pasados doscientos años.

Conjuntamente con su interpretación bíblica los rabinos fariseos impusieron aquellos textos de la Sagrada Escritura empleados por su “escuela”. Estas versiones de la Biblia reemplazaron la pluralidad de textos que había existido anteriormente.

Los manuscritos hallados en la comunidad de Qumrán reflejan la diversidad de documentos hebreos antiguos (paleo-hebreos[39]) al alcance de los fieles judíos con anterioridad a la conflagración del año 70 D. de C. Los manuscritos contenidos en la biblioteca de la comunidad Esenia, la “secta” que construyó y habitó Qumrán, aportó luces fundamentales para comprender el judaísmo antiguo. Al tomar contacto con manuscritos bíblicos anteriores en un milenio a los conocidos, los investigadores comprobaron que no se podía hablar de una “tradición judía unificada”.

Más bien, como destacó el eminente semitista W.F. Albright, había que referirse a distintas “familias” textuales, originadas en diversas localidades geográficas donde florecieron comunidades judías[40]. A estos manuscritos deben añadirse las Escrituras empleadas desde épocas muy remotas por la secta de los Samaritanos, el “Pentateuco Samaritano”[41], y la Biblia de los judíos de habla griega, la “Septuaginta”.

La traumática conclusión del culto sacrificial en el Templo de Jerusalén, destruido en el año 70 por los romanos, trajo consecuencias determinantes y duraderas para el Judaísmo. Las sectas hebreas, salvo la Farisea, se desvanecieron de la historia de Israel. Los líderes religiosos fariseos configuraron el judaísmo según la teología y las prácticas cultuales que les fueron propias.

El desplazamiento de las versiones de las Escrituras Sagradas que no eran aceptadas por los escribas fariseos, constituyó otra de las etapas fundamentales del cambio acaecido en la religión hebrea. Esta tendencia hacia la “unificación unilateral” estaba ya presente entre los Fariseos.

Hillel (c. 60 A. de C.- 20 D. de C.), un “escriba” o sóferim, establecido en Jerusalén a finales del siglo I A. de C., fue su principal proponente. Se puede considerar a los “soferim” como los predecesores de los “masoretas”. A su vez los soferim son los herederos de los “Escribas” que copiaron los rollos bíblicos en la época del exilio y el postexilio. Durante quinientos años los soferim fueron colocando las bases para la futura vocalización y el establecimiento de una “interpretación autorizada” rabínica. Correspondió a la escuela de Hillel iniciar el proceso para “oficializar”, en el seno del judaísmo, un grupo de textos de la Biblia hebrea empleados en su nativa Babilonia.

Tras la derrota hebrea en la “Primera Guerra Judía” (66-72 D. de C.) y la consecuente ocupación y vasallaje de Palestina por las legiones de Vespaciano y Tito, el Fariseísmo se instituyó en “judaísmo rector”. Contribuyó su prestigio popular y su organización socio-religiosa. Los escribas y rabinos fariseos se inclinaron por la tradición textual difundida durante siglos entre los judíos establecidos en Mesopotamia.

Como explica F.M. Cross, “los eruditos rabínicos y los escribas no procedieron a una revisión integral (de textos bíblicos conocidos), ni a enmiendas, ni a procedimientos recensionales eclécticos, ni a combinaciones. Ellos seleccionaron una sola tradición textual, que puede ser llamada “Proto-Masorética” (anterior a los textos masoréticos); un texto que ya llevaba existiendo homogéneamente algún tiempo”[42].

A partir de aquel momento existió una fuerte tendencia entre los rabinos y escribas paro no permitir que se reprodujesen otros textos, salvo los “Proto-Masoréticos”. En este sentido opina Julio Trebollé: (las) “otras líneas de tradición textual (de las Escrituras Hebreas) ...fueron borradas a finales del siglo I D. de C. y comienzos del siglo siguiente”. Tan sólo quedaron reflejos de estos textos, conservados en los “LXX”, el “Pentateuco Samaritano” y en citas de escritos apócrifos o del Nuevo Testamento[43]. Los textos bíblicos hallados en las cuevas de Murabba’at, pertenecientes a la época de la rebelión judía de Bar Kokhba (años 132-35 de la era cristiana) confirman esta tendencia de unificación en torno a los “Proto-Masoréticos” y el esfuerzo para difundirlos.

El término “masoretas” puede traducirse literalmente por el de “transmisores”. A partir del siglo VI los “masoretas” toman el lugar de los “sóferim”, los antiguos Escribas, a cuyo cargo estuvo el cuidado y transmisión del texto bíblico. Además de la labor de copiado, los masoretas introdujeron un aparato textual a cuya luz se interpretó la Sagrada Escritura. Los eruditos hebreos se dedicaron a incorporar y unificar las tradiciones de puntuación, vocalización, acentuación y división de los textos en hebreo, hasta ese momento de estructura consonántica.

Existieron tres “tradiciones” o “escuelas” de masoretas: una en Babilonia, otra en Palestina y otra en Tiberiades (Galilea). Con el pasar de los siglos fue imponiendose la “tradición tiberiense”. En Tiberiades convivieron a su vez dos “corrientes”, la de la familia de los Ben Aser, y la de los Ben Neftalí. Cada una representaba ciertos rasgos propios.

Pese a la campaña en la dirección de un texto único, subsistieron otras tradiciones textuales de la Biblia hebrea, aunque su impacto no fue tan significativo. La actividad de las “Escuelas Masoréticas” comenzó solamente a partir de los siglos V y VI de la era cristiana. La sola existencia de diversas “escuelas” de masoretas evidencia que, ya avanzado el primer milenio, no se podía hablar de “un único texto establecido de la Biblia (hebrea)”[44].

La adopción de una “familia textual” -en este caso la babilónica-, en época de Hillel y sus sucesores inmediatos en el siglo I D. de C., permitió que las escuelas rabínicas fariseas difundiesen una creencia que no parecería reflejar la realidad de la historia textual: que para el siglo I de la era cristiana ya existía un texto oficial de la Biblia hebrea, una “Hebraica veritas” junto a otros textos menos favorecidos y que estaban caminando a la extinción. Esta versión fue alentada por afirmaciones de fariseos prominentes, como el historiador judío Flavio Josefo, que escribió a finales de aquel siglo:

“Hemos dado pruebas prácticas de nuestra reverencia por la Escritura. A pesar de haber transcurrido largos años, nadie se ha aventurado a añadir o remover, o alterar alguna sílaba; es un instinto en cada judío, desde el día de su nacimiento, a considerar las Escrituras como decreto de Dios, a vivir por ellas, y si es necesario, a morir con alegría por ellas”[45].

Flavio Josefo consideraba la versión de la Biblia hebrea difundida en su tiempo como un texto inmutable, nunca alterado en lo accidental o substancial por acción de los escribas y los sabios. Los escritos bíblicos y las recensiones[46] que dieron origen a los textos masoréticos se habrían originado de este “texto único”. Los descubrimientos en Qumrán, a partir de 1947 y la crítica literaria moderna de la Biblia, muestran que esta posición es insostenible.

La historia del texto de la Biblia hebrea constituye una senda de unificación y depuración de diversas tradiciones anteriores, en un intento de preservar la narración recibida. A esta empresa se deben añadir los difíciles factores idiológico-religiosos e históricos que rodearon el devenir del judaísmo entre los siglos V A. de C. y III D. de C. No debe descontarse que los Escribas hayan introducido matices y “cambios voluntarios” con el fin de conformar el texto a sus ideas o las de su escuela exegética[47]. Sin duda éstos ejercieron influencia decisiva cuando se adoptó una “familia” determinada de escritos - las evidencias textuales indican que fue la “Babilónica”- para la lectura de los fieles judíos[48].

El biblista José Salguero sostienen que en el “segundo período de la historia del texto hebreo del Antiguo Testamento (s. I D de C. a V D. de C.) se caracteriza por la fijación definitiva del texto (consonántico). Se elige una recensión y se eliminan las variantes, quedando así fijado un texto uniforme que prevalece sobre los demás y se propaga rápidamente. Ello fue obra de los ‘sóferim’ o escribas, y será perfeccionado por los masoretas”[49].

¿Qué impulsó a la secta judía de los “fariseos” a avanzar en la dirección de un “texto único”? ¿Porqué la opinión de “Hillel el Sabio” y su escuela de Escribas tuvo un peso tan decisorio en la “fijación” del texto “Proto-Masorético”? Para responder a estas interrogantes es necesario adentrarse en la historia y la cosmovisión de los Fariseos, así como la de los Escribas.

La naciente Cristiandad y sus complejas relaciones con el judaísmo fueron un factor decisivo, aunque relativamente tardío, en la determinación de los textos de la Biblia hebrea. En repetidas oportunidades el Señor Jesús criticó ásperamente a los escribas y fariseos por haber relativizado los mandamientos de Dios (ver por ejemplo Mt 15, 3). En seis oportunidades los calificó de “hipócritas”, porque descuidaron aspectos esenciales de la Ley (Mt 23, 13-33). En el mismo capítulo los denunció como “guías ciegos” de su pueblo (16). Estos reproches del Señor no se hicieron extensivos a todo escriba y fariseo. Un número importante buscó sinceramente la verdad. Está el caso de aquel escriba que deseaba seguir al Señor “a cualquier sitio” (Mt 8, 19). ¿No se trataría acaso del mismo al que San Marcos describió interrogando al Señor sobre “el primero de todos los mandamientos”? (Mc 12, 28, ss.) Luego de penetrar en su corazón, el Señor Jesús le respondió: “No estás lejos del Reino de Dios”.

Las autoridades del Sanedrín[50] y sus sucesores, el “Consejo de Rabinos”, rechazaron que el Señor Jesús se proclamase “Mesías” y que postulase una interpretación de la Ley de Moisés que no estuviera en consonancia con la establecida “oficialmente” por los Escribas. Como el Hijo de Dios, venido para revelar al Padre, el Señor ejercía una autoridad única en la interpretación de la Torah. Era verdadero “Maestro” (Mt 7, 29), el “Ungido”, (Mashiah), el Hijo de David escatológico y salvador. La controversia del Señor Jesús con los Escribas se trasladó posteriormente a la Iglesia y la sinagoga. Por esta razón los rabinos “levantaron una cerca”[51] alrededor de la Torah, desestimando la lectura de la “Septuaginta”, la versión en griego de la Escritura adoptada por la Iglesia.

8.2. Los Fariseos: el “partido popular”.

El nombre “fariseo” viene del hebreo tardío “parus” o “perushim”. Hay un equivalente en la palabra griega “pharisa’os” y del arameo “p’ras”, que quiere decir “separado”. De acuerdo a interpretaciones tempranas, “fariseo” significó “examinador”, “intérprete” (de las Sagradas Escrituras). En la literatura rabínica dicho verbo quería decir “separarse”.

El historiador Emil Schürer describe a los Fariseos como “aquellos que, de manera seria y consistente, se esforzaban por cumplir en la práctica el ideal de vida legal plasmado por los Escribas (...) la Ley, en la maduración de complejidad que le fue otorgada por las labores de los Escribas en el transcurso de los siglos, fue la base de sus esfuerzos. Cumplir esta meta constituyó principio y fin de sus empeños”[52].

En el contexto rabínico[53] el nombre parece describir un grupo “puritano” que, de acuerdo a sus interpretaciones de la Ley, guardaba e impulsaba celosamente la pureza ritual. Entre los judíos en la época del Señor Jesús, “pertenecer a los fariseos” solía interpretarse como “uno que se separaba”, particularmente de la gente sencilla que se negaba a observar meticulosamente la Ley. Esta separación también parece haber ocurrido con los que “observaban” la Ley, pero lo hacían de una manera distinta a los preceptos Fariseos. En este orden estaban los Esenios y posiblemente aquellos primeros discípulos de Jesús.

Es errado asumir que el Fariseo era el “disidente” o “separatista”. En ocasiones “parus” podía simbolizar “disidente”, pero no se refería a la secta Farisea particularmente. Sorprende el grado de “helenización” que asumieron los fariseos. Algunos consideraron que ciertos aspectos de la cultura helénica no contradecían los preceptos de la Torah, -que para ellos comprendía la Ley “escrita”, y la Ley “oral”-.

Esta adecuación se hace más notable en el pasaje narrado por San Lucas (7, 36-50), cuando Simón el Fariseo niega al Señor Jesús la hospitalidad tradicional judía, ejemplificada por el lavatorio de los pies, al trasponer el visitante el umbral de la casa. Antes bien, Simón invitó a los asistentes a tomar los alimentos a la manera grecorromana, reclinados alrededor de la mesa. Aparentemente ciertas concesiones a las costumbres helenizadas no contradecían la interpretación farisea de la Ley[54].

Tanto en el Nuevo Testamento, como en Flavio Josefo y la literatura rabínica, los fariseos fueron mostrados como lo opuesto a una secta marginada de las mayorías judías. Constituyeron un partido popular, muy arraigado en la sociedad hebrea, tanto de Palestina como de la Diáspora. Mantenían una organización y estructuras bien definidas. “Estos -escribió Flavio Josefo- ejercen un gran poder sobre las multitudes, que cuando dicen algo contra el rey o el sumo sacerdote, es puntualmente aceptado”[55].

La doctrina de los fariseos estaba centrada en un concepto trascendente de la pureza ritual con la cual nos familiarizan pasajes del Antiguo y el Nuevo Testamento. El concepto básico de fariseo no era el de “separado” o “apartado” del resto de la gente. Se separaban de lo “poluto”, de lo que consideraban como “impureza” y “abominación” por influencias foráneas a la Torah presente en la tierra de Israel y en el resto de naciones. En este sentido puede comprenderse a los fariseos como los modernos “puritanos”.

Esta creencia de los “puros” - los que eran especialmente exactos y puntillosos en la interpretación y la observancia de la Ley, hasta el punto de ser “rígidamente legalistas”[56]- halló expresión en la disciplina ritual extraída de la Torah y aplicada rigurosamente al pueblo, junto a políticas sociales tendientes a concretizar las exigencias de la Alianza. Dios había revelado normas de pureza a través de la Escritura, la tradición y la sabiduría de los Escribas. Correspondía a los “maestros de la Ley” -en su mayoría fariseos- interpretarlas y cuidar su aplicación.

Los fariseos se entregaron a difundir la Revelación como fue entendida por los Escribas, haciéndola aplicable a la sociedad para que cada judío pudiese alcanzar el ideal de Pueblo de la Alianza. Los Escribas fariseos se especializaron en interpretar los preceptos de la Ley, aplicando de manera escrupulosa sus criterios, tal como creían entender que mandaba el Pentateuco, restaurado por Esdras y Nehemías en Israel tras el destierro babilónico.

8.3. La autoridad de los Escribas.

Los Escribas fueron los “Maestros de la Ley”. La fuente de su influencia residía en el conocimiento de la Torah [57]. Esta erudición les significó una inmensa autoridad ante el pueblo y las autoridades. La “corporación de Escribas” estaba abierta a todos los ámbitos sociales del judaísmo. Escribas fueron personajes de origen aristocrático como Ananías, el “capitán” de la guardia del Templo; Saulo un judío de Tarso, fabricante de tiendas; un comerciante como Johanan ben Zakkai; y un obrero asalariado como Hillel.

El origen de los Escribas como grupo selecto de estudiosos de la Sagrada Escritura y la “Ley oral” debe ubicarse en el segundo exilio -tanto de Babilonia como de Egipto-. En el año 587 A. de C. el reino de Judá, con Jerusalén, fue destruido por el rey babilónico Nabucodonozor. La acción del monarca fue un acto de venganza por la rebelión de los judíos contra la dominación asirio-babilónica establecida durante la “primera” conquista del año 597 A.de C., cuando se deportó a Mesopotamia un número importante de los dirigentes, junto a los mejores artesanos del país.

Sedecías, gobernante de Judá, estableció una desastrosa alianza con los egipcios, enemigos acérrimos de los babilonios (Jr 41, 10; Ez 21, 23 ss.). La represalia de Nabucodonozor fue inmediata. En el año 588 puso sitio a la ciudad. El esperado socorro egipcio nunca llegó. En julio del año 587 los Caldeos y Babilonios lograron abrir una brecha en la muralla, minando la moral de la resistencia. Sedecías intentó escapar, pero fue capturado.

Temiendo nuevos brotes de resistencia y conociendo que el templo era el centro del nacionalismo hebreo, Nabucodonozor mandó a su general Nabuzaradán para que incendie el Templo. El tesoro fue saqueado y los sacerdotes principales ejecutados. Los babilonios capturaron y deportaron a un numeroso grupo de dirigentes. Con la dominación babilónica dejó de existir el reino de Judá. Aparte de los judíos conducidos a Babilonia por la fuerza, un gran número abandonó Judá en busca de seguridad. Muchos se encaminaron a Egipto (Jr 42), distribuyéndose por todo el país. Los egipcios establecieron una guarnición de “judíos” en Elefantina, Etiopía, cerca a la primera catarata del Nilo[58].

Para el pueblo judío fue importantísimo saber cómo poner en práctica los preceptos de la Ley durante la estancia forzada en tierras extranjeras. El reto de la enseñanza de la Torah fue asumido por personas piadosas y sabias, que se abocaron a “elaborar” una tradición legal.

A partir del siglo I D. de C. esta normativa compartió junto a la sinagoga el dominó del judaísmo. “Sinagoga” venía del nombre griego “synagogé” y del hebreo “bet-knesset”. La sinagoga era un lugar de reunión y enseñanza de la Sagrada Escritura, particularmente el día sábado. Flavio Josefo relataba que,

“todas las semanas los hombres dejaban un momento sus ocupaciones para reunirse a escuchar la Ley y para obtener certero conocimiento de élla” (Antigüedades, 2, 175). Los Escribas instaban a la gente a que escaparan de la ignorancia de la Ley. En este sentido enseñaba Filón: “El legislador Moisés decretó que los judíos se instruyan en las Leyes ancestrales; que se reúnan en el día séptimo para escuchar la lectura de la Ley, para que no haya ningún ignorante” (Hypotetica, 7, 10-12).

Henri Cazelles cree encontrar el origen de la liturgia sinagogal en las reuniones que celebraban el sábado, “a orillas de los ríos de Babilonia”(Sal 137, 1) [59].

Los primeros “ejemplos” de Escribas notables fueron aportados por personajes de la historia de Israel como Baruc, “amanuense” de Jeremías[60], y Esdras, quien reintrodujo en Judá la práctica de Ley mosaica[61]. De Esdras se dice que “era escriba diligente en la Ley de Moisés” (Esr 7, 6). Atajerjes, rey de los persas, fue gran admirador suyo. Permitió a Esdras restablecer el culto del templo de Jerusalén: “Esdras, sacerdote, escriba entendido en las palabras y preceptos del Señor y en las ceremonias que dio a Israel (...) muy docto en la Ley del Dios del cielo” (Esr 7, 11-12).

Fuente:
http://discipulos.mforos.com/94580/1377211-la-septuaginta/

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