sábado, 29 de marzo de 2008

EL CRISTO DE SANTA CLARA

EL CRISTO DE SANTA CLARA

por Sor María Isabel, o.s.c.

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Para comprender mejor la naturaleza y diversos componentes de la relación de Clara con Cristo, vamos a exponer quién es Cristo para Clara, sin pretender agotar el tema en un breve artículo.

Una rápida lectura de sus Escritos ya deja bien patente que Clara ve indisolublemente unidos en Cristo al Niño que fue «colocado en el pesebre y envuelto en pañales» y al Crucificado que «escogió padecer en el leño de la cruz y morir en él con la muerte más infamante» (4CtaCl). Los amigos del Carmelo pensarán en Teresa de Lisieux, que quiso llamarse Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz. Los hijos de Francisco y de Clara comprueban la afinidad espiritual de la «Plantita» con el Pobrecillo que hizo la primera representación del belén en Greccio y, hacia el final de su vida, configurado con Cristo, recibió los estigmas en el monte Alverna.

El tema de Jesús crucificado es frecuente en Clara, y lo evidencia también su devoción, común en el Medievo, a las cinco llagas, reforzada sin duda en ella por haber visto los estigmas de Francisco tanto en vida, cuando lo curaba en San Damián, como tras su muerte, cuando el cortejo fúnebre se detuvo ante el monasterio (cf. 1 Cel 116-117; LM 15,5; 13,8; LP 13; EP 108).

Aunque no pueda atribuírsele la oración a las cinco llagas, tal como ha llegado hasta nosotros, Clara la recitaba diariamente (cf. LCl 30; Proceso X,10). Además, recomienda a Ermentrudis de Brujas: «Meditad asiduamente en los misterios de su Pasión y en los dolores que sufrió su Santísima Madre al pie de la cruz» (5CtaCl).

El misterio del Hombre-Dios es central en Clara, como en todos los místicos. No cesa de meditar el misterio de la Encarnación, por el que Cristo, «siendo rico, por nosotros se hizo pobre» (cf. 2 Cor 8,9). Descubre sus múltiples aspectos, pero concentra su meditación en lo que hoy día suele denominarse la «kénosis». El Hombre-Dios es el Cristo pobre convertido «en el más vil de los varones: despreciado, golpeado, azotado de mil formas en todo su cuerpo, muriendo entre las atroces angustias de la cruz» (2CtaCl).

Varias veces trata este tema; como Teresa de Ávila o Juan de la Cruz, expone con lirismo su emoción de contemplativa.

Tras el esplendor hierático del Cristo glorioso de la época precedente, el siglo XIII descubre con Francisco la santa humanidad de Jesús. Pero a diferencia de los siglos XV y XVI -Teresa de Ávila está algo influenciada por la mentalidad de su época (pienso en particular en la escultura del Cristo atado a la columna que provocó su conversión)-, Clara no está fascinada sólo por el aspecto sangrante de Cristo crucificado -recuérdense también, por ejemplo, las visiones de Ángela de Foligno.

El Hombre de la Pasión y de la Cruz, el Pobre por excelencia, sigue siendo el Cristo, es decir, el Ungido, el Mesías, el Hijo del Altísimo.

El nombre que Clara elige es muy revelador; Clara lo llama Cristo, el Cristo, a veces Jesucristo. Para apreciar mejor este matiz, téngase en cuenta que ambas Teresas gustan llamarlo «el buen Jesús» o «Jesús». Clara nunca, al parecer. Estamos pues, en mi opinión, ante un aspecto esencial de su espiritualidad. En el abismo de la kénosis, Jesús es Señor, Kyrios, o sea, el Resucitado.

Sabido es que, a partir de los siglos XIV-XV y por diversos motivos que rebasan el marco de este estudio, Occidente estuvo fascinado por la Pasión y la Cruz de manera casi exclusiva: piénsese en los flagelantes, la implantación del Viacrucis, los múltiples testimonios de la iconografía. Clara está en otra línea. El Crucifijo de San Damián, que habló a Francisco y que Clara y sus hermanas pudieron contemplar durante toda su vida monástica, no es tanto un hombre de dolores cuanto el Cristo sereno y victorioso incluso en el momento de su más absoluto anonadamiento. Desde el punto de vista artístico, el Crucifijo, dato muy significativo, tiene influencias bizantinas. En María y Juan, que reciben agua y sangre del costado abierto del Crucificado, está presente la Iglesia; volveremos sobre este punto. La mirada del Cristo penetra en nuestro ser interior, en el más profundo de los abismos, sin violentarnos. Es presencia que ama; es ya el Resucitado y, como atestigua la figurita del ápice de la cruz, va hacia el Padre, llevándonos con él. En su cuerpo elevado entre cielo y tierra reúne entre sus brazos abiertos y transfigura al universo.

No es sorprendente, por tanto, que Clara emplee tan a menudo los términos «Señor» y «Rey»; por no cargar la exposición con demasiadas citas, remitimos a los Escritos, especialmente a las Cartas, para verificar este aspecto. La monja Clara estaba vivamente impresionada por la «belleza» de Cristo, manifestación de su naturaleza divina. Es «el más bello entre los hijos de los hombres», «del más noble linaje» (2CtaCl; 1CtaCl). Al parecer, más allá de las consideraciones convencionales sobre el «desprecio del mundo», Celano captó la intuición espiritual de Clara, bella, rica, educada en una sociedad refinada: la muchacha percibe la frustración que «la apariencia caduca de los adornos mundanos» (LCl 4) puede encerrar. Al igual que Francisco, vive la experiencia fundamental de la Belleza de Dios; a Él solo se aferra, y es de ahí de donde nacen sus rupturas radicales.

Su relación con Cristo es esencialmente esponsal, aunque no ignora los demás tipos de relación. La Carta I a Inés de Praga no deja duda alguna al respecto; puede advertirse justamente cómo Clara desarrolla este tema en razón de las circunstancias: Inés, en vez de unirse en matrimonio al emperador, ha preferido unirse al «Esposo del más noble linaje». De ahí derivan una serie de expresiones metafóricas: «Su poder es más fuerte, su generosidad más alta, su aspecto más hermoso, su amor más suave, y todo su porte más elegante. Y ya os abraza estrechamente Aquel que ha ornado vuestro pecho con piedras preciosas, y ha puesto en vuestras orejas por pendientes unas perlas de inestimable valor, y os ha cubierto con profusión de joyas resplandecientes, envidia de la primavera, y os ha ceñido las sienes con una corona de oro, forjada con el signo de la santidad» (1CtaCl). El tema de los desposorios espirituales, que Teresa de Ávila tratará ampliamente, se había generalizado entre los místicos a partir de san Bernardo.

Y en Clara, como en Teresa, parece ser dominante. Inés es «esposa del Rey..., esposa y reina..., que se ha desposado..., que se une..., que ha elegido al Rey...» (cf. 4CtaCl; 3CtaCl; 2CtaCl; etc.). Y espontáneamente repite el Cantar de los cantares: «¡Atráeme! ¡Correremos a tu zaga al olor de tus perfumes, oh Esposo celestial! Correré y no desfalleceré hasta que me introduzcas en la bodega, hasta que tu izquierda esté bajo mi cabeza y tu derecha me abrace deliciosamente, y me beses con el ósculo felicísimo de tu boca» (4CtaCl).

La terminología adoptada por Clara no dimana exclusivamente de una cultura. Se enraíza en la experiencia fundamental de los grandes orantes de todos los tiempos, desde el Antiguo Testamento; Clara revive las etapas de la búsqueda de Dios, que culminan en la unión. Pero, al igual que en los grandes místicos, su experiencia pasa por Cristo y en Él se basa.

La imagen del espejo, con sus muchísimas connotaciones, es central en la damianita.

Cristo el Señor es «esplendor de la eterna gloria, reflejo de la luz perpetua y espejo sin mancilla» (4CtaCl). La Carta IV a Inés de Praga está enteramente construida sobre la metáfora del espejo y el acto de contemplación de la monja. ¿Un artificio literario? No sólo eso; es, más bien, el intento de expresar con esa imagen una realidad percibida, pues el tema del espejo está ya insinuado en la Carta III: «Fija tu mente en el espejo de la eternidad..., fija tu corazón en la figura de la divina sustancia» (3CtaCl). Cristo, icono del Padre, encarnación de Dios, nos conduce a Él, nos revela su Rostro. Hay que subrayar la coherencia de la experiencia de Clara: el Hombre-Dios es el Niño y el Crucificado, y también el Rey de la Gloria, el Señor. La realeza de Cristo brota de la naturaleza de su relación con el Padre. Y Clara insinúa las vías de la unión, que los maestros del Carmelo explicitarán más tarde.

De hecho, cuando escribe: «Observa, considera, contempla, con el anhelo de imitarle» (2CtaCl), se está refiriendo al misterio de la Pasión, y también al misterio del Cristo Total. Recomienda la meditación de la pasión y de la vida de Jesús, la simple mirada posada sobre él (piénsese en la importancia que la mirada tiene en Teresa de Lisieux: «Jesús y la pobrecita Teresa se miraron y comprendieron»), la imitación con la sequela Christi, el seguimiento de Cristo -experiencia radical de la pobreza espiritual que nos vacía de nosotros mismos para acogerlo-, la contemplación que conduce a la unión transformante.

Los textos son elocuentes, y no necesitan comentario: «Fija tu mente en el espejo de la eternidad, fija tu alma en el esplendor de la gloria, fija tu corazón en la figura de la divina sustancia, y transfórmate toda entera, por la contemplación, en imagen de su divinidad» (3CtaCl). Y también: «Mira diariamente este espejo y observa constantemente en él tu rostro... Mira al comienzo de este espejo la pobreza de Aquel que fue colocado en un pesebre... Y en el centro del espejo considera la humildad, compañera de la bienaventurada pobreza... Y en lo más alto del espejo contempla la inefable caridad, por la que quiso padecer en el leño de la cruz y morir... El mismo espejo, colocado en el árbol de la cruz, se dirigía a los transeúntes para que se pararan a meditar... Contempla, además, sus inexpresables delicias, sus riquezas y honores perpetuos...» (4CtaCl).

El tema del espejo le permite expresar la totalidad del misterio de Cristo, tal como Clara lo entiende. La contemplación del Hijo del Altísimo es apertura al Reino; anhelante, el alma sale de sí misma. Pero la unión se produce también -la hija del Pobrecillo no puede ignorarlo- adentrándose en lo más profundo de sí misma, allí donde Dios mora, en la celda interior, como dirá Francisco a sus hermanos (LP 108h; EP 65g). Ambos impulsos, ascendente y descendente, hacia fuera y hacia la interioridad del alma -el «Castillo interior» de Teresa- son inseparables y evidencian dos aspectos de una misma realidad. Con todo, mientras el impulso hacia fuera de uno mismo parece simbolizado en Clara por la imagen de los «desposorios» -en tanto que la «bodega» del Cantar de los cantares indica la interiorización-, la bajada a lo íntimo de sí parece simbolizada por la imagen de la maternidad. La unión, en este caso, se expresa con términos de parto: como María, el alma acoge, contiene, da a luz a Jesús: «A aquel Hijo del Altísimo, dado a luz por la Virgen, la cual siguió virgen después del parto. Adhiérete a su Madre dulcísima, que engendró un tal Hijo: los cielos no lo podían contener, y ella, sin embargo...» (3CtaCl). «La gloriosa Virgen de las vírgenes lo llevó materialmente: tú, siguiendo sus huellas, principalmente las de la humildad y la pobreza, puedes llevarlo espiritualmente siempre, fuera de toda duda, en tu cuerpo casto y virginal...» (3CtaCl). Este es un tema predilecto de Francisco, que lo desarrolla, aplicándolo a sus hermanos, en las Cartas a los fieles (1CtaF I,8-10 y en 2CtaF 50-53); Clara sólo lo insinúa, sin detenerse en la fraternidad con Jesús.

En la unión, el alma experimenta la inhabitación trinitaria y, «por la gracia de Dios», se torna más grande que el cielo: «De ese modo contienes en ti a quien te contiene a ti y a los seres todos, y posees con Él el bien más seguro...» (3CtaCl).

Cristo conduce al Padre: reaparece el doble movimiento, esto es, la inhabitación y el impulso hacia el Reino, que es la Trinidad. Clara no se evade en una escatología ilusoria, desencarnada. El Reino contemplado en el espejo, que es Cristo, está ya presente, dentro de nosotros.

El estado del alma llamada «por el Espíritu» es «la alegría en el Espíritu»: «Alegraos vos y saltad de júbilo, colmada de alegría espiritual y de inmenso gozo» (1CtaCl), porque en Cristo hemos sido llamadas por el Padre «para ofrecerle multiplicado el talento recibido» (TestCl). La llamada, desde su origen hasta su término, se hace en y con la moción del Espíritu. Como es sabido, Francisco llama a las damianitas esposas del Espíritu Santo, hijas del Altísimo (FVCl), vocablos con los que designa, y que convienen por antonomasia, a María (cf. OfP Ant).

La devoción de Clara a la Virgen no es sólo filial: la contemplativa es un ser eminentemente mariano. El realismo espiritual de Clara es semejante al del Pobrecillo. Del mismo modo que María es figura de la Iglesia -María y Juan están a los pies del Cristo crucificado de San Damián-, la contemplativa es un ser eclesial y tiene una dimensión netamente misionera. «Ve y repara mi Iglesia», le dijo Cristo a Francisco. Y éste, como nos recuerda Clara, profetizó de las Damas Pobres en estos términos: «Venid y ayudadme en la obra del monasterio de San Damián, pues con el tiempo morarán en él unas señoras, por cuya famosa y santa vida religiosa será glorificado nuestro Padre celestial en toda su santa Iglesia» (TestCl). Conocido es, además, el deseo de la joven abadesa de ir entre sarracenos para sufrir el martirio (cf. Proceso VI,6; VII,2).

La referencia a la misión no es ocasional, pues aparece varias veces en sus Escritos. La hermana que se empeña en observar el santo Evangelio es para Clara «cooperadora del mismo Dios y sustentadora de los miembros vacilantes de su Cuerpo inefable» (3CtaCl); la más mínima negligencia repercute en el cuerpo entero. Piénsese en el texto en que Isaías describe el papel del centinela sobre las murallas (cf. Is 21,8; 62,8). Piénsese en la comprensión que de la vida contemplativa tenía Teresa de Lisieux. El Testamento de Clara nos hace una última recomendación: «Por consiguiente, si hemos entrado por la vía del Señor, cuidémonos de no apartarnos jamás de la misma en modo alguno por nuestra culpa, negligencia o ignorancia, para no inferir injuria a tan gran Señor y a su Madre la Virgen, y a nuestro bienaventurado padre Francisco, y a la Iglesia triunfante y militante» (TestCl).

La relación con las hermanas que de aquí se deriva reviste numerosos aspectos complementarios, pero tiene su origen en Cristo. Al igual que Cristo es el espejo del Padre, el alma-esposa que lo contempla se transforma en él, se convierte a su vez en espejo, en primer lugar para sus propias hermanas: «Pues el mismo Señor nos puso a nosotras como modelo para ejemplo y espejo no sólo ante los extraños, sino también ante nuestras hermanas [de otros monasterios] que fueron llamadas por el Señor a nuestra vocación, con el fin de que ellas, a su vez, sean espejo y ejemplo para los que viven en el mundo» (TestCl). El amor fraterno, esencial en Francisco y en Clara, es básicamente teologal. Debe subrayarse esto con fuerza a fin de evitar interpretaciones reductivas. La famosa recomendación del Pobrecillo a sus hermanos a que «se amen mutuamente» (TestS 4), tiene su punto de arranque en la palabra evangélica: «Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12). Toda hermana es «templo del Espíritu», icono de Cristo; su mutuo amor es, por tanto, escribe Clara en la Regla, superior al amor según la carne y la sangre (cf. RCl 8). Estamos muy lejos de la mera amistad fraterna, del simple cariño, por muy fuertes y legítimos que sean: dones de Dios, necesarios como efusión normal de las energías del corazón, revelan estar radicados en la Caridad, el Ágape, en tanto en cuanto estimulan a las hermanas a crecer en el Espíritu, a devolver al Padre, multiplicado, el talento recibido.

Y estas mujeres que no se eligieron mutuamente, que provienen de horizontes sociológicos y culturales distintos, se reciben unas a otras como don de Dios. Son madres, hermanas de Cristo e hijas del Padre; son, pues, recíprocamente, madre, hermana e hija: «madre mía e hija mía», le escribe Clara a Inés (4CtaCl). Ellas, que juntas viven ya el Reino, hostias «santas y agradables», crucificadas con Cristo, son signos visibles de la victoria del Resucitado. El amor fraterno se vuelve signo profético en la Iglesia. El espejo multiplica al infinito el rostro de Cristo, reflejo de la luz increada; las hermanas son, a su vez, modelo y espejo «para los que viven en el mundo» (cf. TestCl). El monasterio es irradiación del amor; es, por su misma existencia, misionero en la Iglesia.

Cuando Clara pide a sus hijas que manifiesten exteriormente con sus obras el amor que interiormente se tienen (TestCl) -Teresa de Ávila dirá: «Obras son amores»-, lo que hace es caminar en el sentido de la encarnación: la obra de amor revela lo invisible; es, como el sacramento, revelación de la realidad invisible. Tal vez no se haya subrayado debidamente el sentido de los gestos en la hija de Francisco: la ablución de los pies de las hermanas limosneras, el levantarse durante la noche para tapar a sus hermanas que duermen, etc. (cf. Proceso I,12; II,3; III,9; etc.). El amor transformante de Cristo le revela hasta qué punto su hermana, templo del Espíritu, es sagrada. Qué grande es el celo de Clara para que la hermana que ha recibido una vocación tan grande en la Iglesia pueda realizar la llamada de Dios.

Posiblemente nadie ha comprendido y realizado mejor que Clara las intuiciones fundamentales de Francisco. Los Escritos iluminan la intensa riqueza de su vida, de su ascensión hacia Dios. Cristo la condujo al Padre, le reveló los secretos del Reino: «¿Ves tú al Rey de la Gloria, al que yo estoy viendo?», pregunta a una de sus hijas, instantes antes de morir (Proceso IV,19). El tiempo se abre a la eternidad. Su sed de Dios, siempre intensa, va a ser finalmente aplacada. Profundamente mariana, se confía al Amor con una total confianza: «Vete segura en paz, porque tendrás buena escolta: el que te creó, antes te santificó, y después que te creó puso en ti el Espíritu Santo, y siempre te ha mirado como la madre al hijo a quien ama». Como le preguntara una hermana con quién estaba hablando, Clara le respondió: «Hablo a mi alma» (Proceso III, 20 y 22).

Profundamente humilde y libre, enteramente purificada, Clara puede, al igual que María, contemplar y cantar en su Magníficat las maravillas que en ella hizo el Altísimo: «Si' tu benedetto, Signore, lo quale me hai creata!», «¡Bendito seas Tú, Señor, porque me has creado!» (Proceso III,20).

[Selecciones de Franciscanismo, vol. XVI, n. 46 (1987) 52-58]


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