sábado, 29 de marzo de 2008

La Septuaginta (IV)

El libro del Sirácida, especialmente el capítulo 39, ofrece un “programa” en forma de máximas” para el escriba estudioso:

“El sabio indagará la sabiduría de todos los antiguos, estudiará en los profetas. Contemplará atentamente lo que dijeron los hombres ilustres, asimismo penetrará en las sutilezas de las parábolas” (39, 1-2).

El estudioso, Padre R. de Vaux, asoció el origen de los Escribas a los Levitas, empleados desde antaño como “escribanos”, “sóferim” -que viene de la raíz acádica “str” , escribir”-. Actuaban también como “asesores adjuntos de los jueces”. Fuera del culto, estos Levitas tenían una función de enseñanza. Josafat les encomendó la instrucción de la Torah en Judá, donde acudían “provistos del libro de la Ley de Yahveh”[62]. Los Levitas, “sóferim”, eran “los que aportaban la inteligencia”, el conocimiento de las cosas de Dios[63].

En el período Helenista (c. 332 A de C.- 64 A. de C.) fue ocurriendo un cambio substancial en la corporación de los Escribas. Pasaron de una condición “carismática”[64], donde destacaba el papel fundamental de Dios como “dador” del espíritu de inteligencia, a una posición eminentemente “profesional”. Fue precisamente este “estilo”, caracterizado como un apego a la “letra de la Ley”, la actitud que el Señor Jesús criticó ásperamente en ciertos Escribas[65].

Durante los períodos Asmoneo (o Macabeo) y Romano los Escribas conformaron una corporación reverenciada, dedicada a la instrucción de estudiantes en la Escritura y en la tradición oral de los maestros anteriores. Entre sus funciones más importantes estaba la de aconsejar judicialmente al Sanedrín, especialmente en los aspectos intrincados de la interpretación de la Torah[66].

No hubo mayor honra en el Israel post-exílico que estudiar la Ley, meditarla, enseñarla y aplicarla en las situaciones de la vida diaria. El Antiguo Testamento ofrece un testimonio fundamental con la literatura sapiencial. Escribas como Tobías y Ben Sirá se entregaron a la enseñanza de los preceptos prácticos y piadosos de la Ley. El “sabio” era quien temía a Dios y guardaba sus normas (Esd. 7, 25; Sal 19, 7-14; 119).

La educación del escriba comenzaba desde tierna edad. Flavio Josefo, quien se educó como escriba, afirmaba que para los catorce años ya dominaba la interpretación de la Ley[67]. Aquel que postulaba a la “corporación” debía estudiar varios años, culminando con la “sanción” legal o “autoridad reconocida” por la comunidad de fieles para enseñar. La instrucción era casuística. Implicaba la memorización de las Sagradas Escrituras y las sentencias de los “sóferim”, los Escribas anteriores. Se impartía mediante el contacto personal con el maestro.

El pupilo (“talmid”) aprendía el método llamado “haláquico”[68], buscando mostrar competencia para legislar sobre cuestiones religiosas y penales en el contexto de la Ley. Se entendía que la formación culminaba a los cuarenta años, cuando el discípulo alcanzaba la edad reglamentaria para el reconocimiento legal como escriba.

Esta “sanción” significaba el ingreso a la “orden” de los Escribas. La corporación podía estar compuesta por judíos procedentes de la nobleza, del sacerdocio, e incluso de la secta Saducea. Pero el grupo más nutrido estuvo conformado por Fariseos de toda condición social. Para la época del Señor Jesús, la totalidad de los Fariseos en el Sanedrín eran Escribas.

Joaquín Jeremías los describe como una “clase ascendente”[69], de enorme prestigio político y social, incluso con mayor autoridad que el “sacerdocio” tradicional. El prestigio del Sumo Sacerdote, cabeza del Sanedrín, había sufrido notablemente desde la conquista helénica. Las autoridades tolomeas, seleúcidas, asmoneas, herodianas y romanas convirtieron en práctica común nombrar y destituir a los sacerdotes del Templo de acuerdo a intereses políticos y económicos.

Al disminuir el prestigio de los sacerdotes, el pueblo comenzó a recurrir a quienes tenían por más cercanos y detentaban sabiduría en la Ley. Entre las funciones y responsabilidades fijadas a los Escribas, estaba la administración de los tribunales de infracciones menores y de la enseñanza en las sinagogas.

La manera correcta de denominar a un escriba fue “rabí” (“mi señor”). Otras personas ajenas al ciclo de formación farisea podían recibir dicho apelativo porque mostraban autoridad sobre la Escritura. Este fue el caso del Señor Jesús. Esta situación fue cambiando en el transcurso del siglo I D. de C. Para esta época solamente podía detentar el título de “rabí” o “rabino” aquella persona que culminaba los estudios y recibía la ordenanza de ejercer dicho ministerio. Los Escribas más notables comenzaron a emplear vestimentas especiales, anteriormente reservadas a la nobleza. Para la época del Señor el poder real del Sanedrín estaba en manos de los Fariseos. Los “sumos sacerdotes” de la familia “Ananita”, de origen saduceo, buscaron la alianza con los Fariseos.

El Sanedrín cumplía la función de “corte superior de justicia”. Sus dictámenes se basaban en el dominio de la exégesis escriturística, en la que destacaban los Escribas fariseos. Junto a esta presencia en la “corte” judía, los Escribas escalaron importantes posiciones en la administración del “estado sacerdotal” judío. La Escritura ha guardado nombres de fariseos notables como Nicodemo y Gamaliel I. Por otras fuentes conocemos a Shemaiah, Simeón, hijo de Gamaliel I y Johanan ben Zakkai.

Correspondía a Escribas reconocidos legislar y “transmitir” la tradición derivada de la interpretación de la Torah. A partir del año 70 de la era cristiana la exégesis y la legislación se realizó de acuerdo a la cosmovición teológica y cultual de los rabinos y escribas fariseos.

Esta etapa coincide con la transformación del concepto de “escriba” al de “hakamim”, “hombre sabio”, y, de manera más popular, “rabino”. La masa de judíos piadosos guardaba en gran estima la opinión de estos “rabinos”. Sus sentencias fueron vistas como “iguales”, e incluso “superiores” a la propia Torah. Para los judíos de Palestina y la diáspora, las decisiones y opiniones de los rabinos tenían el poder de “atar” y “desatar” en cuestiones de la Ley[70].

La razón principal del reconocimiento y veneración de los Escribas y rabinos debe buscarse también en su condición de “guardianes de conocimientos secretos”, herederos de una tradición esotérica. Por ejemplo, existían reglas estrictas para la exposición de ciertos pasajes de la Escritura. “La historia de la creación no debe ser expuesta ante dos personas, ni el capítulo de Carro de Fuego ante uno, a no ser que sea un sabio que domina plenamente estos conocimientos”, rezaba una de sus “reglas”[71]. Ellos creían que contenían los secretos más profundos del Ser Divino.

Entre los siglos I antes de la era cristiana y I después de la era cristiana, la tradición oral depositada en la “Halaka”, la “legislación” inscrita en el texto bíblico, se transformó en dominio de este “esoterismo”, donde solamente tenían acceso los Escribas “iniciados”.

La enseñanza en sinagogas y academias no podía ser propagada por la palabra escrita, porque se trataba del “secreto de Dios”. Solamente podía transmitirse oralmente, de maestro a alumno. Alfred Edersheim expone cómo deleitaba a la mente del judío oriental escribir enigmáticamente, esto es, cubriendo con un manto tenue ciertas expresiones que solamente eran familiares para los iniciados. Los textos de los Escribas estaban llenos de palabras misteriosas, marcadas solamente con iniciales[72].

Los investigadores de Qumrán encontraron dificultades complejas cuando debieron enfrentarse al estudio de ciertos comentarios a los libros de los Profetas y a los Salmos. Los autores Esenios de estos textos o “pesharim”, consideraban al Libro Sagrado como poseedor de un misterio que debía permanecer oculto, salvo aquellos iniciados de la secta. Solamente ciertos “pesharim” accedían al líder sectario, llamado “Maestro de Justicia”[73].

A partir del siglo II de la era cristiana los rabinos cambiaron esta aproximación. Su acción hizo más accesible la “Torah escrita” (“texto Proto-Masorético”). Su fin fue contrarrestar los textos bíblicos empleados por los cristianos, particularmente la “Septuaginta”. De esta manera existió la tendencia de despojar a la Escritura del carácter esotérico. Incluso, en la etapa “rabínica”, la Escritura no fue completamente abordable por las masas judías. La Biblia estaba escrita en hebreo, lenguaje considerado “sagrado” cuando las lenguas de uso común eran el arameo y el griego.

Sorprende, por ejemplo, que entre los textos escriturísticos hallados en las grutas de Murabba’at y Nahal Hever, pertenecientes al período de 132-135 d e la era cristiana se hubiesen encontrado fragmentos del texto hebreo de los Profetas Menores (Joel y Zacarías). Mientras que en la vecina Hever se hallaron manuscritos de los seis Profetas Menores traducidos al griego. En Hever también se encontraron cartas personales escritas en arameo.

Durante los siglo I y II D. de C., a pesar del trilinguismo existente en Judea, los Escribas rechazaron la fijación y difusión de textos de la Escritura en arameo. Se cuenta que al recibir Gamaliel I una copia de un Targum de Job (una traducción al arameo), la hizo tapiar en una pared por tratarse de un libro prohibido[74]. Tal autoridad solamente podía emanar de un personaje venerado. El “sóferim” era considerado como heredero y sucesor inmediato de los profetas: sus sentencias eran veneradas como poseedoras de autoridad soberana.

Cuando sucumbió Jerusalén bajo las armas romanas en el año 70 de la era cristiana los Escribas fariseos permanecieron como la única fuente para comprender la “revelación”. El pueblo respondió tributándoles una reverencia reservada a los “virtuosos”. Las tumbas de escribas y rabinos recibieron la misma veneración que las de los profetas. Sus vidas fueron recordadas por acontecimientos portentosos. Este prestigio, proyectado en la organización cúltica y exegética de las sinagogas y “academias rabínicas”, reemplazó efectivamente al Templo y los sacrificios en la religión judía[75].

Un ejemplo de la narrativa del “culto” a los Escribas involucra a Shammai y a Hillel. Se cuenta que un gentil le hizo la siguiente pregunta a Shammai: “Si el sabio logra enseñarme toda la Ley mientras me paro en un pie, entonces me haré prosélito”. Dudando de su sinceridad, Shammai cogió un palo y lo corrió. Acudió con la misma pregunta a Hillel, quien le dijo: “Aquello que es odioso para ti, no lo hagas a tu vecino; esta es toda la Torah. El resto es comentario”[76].
8.4. La “Escuela” de Hillel.
El papel de un judío nativo de Babilonia llamado Hillel fue trascendental en el proceso de fijación del texto bíblico. Asimismo sus enseñanzas influyeron de manera determinante para “fijar” una “lista” de libros Sagrados, aceptados por el judaísmo farisaico. Hillel era un escriba fariseo de origen humilde, que se ganaba la vida como jornalero. Su celo por el aprendizaje de la Ley lo hizo recorrer a pie el camino entre Babilonia y Jerusalén con el fin de instruirse en la “habura” o escuela de los Escribas Shemaiah y Abtalion.

A pesar de los largos años pasados en el exilio a orillas del Eúfrates, rodeados del ambiente hostil y sugerente del politeísmo Oriental, los judíos de Babilonia habían conservado la fe en el Dios de la Escritura. Los judíos de Jerusalén, ciudad de geografía y proporciones austeras, fueron transportados a una urbe de insólita riqueza. El Templo construido por Salomón, dilapidado por los siglos y el descuido de los gobernantes de Judá, quedaba opacado frente a los magníficos centros de culto dedicados a los dioses paganos.

El profeta Isaías dio la voz de alarma frente al riesgo de apostasía cuando los judíos exilados en los días de Nabucodonosor (587 A. de C.) cuestionaron el poder de Yahvé para defender a su Pueblo (Ez 18, 2; 25). El libro de Job trasluce con dramatismo el estado de ánimo de un pueblo embargado por el torbellino de la tragedia y el desconcierto. El nuevo exilio en tierras extranjeras probó la fe de Israel. Muchos judíos se sintieron tentados de abandonar las creencias ancestrales, centradas en la Alianza con Moisés (Jr 44, 15-19; Ez 20, 23).

Los Israelitas lograron sobrevivir a esta experiencia formativa, mientras que otros pueblos no tuvieron igual destino. La identidad como nación se sostuvo sobre dos pilares: la esperanza de la restauración a la tierra prometida (Ez 37), ofrecida por Yahvé a través de los profetas; y el tremendo empeño en el cuidado de la Ley. Los profetas habían interpretado que el exilio era consecuencia del pecado de un pueblo que le había dado la espalda a Dios y su Torah. La teología del exilio fue asumiendo la idea que el futuro de Israel iba a depender de un cumplimiento escrupuloso de los preceptos de la Ley. Como explica Bright:

“El exilio podía ser considerado como un castigo merecido y como una purificación que preparaba a Israel para un futuro nuevo. Con estas palabras, y con la seguridad dada al pueblo de que Yahvé no estaba lejos de ellos ni siquiera en el país de su destierro, prepararon los profetas el camino para la formación de una nueva comunidad”[77].

Desaparecidos el culto del Templo y el reino judío, solamente quedaba a los desperdigados por Mesopotámea y Asia Menor reagruparse en torno a una entidad, en este caso la Ley, y las obligaciones rituales que imponía: la importancia del Sábado, la circuncisión y la pureza ritual. La totalidad de la vida del nuevo Israel debía ser regulada y sostenida en la Torah. Con anuencia de los persas, el Profeta Esdras restableció la practica de la Ley en Jerusalén. Este pacto se hizo extensivo a los judíos dispersos por el mundo antiguo. Israel ya no sería una entidad nacional, limitada a las cambiantes fronteras de Palestina. “Judío” era aquel que asumía la responsabilidad de obedecer la Torah.

En ningún lugar fue más importante guardar y aplicar rectamente la normatividad mosaica que en las comunidades judías inmersas en tierras y costumbres extrañas. Particularmente en Babilonia, identificada desde antiguo como un lugar permisivo. En este lugar los Escribas adquirieron una importancia fundamental. Se acudió a ellos en busca de guía para la recta interpretación y aplicación de la Ley, especialmente cuando sus textos parecían poco comprensibles.

Esdras constituye un importante testimonio de la vida en esta vigorosa comunidad de “anawim”[78]. Un “anaw” como Esdras “se había entregado al estudio y a la práctica de la Ley del Señor, enseñándola a los israelitas” (Es 7, 10). Ellos construyeron un “seto” protector entre los judíos y las costumbres paganas de sus vecinos.

Al igual que Esdras, Hillel había aprendido la Torah en las escuelas de Babilonia, donde se formaron algunos de los más importantes Escribas[79]. Hillel acudió a Jerusalén porque la ciudad Santa era el principal centro de aprendizaje para la Ley y sus comentarios. En la ciudad santa estableció una “escuela” que logró un universal respeto entre los judíos. Se puede considerar a Hillel como una de las personalidades rectoras y más creativas del judaísmo de su tiempo. Sus descendientes espirituales e intelectuales (Gamaliel I, Akiba, y Gamaliel II) fueron los líderes que condujeron la normatividad de vida entre los judíos por varias generaciones.

Hillel, nacido alrededor del año 60 A. de C. y muerto alrededor del año 20 D. de C. alcanzó la categoría de “Príncipe”, “Nasi”, del consejo rabínico cuando intervino en una disputa sobre la prioridad del sacrificio pascual sobre el descanso del “Sábado”. Al parecer el Consejo había “olvidado” la legislación. Al emitir su sentencia, Hillel estableció un “precedente” de procedimiento cuando apeló a la tradición previa: “Así les escuché enseñar a Shamaiah y Abtalion”[80].

A principios del siglo I D. de C. convivieron en Judea dos escuelas principales de escribas fariseos, la de Shammai y la de Hillel. La de Shammai dominó la interpretación de la Torah hasta la destrucción del Templo en el año 70 de la era cristiana. Shammai (50 A. de C.-30 D. de C.) se adhería la letra de la Ley mientras que Hillel favorecía una interpretación más libre de los textos bíblicos.

Fuente:
http://discipulos.mforos.com/94580/1377211-la-septuaginta/

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