sábado, 29 de marzo de 2008

Fe y tradición, John Leith

Introduction to the Reformed Tradition. pp.
La tradición y el Evangelio están unidos indisolublemente. Ambos se necesitan mutuamente y también en la vida de la comunidad cristiana. El Evangelio es el designio divino “para nosotros los hombres y para nuestra salvación”[1] expresado en la autorrevelación de Dios, especialmente en el segmento de la historia que culminó con Jesucristo y con la venida del Espíritu Santo en el Pentecostés. La Tradición es la entrega de este Evangelio, sancionada por una autoridad, de creyente a creyente, de comunidad a comunidad, de generación a generación. Así, la tradición tiene dos usos: el primero, aquel que se refiere al acto de transmisión, y puede referirse al contenido de lo transmitido. El Nuevo Testamento habla de “la fe que una vez fue dada a los santos” (Judas 1.3). Esta entrega es fundamentalmente el don de Dios en Jesucristo (cf. Romanos 8.31-32), "para compartir nuestra existencia y efectuar nuestra salvación".[2] En segundo lugar, significa también el acto humano de entregar con autoridad este Evangelio a toda la gente a través de los siglos. Este segundo aspecto, esta transmisión del evangelio de una manera autorizada y dinámica, es esencial a la vida de la comunidad cristiana. Emil Brunner lo ha expresado muy bien:

Necesariamente la tradición está involucrada en la revelación singular de Dios en los hechos históricos acerca de Jesucristo. Este evento histórico, único, en que está encerrada la revelación de la salvación, tiene que ser transmitido a las generaciones venideras a fin de que éstas gocen de sus beneficios salvíficos. "Paradosis", "traditio" pertenece, por lo tanto, a la naturaleza misma del Evangelio. Predicar el Evangelio significa necesariamente y siempre, la transmisión de una versión de lo que sucedió para la salvación humana. Sin tradición no hay Evangelio.[3]

La Tradición y las tradiciones
(a) La tradición viva. Modelar la fe por medio de la tradición es siempre la transmisión de una realidad viva, creciente, no de una cosa impersonal. La transmisión de la fe incluye, por supuesto, muchas cosas impersonales que son importantes para la comunidad viva. Lo significativo de edificios, vasos sacramentales, estructuras organizativas, literatura, reliquias y la Biblia misma. Como un hijo hereda la cuenta bancaria de su padre, una nueva generación de cristianos puede heredar no sólo edificios y reliquias sino más bien una acumulación de medios de gracia. La fe misma, sin embargo, no puede ser manejada como una cosa impersonal como si un padre pudiera transmitir su valor de la misma forma que su cuenta bancaria. Los edificios se remodelan, las estructuras tienen que ser revisadas, la literatura tiene que ser ampliada. La comunidad cristiana es una comunidad viva y su vida tiene que ser modelada por la tradición de una manera viva. Esto quiere decir que la tradición siempre está viva, abierta a su época y al futuro, nunca fija.
La Biblia, como un objeto que puede ser manejado mecánicamente, parece contradecir este énfasis en el carácter vivo de la tradición. Por esta razón debe notarse aquí que la Biblia es la concreción, el traslado a la escritura, de la tradición en un tiempo y un lugar particulares. La Biblia es el testigo original y la interpretación de la revelación de Dios y un esfuerzo “para nosotros los hombres y para nuestra salvación” en Jesucristo. En este sentido, la Biblia es la memoria eclesiástica reducida a la escritura por los profetas y apóstoles que fueron los testigos originales al mismo tiempo que creyeron en la revelación divina y en el esfuerzo que dieron origen al pueblo de Dios. La inspiración de las Escrituras es la inspiración divina de este testigo original que es también una interpretación, y es la inspiración del Espíritu Santo para escuchar hoy la Palabra de Dios en la Escritura. La Biblia, como testimonio retrospectivo y prospectivo de Jesucristo, establece los límites y es la única autorización para la vida y la teología cristianas en su totalidad. Y no puede ser manejada mecánicamente ni asimilada impersonalmente. Se lee y se atiende únicamente en la tradición viva de la Iglesia, bajo la inspiración activa del Espíritu Santo por medio de personas que viven y que responden por su fe.
La preeminencia que el protestantismo le ha dado siempre a la Biblia oscurece la importancia de la tradición viva aun para la Biblia misma. Consecuentemente, es fundamental enfatizar que la Biblia fue escrita dentro de la tradición y de la comunidad cristianas; y, cuando está bien entendida, se lee y se escucha dentro de aquéllas. La importancia de la tradición viva se aclara si podemos imaginar algún holocausto que borrase todas las huellas de la comunidad cristiana a tal grado que no quede rastro de su conocimiento. Si además podemos imaginarnos que alguien caminara entre las ruinas de alguna ciudad occidental y encontrara una caja con una Biblia dentro, permitiría la posibilidad de la Biblia sola sin una comunidad viva, sin un intérprete vivo, dando inicio a una nueva comunidad cristiana. Las posibilidades serían mínimas o inexistentes.[4]
La importancia de una tradición viva para la transmisión de cualquier fe o de cualquier perspectiva que deba ser asimilada personalmente es real para todas las áreas de la vida. Émile Bréhier en su importante historia de la filosofía ha notado que “el pensamiento filosófico no es de aquellas realidades estables, las cuales, una vez descubiertas, continúan existiendo como una invención técnica. El pensamiento filosófico es cuestionado constantemente, se halla siempre en peligro de perderse en fórmulas que lo fijen o lo traicionen. La vida espiritual existe únicamente en su desarrollo continuo, y no en la posesión de una supuesta verdad adquirida”.[5]
Esta es una descripción precisa del significado de la tradición viva, enraizada en los siglos pasados pero viva para el futuro, para la transmisión de los compromisos de fe, de estilos de vida y de perspectivas sobre el universo y su significado. Una tradición viva es indispensable para la transmisión de valores humanos y de la fe comunitaria y formas de vida. La Iglesia ha continuado a través de los siglos por medio de contar la historia e invitar a los que escuchan a incorporarse a la comunidad viviente.

(b) La tradición humana. El acto de transmitir el Evangelio con la tradición es humano y vivo. Confundir costumbres locales con el Evangelio y santificar prejuicios parroquiales son parte del mismo proceso. La tradición se satura de falsos comienzos y desarrollos equivocados. Desde los tiempos de Jesús se han presentado estos problemas y, gracias al poder del Espíritu Santo, la comunidad cristiana ha sobrevivido. Además, las tradiciones de la Iglesia han demostrado un enorme poder para purgar, reformar y redirigirse a sí mismas a la luz de la tradición original de las Escrituras.
(c) La Tradición como obra del Espíritu Santo. Vehicular la fe con la tradición no es sólo un acto humano; es también una obra del Espíritu Santo. Albert Outler ha señalado esto con claridad y lucidez:

Esta “tradición” divina, o paradosis, fue un acto divino en la historia humana, y es renovado y actualizado en el transcurso de la historia por obra del Espíritu Santo de Dios, el cual Jesús comunicó a sus discípulos en la última hora en la cruz El Espíritu Santo -”enviado por el Padre en mi nombre” (Juan 14.25)- recrea el acto original de la tradición (traditum) por medio de un acto de “tradicionización” (actus tradendi), y así la tradición de Jesucristo llega a ser una fuerza viviente que va a permanecer para darle a la fe el estímulo para responder y crear testigos actuales. Este actus tradendi es el que transforma el conocimiento histórico de un hombre acerca de Jesucristo -un evento ya sucedido- en una fe vital en Jesucristo: “¡Mi Señor y mi Dios!”[6]

La vehiculación de la fe en la tradición como fenómeno humano no se puede identificar simplemente con la obra del Espíritu Santo. De hecho, el reconocimiento de la obra del Espíritu en la tradición es, finalmente, un acto de fe. Mezclada con toda la parafernalia de la tradición, cosas buenas, malas o indiferentes, se encuentra la realidad de la Iglesia y del Espíritu Santo. Esta es la creencia cristiana incluso en las horas más oscuras de la Iglesia. Si la doctrina de la infalibilidad tiene algún significado para los protestantes, es precisamente en este punto. Ningún protestante puede creer que alguna persona o institución sea tan sabia o tan buena que esté exenta de errores en algún punto. Los cristianos protestantes creen que la providencia y la misericordia divinas preservan a la comunidad cristiana de cometer algún error fatal o definitivo.

(d) Jesucristo como tradición. Jesucristo es la tradición y el acto humano de vehicular en la tradición lo que Dios hizo "por nosotros los hombres, y por nuestra salvación" en Jesucristo, siempre está subordinado a él. Para los protestantes y para la comunidad reformada, esta subordinación ha sido expresada en la suprema autoridad que ha sido atribuida en la vida de la Iglesia al Espíritu Santo al hablar por medio de las Escrituras. Los primeros reformadores colocaron a la Biblia por encima de toda tradición humana. Su protesta contra las tradiciones humanas aberrantes de su época parecía sugerir que la tradición no poseía ningún valor. Al parecer, sólo la Biblia respaldaba a su religión. Pero la Biblia nunca estuvo completamente sola: Calvino mismo habló en gran manera sobre la autoridad de la Biblia, pero él siempre leyó y escuchó la Biblia en términos de las tradiciones. Revisó su liturgia con base en las prácticas litúrgicas de la iglesia antigua, y desarrolló su política con un gran aprecio por la política practicada en aquélla. Escribió la Institución con la estructura del Credo de los Apóstoles, estudió la Biblia y llevó a cabo su labor teológica con la ayuda de incontables intérpretes y teólogos de siglos anteriores. Calvino no rindió culto a la Biblia o a la Iglesia y sus tradiciones, sino al Dios que visitó a su pueblo en Jesucristo.
Los protestantes siempre han tratado de creer que podrían de alguna manera omitir todos los siglos de la historia cristiana y leer la Biblia sin la ayuda o el estorbo de aquellos que les antecedieron. En realidad, aquellos que se han rehusado a leer la Biblia a la luz de las tradiciones eclesiásticas siempre lo han hecho a la luz de sus propias tradiciones históricas y culturales. Karl Barth, el gran teólogo reformado del siglo XX, escribió: "Realmente nunca ha habido un biblista a quien debido a su grandilocuente apego directo a la Escritura, en contra de los Padres y de la tradición, haya podido independizarse del espíritu y de la filosofía de su época y, especialmente, de sus ideas religiosas favoritas que en su enseñanza le haya dejado hablar a la Biblia y sólo a ella con absoluta seguridad por medio o a pesar de su anti-tradicionalismo".[7]
Barth va más allá al afirmar que, al lado del Catolicismo Romano, la teología reformada ha tenido sus padres eclesiásticos o maestros de la Iglesia, pero que dichos padres o maestros de la fe están subordinados claramente a la autoridad de la Escritura. En la Iglesia antigua, Atanasio y Agustín son maestros eclesiásticos para protestantes y católicos al mismo tiempo. Barth también le da un lugar a los teólogos medievales como Tomás de Aquino, Anselmo de Canterbury y Buenaventura. La autoridad de un padre de la iglesia es auténtica, pero relacionada con la de otros colegas. Sólo algunos maestros son "maestros de la Iglesia" o "Padres de la Iglesia". "No cualquier testigo eclesiástico en alguna época o periodo es un ejemplo o estímulo para ciertos miembros de la Iglesia y por esa razón, adquiere categoría de padre, en el cual la Iglesia puede y debe confiar, en el sentido de que los rumbos trazados por él sean los más correctos para ella. Esta genuina guía para la Iglesia, como la ejercieron Lutero y Calvino, es más bien rara".[8]
Y aun en los casos de Lutero y de Calvino la función de "maestro de la Iglesia" está en relación con la Escritura y con Jesucristo. El entusiasmo por un "maestro de la Iglesia" no debe perturbar el culto a Dios que otorga autenticidad a la Iglesia. "Por supuesto, yo me ubico en la tradición reformada", dijo Barth, "pero yo creo, como Calvino, que hay un solo Maestro en la Iglesia y en el mundo. Consecuentemente, trato de obedecer a Cristo y no a Calvino".[9] Jeanne d'Albret (1528-1572), la notable dirigente de la Iglesia Reformada Francesa, fue verdaderamente reformada cuando le escribió a su sobrino, el Cardenal d'Armagnac, "Yo sigo a Beza, a Calvino y a otros sólo en la medida en que ellos siguen a la Escritura".[10]

(e) Las tradiciones. Desde muy al principio, las tradiciones cristianas han sido diversas. No hay uniformidad en las tradiciones del Nuevo Testamento. El manejo que Pedro hizo del Evangelio fue muy distinto del llevado a cabo por Juan o por Pablo. El consenso de la Iglesia Católica antigua fue real, pero no esconde su diversidad: la cristiandad judía, helenística, la muy peculiar elaboración nestoriana, la monofisita, la donatista y muchas otras. Algunas de estas pequeñas y aisladas tradiciones siguen existiendo hasta hoy, como sucede con los coptos, los sirios, los armenios y los cristianos nestorianos, todos ellos representados en los Estados Unidos.
La mayor división entre las Cristiandades occidental y oriental se presentó muy pronto y se hizo oficial en el año 1054. Los cristianos orientales, divididos a su vez en iglesias nacionales, autónomas, han permanecido extraños y ajenos a los cristianos de Europa occidental. Sólo recientemente los occidentales comenzaron a entender y a apreciar las poco conocidas prácticas cristianas de las iglesias orientales. La misma cristiandad occidental se fragmentó en el siglo XVI con la ruptura entre el catolicismo occidental gobernado por Roma y el Protestantismo. Éste último se fragmentó rápidamente, debido, en parte, al aislamiento geográfico y a la emergencia de poderosos estados nacionales. En parte, también, a causa de la convicción protestante que aceptó el riesgo preferible de dividirse antes que aceptar la autoridad de alguna institución para dictar cómo debía leerse la Biblia en las comunidades. El énfasis puesto en la acción reveladora del Espíritu Santo por medio de la Biblia como la autoridad última y en la obligación de todos los creyentes como sacerdotes delante de Dios para tomar la responsabilidad de su propia fe fue una fuente de la fortaleza protestante, pero también fomentó más divisiones.
Las tradiciones cristianas particulares están todas subordinadas a la tradición, la revelación de Dios en Jesucristo, quien es el Señor de la comunidad cristiana en todas sus manifestaciones. Además, las tradiciones particulares con sus perspectivas parciales y parroquiales no pueden aislarse propiamente de la totalidad de la iglesia única, santa, católica y apostólica. La tradición y la comunidad reformadas deben entenderse, así, en el amplio contexto de la comunidad cristiana y en el de otras tradiciones que, de diferentes maneras, dan testimonio de la gracia de Dios en Jesucristo. La tradición reformada comparte una fe y una tradición comunes con todos aquellos que creen que Dios, el creador de los cielos y de la tierra, ha visitado a su pueblo de una forma decisiva y definitiva en Jesucristo. El Credo de los Apóstoles, el Credo Niceno y la Fórmula de Calcedonia son los estatutos teológicos primarios de esta tradición cristiana universal. La tradición y la comunidad reformadas son también una parte de la comunidad protestante. Como tales, comparten con los demás protestantes las afirmaciones básicas de los grandes escritos teológicos de Martín Lutero (1520): (1) La autoridad última del Espíritu expresada a través de la Biblia; (2) La justificación por la gracia a través de la fe; (3) El sacerdocio universal de todos los creyentes; (4) La santificación de la vida común; y (5) El rechazo radical de creencias y prácticas cristianas mágicas.[11] Estos énfasis le dan al cristianismo protestante un estilo y un carácter particulares. Dentro del abanico protestante, la comunidad reformada se distingue de los luteranos, anglicanos y de los protestantes más radicales (p. ej. los menonitas). La peculiaridad de la tradición reformada se explicará en este libro; pero como ya señaló en el prefacio, esto no es fácil de hacer, porque la tradición reformada basa su diversidad en las contribuciones de teólogos, culturas, épocas y experiencias de múltiples ámbitos, cristianos y no cristianos.
Los cristianos reformados (y presbiterianos) pueden identificarse a sí mismos como: (1) cristianos, (2) protestantes, (3) reformados, y (4) como pertenecientes a una denominación particular en una situación nacional propia. El orden de esta enumeración tiene cierta importancia: la situación particular puede darle a cada término más importancia que a otro; también debe quedar claro que el vocablo Cristiano no es sólo el más comprehensivo sino también la identificación más importante. Además, la conciencia de que Jesucristo es el Señor de todas nuestras tradiciones, y aun de nuestras definiciones cristianas básicas, es el primer artículo de la fe. Debe distinguirse con claridad entre la tradición (Jesucristo y el Evangelio de la salvación divina a través de él) y las tradiciones, y dicha distinción nunca debe ser violentada.

Una sociedad secular y plural
La comunidad cristiana comenzó su existencia como un grupo pequeño, insignificante políticamente y sujeto a la acción policiaca siempre que alterara el orden establecido. Alrededor del siglo III, sin embargo, la comunidad cristiana fue señalada como un peligro para las pretensiones del Imperio Romano: el culto al Emperador era el punto en el que los romanos podían colocar su fe con la seguridad de que el sentido de la vida se basaba en la sociedad ordenada racionalmente por Roma.[12] La convicción cristiana de que sólo Jesucristo es el Señor resultaba subversiva en medio de la idea del estado absolutista romano, que otorgaba seguridades a todos los que lo aceptaran de buen grado. Roma tomó entonces muy en serio la amenaza que representaba la iglesia cristiana y trató de eliminarla, persiguiéndola continuamente en dicho siglo. No obstante, el emperador Constantino se convirtió al cristianismo, y la Iglesia recibió la aceptación y los favores oficiales. Bajo el reinado de Teodosio, el imperio se hizo formalmente cristiano, comenzando así la Cristiandad, una comunidad, un territorio, en el que todos sus integrantes eran oficialmente cristianos.[13] Las congregaciones locales se conviertieron en iglesias parroquiales, las cuales se ubicaban en áreas geográficas bien determinadas. Cada iglesia era responsable de toda la población del área, relacionándose forzosamente con ella. De este modo, en el siglo XIII, la Europa medieval era una sociedad cristiana. Esto no quería decir que cada quien fuera cristiano, sino que la sociedad era cristiana en sus símbolos, en sus lealtades y en su organización.
La corriente principal de la Reforma Protestante no rechazó la idea de Cristiandad o de las iglesias parroquiales; Calvino creía, como la Asamblea de Westminster un siglo más tarde, que la forma parroquial era la idónea para las congregaciones locales. Calvino aceptó que la Cristiandad era una ilusión, pero aunque rechazaba la idea, promovió intensamente la posibilidad de coexistencia, en Ginebra, de la iglesia y la comunidad.
La Cristiandad y la parroquia llegaron a ser obsoletas en tres movimientos. El primero, la secularización de la sociedad a partir del siglo XIII, removió gradualmente muchas áreas de la vida del dominio de la Iglesia y de los teólogos. En el siglo XX en la mayoría de países occidentales, el Estado es oficialmente laico, y la mayor parte de las actividades humanas, como la ciencia, la educación, y la atención de los enfermos, son autónomas, esto es, están controladas por principios y regulaciones que se desarrollaron independientemente.[14] El segundo movimiento fue la fragmentación del Protestantismo y el surgimiento del modelo denominacional de la vida eclesiástica en los siglos XVII y XVIII.[15] El tercer movimiento fue el desarrollo de la libertad religiosa.[16] La combinación del modelo denominacional y la libertad religiosa significó que el viejo concepto de una comunidad=una iglesia, estaba superado. La fundación de los Estados Unidos y el desafío de la frontera ofrecieron las condiciones óptimas para el desarrollo de iglesias voluntarias en una sociedad libre y secular. Los sociólogos caracterizan a esta sociedad como plural, o sea una sociedad que tolera en la misma comunidad a muchas prácticas religiosas y estilos de vida.
El surgimiento de una sociedad plural y secular ha sido lento y el promedio cronológico para su desarrollo es variable según las culturas. En el sur de Estados Unidos, existió un sustituto protestante de la Cristiandad* incluso hasta después de la II Guerra Mundial; esta sociedad fue un intento de sociedad cristiana a partir de leyes no escritas: las escuelas públicas eran escuelas protestantes. Muchas sanciones, públicas y privadas, se sostenían debido a que se les consideraba como cristianas. Además, los jóvenes crecían en las mismas comunidades con sus padres, abuelos y demás familiares. La comunidad impulsaba celosamente la transmisión de la fe de padres a hijos, lo que ahora ha disminuido. La comunidad cristiana existe mayormente ahora como una sociedad predominantemente voluntaria (sin presiones ya sea legales, psicológicas o sociales, que obliguen a la gente a ser cristiana) en una sociedad industrial, urbana, libre, plural, secular y móvil.
La consecuencia de este desarrollo es que la gente es más libre que nunca para ser o no cristiana de lo que fue posible en Occidente desde el siglo V. Los estímulos y los castigos comunitarios ya no dependen de la fe tradicional heredada a los hijos de generación en generación. Como nunca antes, la ruptura del antiguo orden, la gran movilidad social y la penetración de los medios masivos, han hecho posible que la gente escoja sus tradiciones en medio de una gran variedad. Esta libertad provee enormes posibilidades de desarrollo humano, lo cual debe ser recibido con gratitud, debido a que es también motivo de una gran exigencia a las capacidades humanas para tomar decisiones responsables. Asimismo, la respuesta apropiada a esta nueva libertad es un cierto temor debido a que las decisiones tomadas dentro de ella son fatales para las personas, para la iglesia y el orden social.
Las libertades de una sociedad plural y secular ofrecen a la Iglesia la posibilidad de ser más auténtica de un modo en que las sociedades más coercitivas no lo permiten. Esto es una nueva oportunidad, pero le impone nuevas responsabilidades a la Iglesia. En un ambiente mayoritariamente protestante (Protestantdom), la fe era enseñada por muchas agencias de la comunidad. El culto regular era apoyado por la práctica comunitaria. Un estilo de vida relativamente cristiano, al menos en lo que fue concebido como tal, estaba sostenido por las normas comunitarias. Esto ya no es así. Una sociedad móvil, plural, libre y secular, espera más de la gente joven, de los nuevos matrimonios y de la gente mayor en la formación y el mantenimiento de sus vidas, que tal vez cualquiera otra sociedad en la historia humana. De aquí que la Iglesia debe descubrir nuevas maneras de vehicular la fe y la vida cristianas en la tradición. Debe aprender de nuevo a proporcionar un verdadero apoyo a la gente joven en los momentos más exigentes de su vida, así como a proteger y a alimentar a la familia cristiana contra las fuerzas sociales que la destruyen. Para usar una frase hecha, la Iglesia debe ser en nuestra época la madre del fiel de modo que no tenga que estar en una sociedad "cristiana" o "protestante".
La fe y la vida de la comunidad cristiana debe, en la actualidad, ser vehiculada en la tradición, con autoridad, en una sociedad que ofrece a la gente la libertad y los medios para escoger sus tradiciones. En esta sociedad, muchos vivirán sin ninguna tradición, otros más serán víctimas no simplemente de tradiciones extrañas sino de tradiciones social e individualmente destructivas. Por ello, en estos tiempos, la Iglesia debe vigilar críticamente la naturaleza de las tradiciones y de los problemas de la vehiculación tradicional de la fe y de los estilos de vida en una sociedad móvil, libre, plural y secular.
Una sociedad así, que ofrece libertad de tradiciones y recuerdos, brinda grandes oportunidades para la evangelización y la apelación cristianas. La fe y el compromiso cristianos son vitales en una tradición. Ser cristianos significa tener a Abraham, Isaac y Jacob; a Isaías, Jeremías y Amós; a Pablo, Pedro y Juan; a San Agustín, Calvino y Barth como padres en la fe. La "historia personal" no es sólo una herencia biológica, sino también una cadena de tradiciones y recuerdos que pueden ser escogidos, en alguna medida, libremente.[17] Los linajes espirituales están sujetos a cambios, a diferencia de las líneas genéticas. Muchos cristianos reformados cuyos ancestros biológicos procedían del norte de Europa reconocieron a San Agustín, un africano, y a Pablo y Abraham, antiguos semitas, como sus padres en la fe, y a Ginebra y Jerusalén como sus ciudades venerables. El pueblo de Dios ha sido siempre una sociedad basada no en los lazos consanguíneos sino en las experiencias históricas, como bien lo expresó John Bright:

La existencia de Israel como pueblo se basó en la memoria de una experiencia común transmitida directamente por los que participaron en ella, y que llegaron a ser el núcleo de Israel. Aunque no podemos controlar los detalles de los relatos bíblicos, es incuestionable que son históricos. No hay razón para dudar de que los esclavos hebreos hayan escapado de una manera extraordinaria de Egipto (¡y bajo la conducción de Moisés!) y que hayan interpretado su liberación como una intervención de la gracia de Yahvé, el "nuevo" Dios en cuyo nombre actuó Moisés. Tampoco hay una razón objetiva para dudar de que este mismo pueblo haya ido hasta el Sinaí, donde estableció un pacto con Yahvé para ser de su pertenencia. Con ello se fundó una nueva sociedad donde no había nada, basada no en la sangre, sino en la experiencia histórica y en la decisión moral.[18]

Cuando una persona ingresa a una nueva comunidad, se apropia de su historia y la hace suya junto con su memoria. Esto ha sido expresado con la clásica sencillez de H. Richard Niebuhr:

Los inmigrantes no fueron verdaderos miembros de la comunidad norteamericana hasta que aprendieron a reconocer a los Peregrinos y a los hombres de 1776 como sus padres, y a la Guerra Civil como algo que les concernía. Donde la memoria común se ve menguada, donde los hombres no comparten el mismo pasado no puede haber una auténtica comunidad, y donde la comunidad se forma, debe crearse una memoria común. De ahí la insistencia en la enseñanza de la historia en las comunidades nacionales modernas. Pero debido a tales recuerdos locales, únicamente pueden ser apropiados los pasados parciales y sólo limitadamente pueden formarse las comunidades humanas. Para los cristianos el momento revelatorio no es únicamente algo que pueden recordar como un hecho acaecido en su pasado común, sean hebreos o griegos, esclavos o libres, europeos o africanos, americanos o asiáticos, gente medieval o moderna. Se convierte en una ocasión para apropiarse del pasado de todos los grupos humanos. A través de Jesucristo los cristianos de todas las razas reconocen a los hebreos como sus padres; construyen en sus vidas como ingleses o americanos, italianos o alemanes, los recuerdos de la fidelidad de Abraham, del heroico liderazgo de Moisés, de las denuncias y anuncios proféticos. Todo lo que le sucedió a ese pueblo de Dios extraño y trashumante llega a formar parte de su propio pasado. Pero Jesucristo no es solamente el judío que sufrió por los pecados de los judíos y por los nuestros; él también fue miembro de la comunidad romana mundial a través de la cual el pasado romano se ha hecho nuestro. La historia del imperio a través del cual su vida y muerte puede ser comprendida, es la historia de nuestro imperio. Más aún, él es el hombre a través de quien la totalidad de la historia humana llega a ser nuestra. Ahora ya no hay nada que nos resulte ajeno. Todas las luchas, las búsquedas de luminosidad, las peregrinaciones de los pueblos, todos los pecados de los hombres en todos los lugares se han hecho parte de nuestro pasado a través de él. Debemos recordarlo todo como algo sucedido en nuestra comunidad. A través de Cristo nos volvemos inmigrantes en el imperio de Dios que se extiende sobre todo el mundo y aprendemos a recordar la historia de ese imperio, que es de los hombres de todos los tiempos y lugares, como nuestra historia.[19]

En la antigua sociedad de Cristiandad o de dominio protestante (Protestantdom), las tradiciones y recuerdos que constituyen a la comunidad cristiana debían ser dados por supuestos. Ahora ya no es posible. La evangelización como incorporación a la comunidad cristiana deberá prestar más atención a los recuerdos y tradiciones y a su mantenimiento en una cultura plural y secular.

La tradición abierta
"Tradición" no es una "buena" palabra en el lenguaje común. Para muchos representa lo caduco, fuera de época, rígido y fijo u orientado al pasado. Existen buenas razones que explican estas connotaciones. Las impresiones negativas se basan en el hecho de que las tradiciones pueden morir en algún punto fijo y sólo pueden ser repetidas de una manera legalista por sus defensores. Cuando las tradiciones mueren y se anquilosan, pueden ser descartadas o convertirse en cargas opresivas sobre aquellos que continúan viviendo a través de ellas. La imagen negativa de la tradición también tiene su origen en los tradicionalistas, para quienes el pasado es tan bueno que el futuro no tiene mayores posibilidades.
La tradición en sí misma es una buena palabra; más que eso, es prácticamente una palabra indispensable. Los seres humanos se distinguen de los animales por su memoria cultural, por su capacidad para forjar una tradición. Los animales no tienen tradiciones ni culturas. Por la tradición la gente se salva de la tiranía del instante, y a través de ella logra trascender el tiempo. Una persona sin tradición es sacudida por el viento que sopla en un momento cualquiera y carece de perspectiva para juzgar el futuro. La tradición capacita para utilizar los recursos del pasado en una apertura hacia el futuro. De hecho, apelar a la tradición ha sido históricamente un modo de plantear los cambios del futuro e, incluso, de posibilitar las revoluciones.[20]
La tradición, como se ha señalado, es un acto humano. En la Iglesia, las tradiciones han tomado rumbos equivocados, se han vuelto hacia sí mismas, hasta anquilosarse prematuramente. El fundamentalismo contemporáneo y algunos tipos de liberalismo representan la fijación de las tradiciones conservadora y liberal del siglo XIX. Siempre ha habido componentes de ambas en las tradiciones cristianas y el problema no radica en estos componentes de las tradiciones mismas, sino en la fijación de las tradiciones en una época y lugar particulares hasta el punto en que su repetición responda, después, a otro tiempo y ubicación. La tradición, liberal o conservadora, ya no sobrevive sino como algo muerto, útil únicamente para una repetición estéril.
Las tradiciones también tienen una forma de aislarse a sí mismas y de vivir según sus principios internos. A veces esta internalización de la tradición es un medio de autoprotección en el contexto de una sociedad hostil. Esta ha sido la táctica de algunas tradiciones en culturas renovadoras o en sociedades totalitarias en el siglo XX. El cristianismo pietista se protegió a sí mismo de aquellas sociedades que no podía controlar y de los fuertes impulsos intelectuales del siglo XIX. Esta gran internalización de las tradiciones, aun siendo necesaria, siempre reduce su vitalidad. Las tradiciones han sido más fuertes cuando han vivido no sólo por sus principios internos, sino también por el diálogo con la totalidad de la cultura.
La marginación de las tradiciones, sin embargo, no es una respuesta adecuada al problema de aquéllas que han muerto y abortado o de las que se han volcado sobre sí mismas. Esto se ve con claridad en buena parte de la vida eclesiástica contemporánea. A partir de 1955,[21] la teología y el ministerio eclesiástico han sido invadidos por la ambición de novedades y por un cierto narcisismo exquisito en la búsqueda de originalidad.[22] El resultado ha sido el culto a las modas. En una sola década ha sido posible que una persona se haya involucrado con el movimiento por los derechos civiles, la teología de la secularización, la teología de la esperanza, la teología negra, la teología política, la teología feminista y la teología del juego, además del "movimiento de Jesús". Algunos han ido de aquí para allá sin reconocer un punto de partida estable. Todos estos movimientos han hecho contribuciones positivas para la vida de la Iglesia y han llamado favorablemente la atención de todos. No obstante, dichos movimientos y corrientes teológicas dejaron mucho que desear en términos de logros constructivos cuando monopolizaron la atención y las energías de sus seguidores perdiendo perspectivas y capacidad para autocriticarse. Dos cuestionamientos básicos que pueden aplicarse a los entusiasmos sociales y teológicos de los años sesenta son: la ingratitud hacia el pasado positivo y la escasa capacidad de autocrítica. Las mismas objeciones podrían hacerse a los dirigentes eclesiásticos desarraigados que también han sido sacudidos por las nuevas formas de culto, de experimentación ministerial o de sistemas de administración.
La gran ventaja de una tradición es su rico aprovisionamiento de sabiduría acumulada que ofrece una perspectiva para el tiempo presente. Dicha sabiduría ha sido probada y llevada a cabo en las luchas vitales, no una ni dos veces, sino en múltiples ocasiones. Aparte de la sabiduría y la estabilidad de una tradición viva, es posible entablar un diálogo o debate con todo lo nuevo y contemporáneo sin ser atraídos por cada viento que sople. La tradición provee criterios que permiten discernir los espíritus. Asimismo, las tradiciones preservan a los recursos del pasado que de otro modo se perderían cuando fueran más necesarios. Muchos elementos de la tradición cristiana sólo parece que están muertos y tienen una gran capacidad para producir "resurreciones de entre los muertos". La teología de Schleiermacher estaba "muerta" en los años treinta, pero sobrevivió en los cincuenta. La tradición "salva" muchos elementos invaluables de la experiencia cristiana que se han hecho a un lado prematuramente, considerándolos acabados, pero que son fuentes de luz en situaciones nuevas. Las tradiciones, así, ofrecen perspectiva y profundidad a la comunidad cristiana.
El excesivo amor al pasado, la repetición, como leyes, de tradiciones muertas para la vida contemporánea, así como el rechazo del cambio son, evidentemente, formas de vida destructivas. El cambio en sí mismo no es bueno necesariamente; el futuro no es automáticamente una puerta abierta al progreso inevitable. La sabiduría del pasado no está pasada de moda porque es la integridad la que ha sido eliminada de la experiencia humana actual. La naturaleza humana sigue siendo eso mismo. La tentación del espíritu liberal de rechazar acríticamente todas las tradiciones le quita a la Iglesia un gran recurso para afrontar el futuro. Un procedimiento más productivo es probar las tradiciones y, en particular, aquélla en la que uno se ubica; todas las tradiciones deben ser revisadas críticamente con frecuencia y disponerse a la autorreforma. Deben vivir y desarrollarse no sólo en términos de sus principios internos, sino también en diálogo e, incluso, en el debate y la confrontación con otras tradiciones, movimientos y eventos. Una de las grandes aportaciones del movimiento ecuménico ha sido la "catolicización" del quehacer teológico. Los buenos teólogos leen su tradición teológica en el contexto de la teología de la Iglesia total. La Iglesia debe aprender también no sólo de aquellos que la aman, sino también de los que la rechazan, como los marxistas en la actualidad.
La tradición viva y abierta de la Iglesia tiene elementos conservadores y liberales; ha asimilado dinámicamente la sabiduría del pasado y se encuentra abierta al futuro. La tradición viva de la Iglesia es el vínculo indispensable entre la comunidad creyente de hoy y los eventos, testimonios, y la interpretación que son su origen. Un historiador de las doctrinas lo ha expresado muy bien. La tradición es la fe viva de un pueblo ya fallecido. El tradicionalismo es la fe muerta de un pueblo vivo. Por esta razón la tradición es una fuente de vitalidad para la Iglesia y el tradicionalismo la causa de su muerte.
La salvación de Dios para hombres y mujeres en Jesucristo ha sido manejada de diversas maneras, algunas buenas, otras malas y otras más, indiferentes. Cada generación debe, entonces, probar la tradición o tradiciones para ver qué tan claramente representan la gracia y acción divinas en Jesucristo para la fe y la obediencia cristianas en la actualidad. Además, todas las tradiciones deben ser recibidas con gratitud y con espíritu crítico.
La tradición reformada no reclama ser la única tradición cristiana; lo que exige es ser una forma de ser la Iglesia única, santa, católica y apostólica que ha vivido transmitiendo su fe y vida a cada nueva generación. Reclama ser una forma auténtica de comunidad cristiana que tiene su fortaleza peculiar y también su propia debilidad y sus problemas. Pretende ser el pueblo de Dios en toda su plenitud. Sobre esa base reclama, simultáneamente, aceptación y crítica.


[1] Philip Schaff, The Creeds of Christendom, with a History and Critical Notes, 3 vols., 5a. ed. Grand Rapids: Baker House, 1969, copyright 1877 por Harper & Brothers.
[2] Albert C. Outler, The Christian Tradition and The Unity we Seek. Nueva York: Oxford University Press, 1957, p. 110.
[3] Emil Brunner, El malentendido de la Iglesia. Trad. de Pablo Pérez y Ernesto Olvera, Guadalajara, Transformación, 1993, pp. 42-43.
[4] Norman Pittenger, The Word Incarnate: A Study of the Doctrine of the Person of Christ. Nueva York: Harper & Row, 1959, pp. 57-58.
[5] Émile Bréhier, The History of Philosophy: Vol. I: The Hellenic Age. Trad. de Joseph Thomas, Chicago: University of Chicago Press, 1963.
[6] A. Outler, op. cit., p. 111
[7] Karl Barth, Church Dogmatics. 4 vols. Edimburgo: T&T Clark, 1936-69, I, 2:609.
[8] Ibid, 613.
[9] Cit. por Jacques de Senarclens en "Karl Barth y la Tradición Reformada", en Reformed World, 30, 206, de la entrevista aparecida en Realité, febrero de 1963, p. 25.
[10] Cit. por Roland Bainton en Women of the Reformation: In France and England.
[11] Cf. las siguientes obras de Lutero: "Tratado sobre las buenas obras", "A la nobleza cristiana de la nación alemana", "El cautiverio babilónico de la Iglesia" y "La libertad del cristiano". [Los tres últimos se pueden consultar en Escritos reformistas de 1520. México, SEP, 1988]
[12] Charles N. Cochrane, Cristianismo y cultura clásica. México, FCE, 1982, pp. 289ss, pp. 314ss.
[13] Cf. Martin E. Marty, Second Chance for American Protestants. Nueva York: Harper & Row, 1963, pp. 13-54.
[14] Franklin Le Van Baumer, Religion and the Rise of Scepticism. Nueva York: Harcourt, Brace & World, 1960.
[15] Cf. Winthrop S. Hudson, "Denominationalism as a Basis for Ecumenicity: A Seventeenth Century Conception", en Church History, Marzo de 1955, pp. 32-50.
[16] W. K. Jordan, The Development of Religious Toleration in England. Cambridge: Harvard University Press, 1932-1940. Roland Bainton, The Travail of Religious Liberty: Nine Biographical Studies. Philadelphia: Westminster Press, 1951.
* N. del T. La palabra Protestantdom es intraducible. Aquí se usa en contraste con Christendom, "Cristiandad", que tiene fuertes resonancias católicas.
[17] H. Richard Niebuhr, The Meaning of Revelation. Nueva York: The Macmillan Company, 1946, pp. 43ss.
[18] John Bright, A History of Israel, Philadelphia, Westminster Press, 1972, p. 146.
[19] H. Richard Niebuhr, op. cit., pp. 115-116.
[20] "Buscar en la memoria común los grandes principios que fundamentan los usos y costumbres y de los cuales existen perversiones así como ilustraciones, puede ser un asunto muy radical y fecundo." H. Richard Niebuhr, op. cit., pp. 5-6. Cf. Michael Hill, The Religious Order,
[21] Esta es una fecha conveniente para delimitar la enorme influencia de los teólogos relacionados con Karl Barth y el surgimiento de muchos enfoques nuevos en teología.
[22] Schubert Ogden en una conferencia presentada en el Union Theological Seminary en Virginia.
Minneapolis: Augsburg Publishing House, 1973, p. 6. Nueva York: Crane, Russak & Co, 1973. Los defensores del cambio teológico en la Iglesia Presbiteriana frecuentemente apelan a Calvino. Los defensores del cambio litúrgico también recurren a la tradición. La tradición no apoya necesariamente cualquier cambio, pero su utilidad para asumir una apertura hacia el futuro contra la tiranía del instante ha sido demostrada ampliamente.

Fuente:
http://calvino-jubileo-2009.blogspot.com/2006/11/fe-y-tradicin-john-leith.html

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