“En verdad, en verdad te digo: el que no nazca
de lo alto no puede ver el Reino de Dios” (Jn 3, 3)
Pero el Rabbí no termina ahí, y continúa diciendo: “El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu” (Jn 3, 8). A medida que Cristo hablaba la desorientación de Nicodemo era mayor. Cada vez entendía menos.
Y era lógico que así sucediera, ya que él no había recibido aún el Espíritu prometido por el Padre (ver Jl 3, 1), “pues todavía Jesús no había sido glorificado” (Jn 7, 39); y sin acceso a la verdad divina, misión exclusiva del Espíritu Santo, es imposible discernir éste o cualquier otro develamiento (Jn 16, 13).
En este pasaje evangélico, en el que interviene Nicodemo, lo más importante son los anuncios que hace Jesucristo “para que todo el que crea tenga por él vida eterna” (Jn 3, 15). Y lo que debe quedar bien claro es que ser como el viento no significa hacer lo que a uno se le ocurre y menos ser un rebelde.
Un nuevo nacimiento
San Pablo, más adelante, aclara que este nacer de nuevo se logra por “medio de un baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo” (Tt 3, 5), transición de la vida antigua de pecado a la nueva vida de obediencia a Jesucristo (2 Co 5, 17; Ga 6, 15; Ef 4, 23 24; Col 3, 10). Esta ablución es, sencillamente, el bautismo sacramental que, por lo general, los católicos lo recibimos cuando aún somos bebés.
Y si bien este sacramento, como los otros seis restantes, obran por ellos mismos, son mucho más eficaces cuando se reciben con cooperación y predisposición personal (Concilio de Trento).
Una de las consecuencias esenciales del obrar por sí de este sacramento, surge claramente de la carta que san Pablo les escribe a los romanos: “Por consiguiente, ninguna condenación pesa sobre los que están en Cristo Jesús”, ya que los que han nacido de nuevo, son librados de la esclavitud que proviene de “la ley del pecado y de la muerte”, que es derrotada por “la ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús” (ver Rm 8, 1-2).
Todo esto es parte de la regeneración que menciona san Pablo en la carta a Tito (3, 5), que es vital para todo hombre ya que, por su naturaleza humana, se encuentra separado de Cristo, es pecador e incapaz de obedecer y agradar a Dios (Sal 51, 5; Jr 17, 9; Rm 8, 7 8; 1 Co 2, 14; Ef 2, 3).
Pero así como al recibir la vida de Dios se regenera y nace del Espíritu, también puede extinguir esa vida con las elecciones impías y la vida perversa, y morir espiritualmente. Afirmaría el Apóstol: “… si vivís según la carne, moriréis” (Rm 8, 13). De modo que el pecado y no seguir a Dios aniquilan la vida en el Espíritu en el alma del creyente, lo alejan de él y le van causando la muerte espiritual y la exclusión del reino de Dios.
Muerte espiritual
Para evitar lo anterior se debe tener bien presente, entonces, cuáles son esas elecciones impías que conducen a la muerte espiritual. En el Nuevo Testamento se encuentra reveladas muchas enseñanzas de lo que no se debe hacer. Por ejemplo: “Todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada. Y al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro?” (Mt 12, 31 32).
“¿No sabéis acaso que los injustos no heredarán el Reino de Dios? ¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el Reino de Dios” (1 Co 6, 9 10).
“Ahora bien, las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo, como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios” (Ga 5, 19 21).
“Porque es imposible que cuantos fueron una vez iluminados, gustaron el don celestial y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, saborearon las buenas nuevas de Dios y los prodigios del mundo futuro, y a pesar de todo cayeron, se renueven otra vez mediante la penitencia, pues crucifican por su parte de nuevo al Hijo de Dios y le exponen a pública infamia” (Hb 6, 4 6).
“Si alguno ve que su hermano comete un pecado que no es de muerte, pida y le dará vida –a los que cometen pecados que no son de muerte pues hay un pecado que es de muerte, por el cual no digo que pida–” (1 Jn 5, 16).
Lo infeliz es que son muchos los católicos que pecan sin luchar contra las tentaciones que provienen del espíritu de la carne y del error, como un efecto de haber recibido los sacramentos de iniciación cristiana sin cooperación y predisposición personal. Un obstáculo que no permite el accionar libre del Espíritu y el aprendizaje a vivir y obrar según el Espíritu (Ga 5, 25). Creyendo incluso que están obrando bien, dan satisfacción a las apetencias de la carne (Ga 5, 16), obras bien conocidas (ver Ga 5, 19-21).
Más del 90% de los argentinos son bautizados en la Iglesia Católica y demás confesiones cristianas; sin embargo, la mayoría se pasan la vida buscando una falsa salvación, haciendo “la fácil” andan por caminos espaciosos que llevan a la perdición (ver Mt 7, 13).
Bautismo en el Espíritu y evangelización
Todas las referencias, hasta aquí, son sobre los bautizados que han nacido espiritualmente y recibieron vida eterna y la salvación por medio de Jesucristo; y los que por optar por elecciones impías y la vida perversa llegan a extinguir esa vida abundante que Cristo vino a regalar a todos los hombres. A éstos, además, hay que sumar a las gentes que no han sido bautizados y que eligen esa misma vida.
Así se comprueba la inmensa cantidad de bautizados y paganos que, por encontrarse perdidos, necesitan de una auténtica evangelización. Pero de una evangelización como Dios manda y enseña.
En primer lugar, reveló Jesús, deben hacerla testigos que hayan sido bautizados en el Espíritu Santo, Promesa del Padre, y recibido “la fuerza del Espíritu Santo” (ver Hch 1, 4-5. 8). Estos testigos, para que haya frutos de conversión, deberán proclamar la Buena Nueva o kerygma o primer anuncio de Jesucristo muerto, resucitado, vivo y glorioso, con el poder que origina el Espíritu Santo.
Suele suceder que al anunciarse así el kerygma, la persona reciba el bautismo en el Espíritu Santo similar al que recibieron los apóstoles en la mañana de Pentecostés (ver Hch 1, 5; 2, 17). Este bautismo puede recibirlo una persona que ni siquiera esté bautizado sacramentalmente, como sucedió en la casa de Cornelio (ver Hch 10, 44,-48; 11, 16) y en seminarios de vida, de algunos de los cuales damos testimonio.
Este bautismo en el Espíritu Santo, revelado por Juan el Bautista, el Señor Jesús y el apóstol Pedro, despierta en quien lo recibe el deseo y la disposición espirituales para obedecer a Dios y seguir la dirección del Espíritu (Rm 8, 13 14), la aspiración de cambiar y llevar una vida recta (1 Jn 2, 29), amar a los demás creyentes (1 Jn 4, 7), evitar la vida de pecado (1 Jn 3, 9; 5, 18) y dejar de amar al mundo (1 Jn 2, 15-16). Además se enciende en su interior un fuego que le quema y lo obliga a no callar, nunca más, lo que ha visto y oído.
El bautismo en el Espíritu Santo, para el que lo recibe, es el comienzo de una vida totalmente nueva. Pero, como todo recién nacido en la carne, no nace sabiendo ni terminado. Necesita alimentarse y crecer, acumular datos y experiencias, formarse permanentemente.
Debe consolidarse con los dones y carismas que el Señor le otorga y ponerlos al servicio de sus hermanos para colaborar en la edificación de la Iglesia; y como testigo no debe interrumpir jamás el crecimiento espiritual que únicamente logrará si mantiene una intensa vida de oración que le permite una relación íntima con Dios por medio del Espíritu Santo.
Y así, entonces, se va haciendo realidad en él lo que Jesús le reveló a Nicodemo: “Todo el que nace del Espíritu es como el viento: no sabes de dónde viene ni adónde va”; y serán evidentes en él el fruto del Espíritu que san Pablo enumera en la carta a los gálatas (5, 22-23). Pues para ser realmente de Cristo Jesús, hay que crucificar la carne con sus pasiones y sus apetencias (v. 24).
Pero, ¿ser como el viento, es no tener límites y obrar conforme a lo que uno siente? La respuesta es rotundamente negativa. Pablo no obraba por impulsos, sino que compartía las revelaciones que recibía con los discípulos (comunidad); y que cuando quiso “saber si corría o había corrido en vano” (Ga 2, 2), subió nuevamente a Jerusalén para exponerle a quienes eran columnas de la Iglesia, autoridad puesta por el Señor, “Santiago, Cefás y Juan”, la necesidad de una confirmación. Recién se sintió seguro cuando éstos le “tendieron la mano en señal de comunión” (v. 9).
La Iglesia no es un escenario que permite la actuación de “llaneros solitarios”. Se es como el viento cuando se confirma que las mociones son del Espíritu porque no menoscaba la total comunión con el ordinario del lugar y la comunidad que integra; y, además, son corroborados con los criterios de verdad: Sagrada Escritura, Sagrada Tradición y Magisterio vivo de nuestra Iglesia.
En la Iglesia sobran rebeldías y desobediencias, tanto en el clero como en el laicado que, por supuesto, no provienen de Dios.
Pero mientras el auténtico testigo es dócil y obediente al Espíritu Santo, y a la autoridad constituida en la Iglesia, el rebelde es díscolo y no respeta la voluntad de Dios.
Carlos Lovotti
http://www.editorialkyrios.com.ar/kyrios/mejordelmes1.htm
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