LIBRO CUARTO
Cristo, verdad eterna, éstas son tus palabras, aunque no fueron pronunciadas en un tiempo ni escritas en un mismo lugar. Y pues son palabras tuyas, fielmente y muy de grado las debo yo recibir. Tuyas son, tú las dijiste, y mías son también, pues las dijiste por mi salud. Muy de grado las recibo de tu boca, para que sean más estrechamente injeridas en mi corazón.
Despiértanme palabras de tanta piedad, llenas de dulzura y de amor; mas, por otra parte, mis pecados me espantan, y mi mala conciencia me retrae de recibir tan altos misterios. La dulzura de tus palabras me convida, mas la multitud de mis vicios me desvía.
Me mandas que me llegue a ti con buena confianza si quisiere tener parte contigo, y que reciba el manjar de la inmortalidad si deseo alcanzar vida y gloria. Tú, Señor, dices: Venid a mí todos los que trabajáis y estáis cargados, y yo os recrearé. ¡Oh dulce y amigable palabra en la oreja del pecador, que tú, Señor Dios mío, convidas al pobre y al mendigo a la comunión de tu sacratísimo cuerpo!
Mas ¿quién soy yo, Señor, que presuma llegar a ti? Veo, Señor, que en los cielos de los cielos no cabes, ¡y tú dices: Venid a mí todos! ¿Qué quiere decir esta tan piadosa misericordia, y este tan amigable convite? ¿Cómo osaré ir, que no me conozco cosa buena? ¿De qué puedo presumir? ¿Cómo te pondré en mi casa, viendo que tantas veces ofendí tu benignísima cara? Los ángeles y arcángeles tiemblan, los santos y justos temen, ¡y tú dices: Venid a mí todos! Si tú, Señor, no dijeses esto, ¿quién osaría creerlo? Y si tú no lo mandases, ¿quién osaría llegarse a ti?
Veo que Noé, varón justo, trabajó cien años en fabricar un arca para guarecerse con pocos; pues ¿cómo podré yo en una hora aparejarme para recibir con reverencia al que fabricó el mundo?
Moisés, tu gran siervo y tu amigo especial, hizo el arca de madera incorruptible, y la guarneció de oro muy puro para poner en ella las tablas de la ley; y yo, criatura podrida, ¿osaré recibir tan fácilmente a ti, hacedor de la ley y dador de la vida? Salomón, que fue el más sabio de los reyes de Israel, en siete años edificó a loor de tu nombre un magnífico templo y celebró ocho días las fiesta de su dedicación, y ofreció mil sacrificios pacíficos, y asentó con muchas solemnidad el arca del Testamento, con trompas y regocijos, en el lugar que estaba aparejado; y yo, miserable, el más pobre de los hombres, ¿cómo te meteré en mi casa, que dificultosamente gasto con devoción una hora? Y aun pluguiese a ti, Dios mío, que alguna vez fuese media.
¡Oh Dios mío y cuánto estudiaron aquéllos por agradarte! Y ¡ay de mí, cuán poquito es lo que yo hago, cuán poco tiempo gasto en aparejarme para la comunión! Pocas veces estoy del todo recogido, y muy menos de toda distracción alimpiado. Por cierto, en la presencia saludable de tu deidad no me debería ocurrir pensamiento alguno superfluo, ni me habría de ocupar criatura alguna; porque no voy a recibir en mi aposento algún ángel, mas al Señor de los ángeles.
Y aún más, que hay muy grandísima diferencia entre el arca del Testamento, con sus reliquias, y tu preciosísimo y purísimo cuerpo, con sus inefables virtudes; y entre los sacrificios de la vieja ley, que figuraban los venideros, y el verdadero sacrificio de tu cuerpo, que es el cumplimiento de todos los sacrificios.
Y pues así es, ¿por qué yo no me enciendo más en tu venerable presencia? ¿Por qué no me aparejo con mayor cuidado para recibirte a ti en el sacramento, pues aquellos antiguos santos patriarcas y profetas, y los reyes y príncipes con todo el pueblo mostraron tanta devoción al culto divino? El devotísimo rey David bailó con todas sus fuerzas ante el arca de Dios, y acordándose de los beneficios otorgados a los padres en el tiempo pasado, hizo órganos de diversas maneras, y compuso salmos, y ordenó que se cantasen, y aun él mismo con alegría los cantó muchas veces en su arpa, inspirado de la gracia del Espíritu Santo, y enseñó al pueblo de Israel a loar a Dios de todo corazón, y bendecidlo, y predicarle cada día en consonancia de voces.
Pues si tanta era entonces la devoción, y tanta fue la memoria del divino loor delante del arca del Testamento, ¡cuánta reverencia y devoción debo yo tener y todo el pueblo cristiano en presencia del sacramento, en la comunión del excelentísimo cuerpo de Cristo! Muchos corren a diversos lugares por visitar reliquias de santos, y maravíllanse de oír sus milagros; miran los grandes edificios de los templos, besan los sagrados huesos guardados en oro y seda, ¡y estás tú aquí presente delante de mí en el altar, Dios mío, Santo de los santos, criador de todas las cosas, Señor de los ángeles, y aún no te miro con devoción!
Muchas veces la curiosidad de los hombres y la novedad de las cosas que van a ver es ocasión de ir a visitar cosas semejantes, y de ello traen poco fruto de enmienda, mayormente cuando con liviandad andan de acá para allá sin contrición verdadera. Mas aquí, en el sacramento del altar, enteramente estás tú presente, Señor mío, Dios hombre, Jesucristo, en el cual sacramento se recibe copioso fruto de eterna salud todas las veces que te recibieren digna y devotamente. Y a esto no nos trae alguna liviandad, o curiosidad, ni sensualidad, mas la firme fe, esperanza devota y pura caridad.
¡Oh Dios invisible, Criador del mundo, cuán maravillosamente lo haces con nosotros, cuán suave y graciosamente lo ordenas con tus escogidos, a los cuales te ofreces en este sacramento para que te reciban! Esto en verdad excede todo entendimiento. Esto especialmente atrae los corazones devotos y enciende los afectos. Y los mismos verdaderos fieles tuyos, que toda su vida ordenan para enmendarse, de este sacramento dignísimo reciben continuamente grandísima gracia de devoción y amor de virtud.
¡Oh admirable gracia, escondida en este sacramento, la cual conocen solamente los fieles cristianos, mas los infieles y los que en pecados están no la pueden gustar! En este sacramento se da gracia especial, y se repara en el ánima la virtud perdida, y se torna la hermosura afeada por el pecado. Y tanta es algunas veces esta gracia, que del cumplimiento de la devoción que se da, no sólo el ánima, mas aun el cuerpo flaco siente haber recibido fuerzas mayores.
Por eso es muy mucho de llorar nuestra tibieza y negligencia, que no vamos con vivo fervor a recibir a Cristo, en el cual consiste toda la esperanza y el mérito de los que se han de salvar.
Porque él es nuestra santificación y redención, él es la consolación de los que caminan y eterno gozo de los santos. Así que mucho es de llorar el descuido que muchos tienen en este tan salutífero sacramento, que alegra el cielo y conserva el universo mundo.
¡Oh ceguedad y dureza del corazón humano, que tan poco mira a tan inefable don, antes de la mucha frecuencia ha venido a mirar menos en él!
Por cierto, si este sacratísimo sacramento se celebrase en un solo lugar, y se consagrase por un solo sacerdote en el mundo, maravilla sería con cuánta afición irían los hombres a aquel lugar y a ver a aquel sacerdote de Dios, para oírlo celebrar los divinos misterios. Mas ahora hay muchos sacerdotes, y ofrécese Cristo en muchos lugares, para que tanto se muestre mayor la gracia y amor de Dios al hombre cuanto la sagrada comunión es más liberalmente extendida por el mundo.
Gracias se hagan a ti, buen Jesús, pastor eterno, que tuviste por bien de recrear a nosotros, pobres y desterrados, con tu precioso cuerpo y sangre, y también convidarnos con palabras de tu propia boca a recibir tus divinos misterios, diciendo: Venid a mí todos los que trabajáis y estáis cargados, que yo os recrearé.
Por cierto por ti mismo haces todo esto, no por mis merecimientos, mas porque tu bondad me sea más manifiesta y me sea comunicada mayor caridad, y la humildad sea loada más cumplidamente. Y pues así te place, Señor, y así lo mandaste hacer, también me agrada a mí que tú hayas tenido por bien. Plégate, Señor, que no lo impida mi maldad. ¡Oh dulcísimo y benignísimo Jesús, cuánta reverencia y gracia con perpetua alabanza te son debidas por la comunión de tu sacratísimo cuerpo, cuya dignidad ninguno se halla que la pueda explicar!
Mas querría saber: ¿qué pensaré en esta comunión, cuando me quiero llegar a ti, Señor, pues no te puedo honrar debidamente, y deseo recibirte con devoción? ¿Qué cosa mejor y más saludable pensaré, sino humillarme del todo ante ti y ensalzar tu infinita bondad sobre mí? Despréciome y sujétome a ti en el abismo de mi vileza. Tú eres el Santo de los santos, y yo el más vil de los pecadores, e inclínaste a mí, que no soy digno de alzar los ojos a ti.
Veo, Señor, que tú vienes a mí y quieres estar conmigo, tú me convidas a tu mesa y me quieres dar a comer el manjar celestial, el pan de los ángeles, que no es otra cosa, por cierto, sino tú mismo, pan vivo que descendiste del cielo y das vida al mundo. He aquí, Señor, de dónde procede este amor y se declara que lo tienes por bien. Esta bondad tuya, Señor, es la causa por que tal amor nos tienes y por que tan gran benignidad nos muestras.
¡Cuán grandes gracias y loores se te deben por tales mercedes! ¡Oh cuán saludable fue tu consejo cuando ordenaste este altísimo sacramento! ¡Cuán suave y alegre convite cuando a ti mismo te diste en manjar! ¡Oh cuán admirable es tu obra, Señor, cuán poderosa tu virtud, cuán inefable tu verdad! Por cierto, tú dijiste, y fue hecho todo el mundo; así esto es hecho porque tú mismo lo mandaste.
Maravillosa cosa y digna de creer, y que vence todo humano entendimiento, que tú, Señor Dios mío, verdadero Dios y hombre, eres contenido enteramente debajo de la especie de aquel poco de pan y vino, y sin detrimento eres comido por el que te recibe. Tú, Señor de todos, que no tienes necesidad de alguno, quisístete morar en nosotros por éste tu sacramento. Conserva mi corazón sin mácula, porque pueda muchas veces con limpia y alegre conciencia celebrar tus misterios y recibirlos para mi perpetua salud, los cuales ordenaste y estableciste, Señor, principalmente para honra tuya y memoria continua de tu pasión.
Alégrate, ánima mía, y da gracias a Dios por tan noble don y tan singularísimo refrigerio como te fue dejado en este valle de lágrimas. Porque cuantas veces te acuerdas de este misterio y recibes el cuerpo de Cristo tantas representas la obra de tu redención y te haces particionera de todos los merecimientos de Jesucristo; porque la caridad de Cristo nunca se apoca, y la grandeza de su misericordia nunca se gasta.
Por eso débeste disponer siempre a esto con nueva devoción de ánima y pensar con atenta consideración este gran misterio de salud. Y así te debe parecer tan grande, tan nuevo y alegre cuando celebras u oyes misa, como si fuese el mismo día en que Cristo descendió y se hizo hombre en el vientre de la Virgen, o aquél en que puesto en la cruz, padeció y murió por la salud de los hombres.
Porque tú, benignísimo Jesús, predicando a los pueblos y curando diversas enfermedades, dijiste: No quiero consentir que se vayan ayunos, porque no desmayen en el camino. Haz, pues, ahora conmigo de esta manera, pues te dejaste en el sacramento para consolación de los fieles. Tú eres suave hartura del ánima, y quien te comiere dignamente, participante y heredero será de la eterna gloria.
Necesario es a mí, por cierto, que tanto trabajo, y tantas veces peco, y tan presto me hago torpe y desmayo, que por muchas oraciones, y confesiones, y por la sagrada comunión me renueve, y me alimpie y me encienda. Porque, absteniéndome de comulgar mucho tiempo, podría ser que cayese del santo propósito. Los sentidos del hombre inclinados son al mal desde su mocedad, y, si no socorre la medicina divina, luego cae el hombre en lo peor.
Así que la santa comunión retrae del mal y conforta en lo bueno. Y si comulgando y celebrando soy tan negligente y tibio, ¿qué haría si no tomase tal medicina y si no buscase remedio tan grande? Y aunque no estoy aparejado para celebrar cada día, yo trabajaré de recibir los misterios divinos en los tiempos convenibles, y hacerme he participante de tanta gracia. Porque ésta es una principalísima consolación del ánima fiel en el tiempo de esta peregrinación, que acordándose muchas veces de su Dios, reciba devotamente a su amado.
¡Oh maravillosa voluntad de tu piedad para con nosotros, que tú, Señor Dios, Criador y vida de todos los espíritus, tienes por bien de venir a una pobrecilla ánima y hartar su hambre con toda tu divinidad y humanidad! ¡Oh dichoso espíritu, oh bendita ánima que merece recibir con devoción a ti, Seños Dios suyo, y ser llena de gozo espiritual en tu recibimiento! ¡Oh cuán gran señor recibe! ¡Oh cuán amado huésped aposenta! ¡Cuán hermoso y noble esposo abraza, más de amar que todo lo que se puede amar ni desear!
¡Oh muy dulce amado mío!, callen en tu presencia el cielo, la tierra y todo su arreo, porque todo lo que tienen de loar y de mirar, de la bondad de tu franqueza es, y nunca llegarán a tu hermosura, cuya sabiduría no tiene cuento.
Alumbra también mis ojos para que pueda mirar tan alto misterio, y esfuérzame para creerlo con firmísimo fe. Porque esto, Señor, obra tuya es, y no humano poder. Es sagrada ordenación tuya, y no invención de hombres. No hay, por cierto, ni se puede hallar alguno suficiente por sí para entender cosas tan altas, que aun a la sutileza angélica exceden. Pues yo pecador indigno, tierra y ceniza, ¿qué podré escudriñar y entender de tan altísimo sacramento?
Señor, en simplicidad de corazón, en buena y firme fe y por tu mandato vengo a ti con esperanza y reverencia, y creo verdaderamente que estás presente aquí en este sacramento, Dios y hombre. Y pues quieres, salvador mío, que yo te reciba y que me ayunte a ti en caridad, suplico a tu clemencia y demando me sea dada una muy especialísima gracia para que todo me derrita en ti y rebose de amor, y que no cure más de otra alguna consolación.
Por cierto, este altísimo y dignísimo sacramento es salud del ánima y del cuerpo, y medicina de toda enfermedad espiritual; con él se curan mis vicios, refrénanse mis pasiones, las tentaciones se vencen y disminuyen, dase mayor gracia, la virtud comenzada crece, confírmase la fe, esfuérzase la esperanza, enciéndese la caridad y extiéndese.
De verdad, Señor, muchos bienes has dado y siempre das en este dulcísimo sacramento a los que te aman, cuando te reciben, Dios mío, recibidor de mi ánima, reparador de la humana enfermedad y dador de toda interior consolación: que tú les infundes gran consuelo y fortaleza contra diversas tribulaciones, y de lo profundo de su propio desprecio los levantas a la esperanza de tu defensión, y con una nueva gracia los recreas y alumbras de dentro; porque los que antes de la comunión se habían sentido congojosos y sin devoción, después, recreados con manjar y beber celestial, se hallan muy mejorados.
Y esto, Señor, haces así con tus escogidos, porque conozcan verdaderamente, y manifiestamente experimenten que no tienen nada de sí, y sientan la bondad y gracia que de ti alcanzan, porque de sí mismos merecen ser fríos, duros, indevotos; mas de ti, Señor, alcanzan ser fervientes, alegres y devotos.
¿Quién llega con humildad a la fuente de la suavidad que no traiga algo de la suavidad? ¿O quién está cerca de algún gran fuego que no reciba algún calor? Y tú, Señor, fuente eres siempre llena y muy abundosa, fuego que continuo arde y nunca desfallece. Por tanto, si no me es lícito sacar del henchimiento de la fuente, ni beber hasta hartarme, pondré siquiera mi boca al agujero de algún cañito celestial, para que a lo menos reciba de allí alguna gotilla para refrigerar mi sed, porque no me seque del todo. Y si no puedo del todo ser celestial, ni puedo abrasarme como los serafines, trabajaré a lo menos de darme a la oración y aparejaré mi corazón para buscar siquiera una pequeña centella del divino entendimiento, mediante la humilde comunión de este sacramento que da vida.
Todo lo que me falta, buen Jesús, Salvador santísimo, súplelo tú benigna y graciosamente por mí, pues tuviste por bien llamar a todos, diciendo: Venid a mí todos los que trabajáis y estáis cargados, y yo os recrearé.
Yo, Señor, por cierto, trabajo y estoy atormentado con sudor de mi rostro y con dolor de corazón; cargado estoy de pecados, y combatido de tentaciones, envuelto y agravado, no hay quien me libre y salve sino tú, Señor Dios, Salvador mío. A ti me encomiendo con todas mis cosas, para que me guardes y lleves a la vida eterna. Recíbeme para gloria y honra de tu santo nombre. Tú, Señor, que me aparejaste tu cuerpo y sangre en manjar y en beber, otórgame, Señor, salvador mío, que crezca el afecto de mi devoción con la continuación de este tu misterio.
Grande es este misterio, y grande la dignidad de los sacerdotes, a los cuales es dado lo que no es concedido a los ángeles: que sólo los sacerdotes ordenados en la Iglesia derechamente tienen poder de celebrar y consagrar el cuerpo de Jesucristo, y el sacerdote es ministro de Dios, y usa de palabras de Dios por el mandamiento y ordenación de Dios; mas Dios es allí el principal autor y obrador invisible, al cual está sujeta cualquier cosa que quisiere, y le obedece a todo lo que mandare.
Y así, más debes creer a Dios todopoderoso en este excelentísimo sacramento que a tu propio sentido o alguna señal visible. Y por eso, con temor y gran reverencia debe el hombre llegar a este sacramento.
Mira, pues, sacerdote, qué oficio te han encomendado por mano del obispo; mira cómo eres ordenado y consagrado para celebrar. Mira ahora que muy fielmente y con devoción ofrezcas a Dios el sacrificio en su tiempo y te conserves sin reprensión. Mira que no has aliviado tu carga, mas con mayor y más estrecha caridad estás atado y a mayor perfección estás obligado.
El sacerdote debe ser adornado de todas virtudes y ha de dar a los otros ejemplo de buena vida; su conversación no ha de ser con los comunes ejercicios de los hombres, mas con los ángeles en el cielo y con los perfectos en la tierra. El sacerdote vestido de las sagradas vestiduras tiene lugar de Cristo para rogar humilde y devotamente a Dios por sí y por todo el pueblo.
Él tiene la señal de la cruz de Cristo ante sí y detrás de sí, para que de continuo tenga memoria de su pasión. Ante sí, en la casulla, trae la cruz, porque mire con cuidado las pisadas de Cristo y estudie de seguirlo con fervor. Detrás también está señalado de la cruz, porque sufra con paciencia por amor de Dios cualquier adversidad o daño que otros le hicieren. La cruz lleva delante porque llore sus pecados, y detrás la lleva porque llore por compasión los ajenos y sepa que es medianero entre Dios y el pecador, y no cese de orar y de ofrecer el santo sacrificio hasta que merezca alcanzar gracia y misericordia.
Cuando el sacerdote celebra, honra a Dios y alegra a los ángeles, edifica a la Iglesia, ayuda a los vivos y da reposo a los difuntos y hácese particioneo de todos los bienes.
Guíame tú por carrera derecha y enséñame algún ejercicio convenible a la sagrada comunión.
Por cierto, utilísimo es saber de qué manera deba yo aparejar mi corazón con reverencia y devoción a ti, Señor, para recibir saludablemente tu sacramento, o para celebrar tan grande y divino sacrificio.
Examina tu conciencia con diligencia y, según tu poder, descúbrela y aclárala con verdadera contrición y humilde confesión de tus pecados, de manera que no te quede cosa grave, o te remuerda e impida de llegar libremente al sacramento. Ten aborrecimiento de todos tus pecados en general, y por los delitos que cada día cometes, duélete y gime más particularmente. Y si hay disposición, confiesa a Dios todas tus miserias en lo secreto de tu corazón.
Gime y duélete que aún eres tan carnal y mundano, tan vivo en las pasiones, tan lleno de movimientos de concupiscencias, tan mal guardado en los sentidos exteriores, tan revuelto en vanas fantasías, tan inclinado a las cosas exteriores y negligente a las interiores, tan ligero a la risa y al desorden, tan duro para llorar y arrepentirte, tan aparejado a flojedades y regalos de la carne, tan perezoso al rigor y al fervor, tan curioso a oír nuevas y a ver cosas hermosas, tan remiso en abrazar las cosas bajas y despreciadas, tan codicioso en tener muchas cosas, tan encogido en dar y avariento en retener, indiscreto en hablar, mal sufrido en callar, descompuesto en las costumbres, importuno en las obras, tan desordenado en el comer, tan sordo a la palabra de Dios, presto para holgar, tardío para trabajar, despierto para consejuelas, tan dormilón para las sagradas vigilias, muy apresurado para acabarlas, muy derramado, sin atención y negligente en decir las horas, muy tibio en celebrar, seco y sin lágrimas en comulgar, muy presto distraído, muy tarde o nunca bien recogido, muy de presto conmovido a ira, aparejado para dar enojos, muy presto para juzgar, riguroso a reprender, muy alegre en lo próspero y muy caído en lo adverso, proponiendo de continuo grandes cosas y nunca poniéndolas en efecto.
Confesados y llorados estos y otros defectos tuyos con dolor y descontento de tu propia flaqueza, propón firmísimamente de enmendar tu vida y mejorarla de continuo. Y después, con total renunciación y entera voluntad, ofrecerte a ti mismo en honra de mi nombre en el altar de tu corazón como sacrificio perpetuo, que es encomendándome a mí tu cuerpo y tu ánima fielmente, porque merezcas dignamente llegar a ofrecer el sacrificio y recibir saludablemente el sacramento de mi cuerpo: que no hay ofrenda más digna ni mayor sacrificio para quitar los pecados que en la misa y en la comunión ofrecerse a sí mismo pura y enteramente en el sacrificio del cuerpo de Cristo.
Si el hombre hiciere lo que es en su mano, y se arrepintiere verdaderamente, cuantas veces viniere a mí por perdón y gracia, dice el Señor, vivo yo, que no quiero la muerte del pecador, mas que se convierta y viva, porque no me acordaré más de sus pecados, mas todos le serán perdonados.
¿Qué otra cosa quiero de ti, sino que estudies de renunciarte del todo en mí? Cualquiera cosa que me das sin ti, no me curo de ello, porque no quiero tu don, sino a ti.
Así como no te bastarían a ti todas las cosas sin mí, así no me puede agradar a mí cuanto me ofreces sin ti. Ofrécete a mí y date todo por mí y será muy acepto tu sacrificio. Ya ves cómo yo me ofrecí todo al Padre por ti, y también di todo mi cuerpo y sangre en manjar por ser todo tuyo y que tú quedases todo mío; mas si te estás en ti mismo y no te ofreces muy de gana a mi voluntad, no es cumplida ofrenda, ni será entre nosotros entera unión.
Por eso, ante todas tus obras, haz ofrecimiento voluntario de ti mismo en mis manos si quieres alcanzar libertad y gracia. Por eso hay tan pocos alumbrados y libres de dentro, porque no saben negarse del todo a sí mismos.
Ésta es mi firme sentencia, que no puede ser mi discípulo el que no renunciare todas las cosas. Por eso, si tú deseas ser mi discípulo, ofrécete a ti mismo con todos tus deseos.
Señor, ofrézcote todos mis pecados y delitos, cuantos yo cometí delante de ti y de tus ángeles desde el día que comencé a pecar hasta hoy; todos los pongo sobre tu altar, que amansa tu ira, para que tú, Señor, los enciendas todos juntamente, y los quemes con el fuego de tu caridad, y quites todas las mancillas de mis pecados, y alimpies mi conciencia de todo pecado, y me restituyas la gracia que yo perdí pecando, perdonándome plenariamente y levantándome por tu bondad al beso santo de la paz.
¿Qué puedo hacer por mis pecados, sino confesarlos humildemente, llorando y rogando a tu misericordia sin cesar? Ruégote que me oigas con misericordia aquí donde estoy delante de ti. Todos mis pecados me descontentan muy mucho, y no quiero más cometerlos; pésame de ellos, y cuanto yo viviere me pesará, aparejado a hacer penitencia y satisfacción con todo mi poder. ¡Oh Dios!, perdona, perdona mis pecados por tu santo nombre, salva mi ánima que redimiste por tu sangre preciosa. Vesme aquí, Señor, yo me pongo en tu misericordia, yo me renuncio en tus manos: haz conmigo según tu bondad y no según mi malicia.
También te ofrezco, Señor, todos mis bienes, aunque son muy pocos e imperfectos, para que tú los enmiendes y santifiques, y los hagas agradables a ti y aceptes, y traigas siempre a perfección, y a mí, hombrecillo inútil y perezoso, lleves a bienaventurado y loable fin.
Y también te ofrezco todos los santos deseos de los devotos y todas las necesidades de mis padres y hermanos, amigos y parientes, y de todos mis conocidos, y de todos cuantos han hecho bien a mí y a otros por tu amor, y de todos los que desearon y pidieron que yo orase, o dijese misa por ellos y por todos los suyos, vivos o difuntos, porque todos sientan el favor de tu gracia y de tu consolación y defensión; y, librados de todo mal, sean muy alegres y te den por todo altísimas gracias.
También te ofrezco estas oraciones y sacrificios agradables, especialmente por los que en algo me han dañado, enojado, o vituperado, y por todos los que yo alguna vez enojé, turbé, agravié y escandalicé por obra, o de palabra, por ignorancia, o a sabiendas.
Porque tú, Señor, nos perdones a todos juntamente nuestros pecados y las ofensas que hacemos unos a otros. Aparta, Señor, de nuestros corazones toda sospecha, todo deseo de venganza, ira y contienda, y toda cosa que pueda estorbar la caridad y disminuir el amor del prójimo.
Señor, ten misericordia y piedad de los que te la demandan. Da tu gracia a los necesitados, y haz que seamos tales que seamos dignos de gozar de tu gracia y que aprovechemos para la vida eterna.
El enemigo, sabiendo el grandísimo fruto y remedio que está en la sagrada comunión, trabaja por todas las vías que él puede de estorbarla a los fieles y devotos cristianos; porque luego que algunos se disponen a la sagrada comunión, padecen peores tentaciones de Satanás, que antes; porque el espíritu maligno (según se escribe en Job) viene entre los hijos de Dios para turbarlos con su acostumbrada malicia, o para hacerlos muy temerosos y dudosos, porque así disminuya su afecto, o acosándolos les quita la confianza, para que, de esta manera, o dejen del todo la comunión, o lleguen a ella tibios y sin fervor.
Mas no debemos curar de sus astucias y fantasías, por más torpes y espantosas que sean; mas quebrarlas todas en su cabeza y procurar de despreciar al desventurado y burlar de él; no se debe dejar la sagrada comunión por todas las malicias y turbaciones que levantare.
Muchas veces también estorba para alcanzar devoción la demasiada ansia de tenerla y la gran congoja de confesarse. Por eso haz en esto lo que aconsejan los sabios, y deja el ansia y escrúpulo, porque estas cosas impiden la gracia de Dios y destruyen la devoción del ánima.
No dejes la sagrada comunión por alguna pequeña tribulación o pesadumbre, mas confiésate luego y perdona de buena voluntad las ofensas que te han hecho; y si tú has ofendido a alguno, pídele perdón con humildad, y así Dios te perdonará.
¿Qué aprovecha dilatar mucho la confesión o la sagrada comunión? Alímpiate en el principio, escupe presto la ponzoña, toma de presto el remedio y hallarte has mejor que si mucho tiempo dilatares.
Si hoy lo dejas por alguna ocasión, mañana te puede acaecer otra mayor, y así te estorbarás mucho tiempo y estarás más inhábil. Por eso, lo más presto que pudieres sacude la pereza y pesadumbre: que no hace al caso estar largo tiempo con cuidado envuelto en turbaciones y, por los estorbos cotidianos, apartarse de las cosas divinas.
Antes daña mucho dilatar la comunión largo tiempo: porque es causa de estarse el hombre ocupado en grave torpeza. ¡Ay dolor de algunos tibios y desordenados, que dilatan muy de grado la confesión y desean alargar la sagrada comunión por no ser obligados a guardarse con mayor cuidado! ¡Oh cuán poca caridad, oh cuán flaca devoción tienen los que tan fácilmente dejan la sagrada comunión!
¡Cuán bienaventurado es y cuán agradable a Dios el que vive tan bien, y con tanta puridad guarda su conciencia, que cada día está aparejado a comulgar, deseoso de hacerlo si así le conviniese y no fuese notado! Si alguno se abstiene algunas veces por humildad, o por alguna causa legítima, de loar es por la reverencia; mas si poco a poco le entrare la tibieza, debe despertarse y hacer lo que en sí es, y nuestro Señor ayudará a su deseo por la buena voluntad, la cual él mira especialmente.
Mas cuando fuere legítimamente impedido, tenga siempre buena voluntad y devota intención de comulgar, y así no carecerá del fruto del sacramento. Porque todo hombre devoto puede comulgar cada día y cada hora espiritualmente; mas en ciertos días, en el tiempo ordenado, debe recibir el sacramento del cuerpo de nuestro Señor Jesucristo con amorosa reverencia.
Y más se debe mover a ello por loor y honra de Dios que por buscar su propia consolación. Porque tantas veces comulga secretamente y es recreado invisiblemente cuantas se acuerda devotamente del misterio de la encarnación de nuestro Señor Jesucristo y de su preciosísima pasión, y se enciende en su amor. Mas el que no se apareja en otro tiempo sino para la fiesta, o cuando lo fuerza la costumbre, muchas veces se hallará mal aparejado.
Bienaventurado el que se ofrece a Dios en entero sacrificio cuantas veces celebra o comulga. No seas muy prolijo ni acelerado en celebrar, mas guarda una buena manera y confórmate con los de tu conversación; no los enojes, mas sigue la vida común según la orden de los mayores; y más debes mirar el aprovechamiento de los otros que tu propia devoción y deseo.
Mas ¿dónde está ahora esta devoción? ¿Dónde está el copioso derramamiento de lágrimas santas?
Por cierto, Señor, en tu presencia y de tus santos ángeles todo mi corazón se debía encender y llorar de gozo, porque en este sacramento yo te tengo presente verdaderamente, aunque encubierto debajo de otra especie, porque no podrían mis ojos sufrir de mirarte en tu propia y divina claridad, ni todo el mundo podría sufrir el resplandor de la gloria de tu majestad. Y así, en esconderte en el sacramento has tenido respeto a mi flaqueza. Yo tengo y adoro verdaderamente aquí a quien adoran los ángeles en el cielo; mas yo ahora en fe, y ellos en clara vista, sin velo. Conviéneme a mí acá contentarme con la lumbre de la fe verdadera y andar en ella hasta que amanezca el día de la claridad eterna y se vayan las sombras de las figuras.
Cuando viniere lo que es perfecto, cesará el uso de los sacramentos. Porque los bienaventurados en la gloria celestial no han menester medicina de sacramentos, pues gozan sin fin en la presencia divina, contemplando cara a cara su gloria y transformados de claridad en claridad en el abismo de la deidad, gustan el Verbo divino encarnado, que fue en el principio y permanece para siempre.
Acordándome de estas maravillas, cualquier placer, aunque sea espiritual, se me torna en grave enojo. Porque en tanto que no veo claramente a mi Señor Dios en su gloria, no estimo en nada cuanto en el mundo veo y oigo.
Tú, Dios mío, eres testigo que cosa alguna no me puede consolar, ni criatura alguna dar descanso sino tú, Dios mío, a quien deseo contemplar eternamente. Mas esto no se puede hacer en tanto que dura la carne mortal. Por eso conviéneme tener mucha paciencia y sujetarme a ti en todos mis deseos. Porque tus santos, que ahora gozan contigo en tu reino, cuando en este mundo vivían, esperaban en fe y grande paciencia la venida de tu gloria. Lo que ellos creyeron, creo yo; lo que esperaron, espero; y a donde llegaron finalmente por tu gracia, tengo yo confianza de llegar. En tanto, andaré en fe, confortado con los ejemplos de los santos.
También tengo santos libros, que son para consolación y espejo de la vida, y, sobre todo, el Cuerpo santísimo tuyo por singular remedio y refugio. Yo conozco que tengo grandísima necesidad en esta vida de dos cosas, sin las cuales no la podría sufrir, detenido en la cárcel de este cuerpo, que son mantenimiento y lumbre. Así que me diste como a enfermo tu sagrado Cuerpo para recreación del ánima y del cuerpo, y pusiste para guiar mis pasos una candela, que es tu palabra. Sin estas dos cosas yo no podría vivir bien, porque la palabra de tu boca luz es del ánima, y tu sacramento es pan de vida.
También éstas se pueden decir dos mesas puestas en el sagrario de la santa Iglesia de una parte y de otra. La una mesa es el santo altar, donde está el pan santo, que es el cuerpo preciosísimo de Cristo; la otra es de la ley divina, que contiene la sagrada doctrina, y enseña la recta fe, y nos lleva firmemente hasta lo secreto del velo, donde está el Santo de los santos. Gracias te hago, Señor Jesús, luz de la eterna luz, por la mesa de la santa doctrina que nos administraste por tus santos siervos los profetas y apóstoles y por los otros doctores.
Gracias te hago, Criador y Redentor de los hombres, que, para declarar a todo el mundo tu caridad, aparejaste tu gran cena, en la cual diste a comer, no el cordero figurativo, sino tu santísimo cuerpo y sangre, para alegrar todos los fieles con el sacro convite, embriagándolos con el cáliz de la salud, en el cual están todos los deleites del paraíso, y comen con nosotros los santos ángeles, aunque con mayor suavidad. ¡Oh cuán grande y venerable es el oficio de los sacerdotes, a los cuales es otorgado consagrar el Señor de la majestad con palabras santas, y bendecirlo con sus labios, y tenerlo en sus manos, y recibirlo con su propia boca, y ministrarlo a otros!
¡Oh cuán limpias deben estar aquellas manos, cuán pura la boca, cuán santo el cuerpo, cuán sin mancilla el corazón del sacerdote, donde tantas veces entra el hacedor de la pureza! De la boca del sacerdote no debe salir palabra que no sea santa, honesta y provechosa, pues tan de continuo recibe el sacramento de Cristo. Sus ojos han de ser simples y castos, pues miran el cuerpo de Cristo. Las manos han de ser puras y levantadas al cielo por oración, pues suelen tocar al Criador del cielo y de la tierra. A los sacerdotes especialmente se dice en la ley: Sed santos, que yo, vuestro Señor y vuestro Dios, santo soy.
¡Oh Dios todopoderoso!, ayúdenos tu gracia para que los que recibimos el oficio sacerdotal, podamos digna y devotamente servirte con buena conciencia en toda pureza. Y si no podemos conversar en tanta inocencia de vida como debemos, otórganos llorar dignamente los males que hemos hecho, porque podamos de aquí adelante servirte con mayor fervor en espíritu de humildad y propósito de buena voluntad.
Mas sábete que no puedes cumplir este aparejo con el mérito de tus obras, aunque un año entero te aparejases y no tratases otra cosa en tu ánima; mas por sola mi piedad y gracia se te permite llegar a mi mesa, como si un pobre fuese llamado a la mesa de un rico, y no tuviese otra cosa para pagar el beneficio sino, humillándose, agradecerlo.
Haz lo que es en ti y con mucha diligencia, no por manera de costumbre ni por necesidad; mas con temor, y reverencia y amor recibe el cuerpo del Señor Dios tuyo, que tienes por bien venir a ti. Yo soy el que te llamé, yo el que mandé que se hiciese así; yo supliré lo que te falta, ven y recíbeme. Cuando yo te doy gracia de devoción, da gracias a Dios, no porque eres digno, mas porque tuve misericordia de ti.
Y si no tienes devoción, y te sientes muy seco, continúa la oración, da gemidos, llama y no ceses hasta que merezcas recibir una migaja o una gota de saludable gracia. Tú me has menester a mí, que no yo a ti. Ni vienes tú a santificarme a mí, mas yo a santificarte y mejorarte. Tú vienes para que seas por mí santificado y unido conmigo, para que recibas nueva gracia y de nuevo te enciendas para mayor perfección. No desprecies esta gracia, apareja de continuo con toda diligencia tu corazón, y recibe dentro de ti a tu amado.
Y también conviene que te aparejes a la devoción y sosiego no sólo antes de la comunión, mas que te conserves y guardes en ella después de recibido el santísimo sacramento. Ni se debe tener menos guarda después que el devoto aparejo primero. Porque la buena guarda de después es muy mejor aparejo para alcanzar otra vez mayor gracia. Que de aquí viene a hacerse el hombre muy indispuesto, por desordenarse y derramarse luego en los placeres exteriores.
Guárdate de hablar mucho, y recógete a algún lugar secreto, y goza de tu Dios, pues tienes al que todo el mundo no te puede quitar. Yo soy a quien del todo te debes dar, de manera que ya no vivas más en ti, sino en mí sin ningún cuidado.
Verdaderamente tú eres mi amado, escogido en muchos millares, con el cual desea morar mi ánima todos los días de su vida. Verdaderamente tú eres mi pacífico, en ti está la suma paz y la verdadera holganza; fuera de ti todo es trabajo, y dolor, y miseria infinita. Verdaderamente tú eres Dios escondido, y tu consejo no es con los malos, mas con los humildes y sencillos es tu habla.
¡Oh Señor, cuán suave es tu espíritu, que tienes por bien para mostrar tu dulzura de mantener tus hijos del pan suavísimo que desciende del cielo! Verdaderamente no hay otra nación tan grande que tenga sus dioses tan cerca de sí como tú, Dios nuestro, estás cerca de todos sus fieles, a los que te das para que te coman, y gocen con gozo continuo, y para que levanten su corazón al cielo.
¿Qué gente hay alguna tan nobilísima como el pueblo cristiano, o qué criatura hay debajo del cielo tan amada como el ánima devota, a la cual entra Dios a apacentar de su gloriosa carne? ¡Oh inexplicable gracia, oh maravillosa bondad, oh amor sin medida, dado singularmente al hombre!
¿Qué daré yo al Señor por esta gracia y caridad tan grande? No hay cosa que más agradable le pueda yo dar que es mi corazón todo entero, para que sea a él ayuntado entrañablemente. Entonces alegrarán todas mis entrañas, cuando mi ánima fuere unida perfectamente a Dios. Entonces me dirá Él: Si tú quieres estar conmigo, yo quiero estar contigo. Y yo le responderé: Señor, ten por bien de quedarte conmigo, que yo de buena voluntad quiero estar contigo. Éste es todo mi deseo, que mi corazón esté unido contigo.
Cuando me acuerdo de algunos devotos a tu sacramento que llegan a él con gran devoción y afecto, quedo muy confuso y avergonzado en mí, que llego tan tibio y tan frío a tu altar y a la mesa de la sagrada comunión, y me hallo tan seco y sin dulzura de corazón, y que no estoy enteramente encendido ante ti, Dios mío, ni soy llevado ni aficionado del vivo amor como fueron muchos devotos, los cuales, del gran deseo de la comunión y del amor que sentían en el corazón, no pudieron detener las lágrimas, mas con la boca del corazón y del cuerpo suspiraban con todas sus entrañas a ti, Dios mío, fuente viva, no pudiendo templar ni hartar su hambre de otra manera sino recibiendo tu cuerpo con toda alegría y deseo espiritual.
¡Oh verdadera y ardiente fe la de aquéstos, la cual es manifiesta prueba de tu sagrada presencia! Porque éstos verdaderamente conocen a su Señor en el partir del pan, pues su corazón arde en ellos tan vivamente, porque Jesús anda con ellos.
¡Oh cuán lejos está de mí muchas veces tal afección y devoción y tan grande amor y fervor!
Séme piadoso, buen Jesús, dulce y benigno.
Otorga a este tu pobre mendigo (siquiera alguna vez) sentir en la sagrada comunión un poco de afección entrañable de tu amor, porque mi fe se haga más fuerte, y la esperanza en tu bondad crezca, y la caridad ya encendida perfectamente con la experiencia del maná celestial nunca desmaye ni cese.
Por cierto, Señor, poderosa es tu misericordia para concederme esta gracia tan deseada y visitarme muy piadosamente en espíritu de abrasado amor, cuando tú, Señor, tuvieres por bien de hacerme esta merced. Y aunque yo no estoy con tan encendido deseo como tus especiales devotos, no dejo yo (mediante tu gracia) de desear tener aquellos sus grandes y encendidos deseos, rogando a tu Majestad me haga particionero de todos los fervientes amadores tuyos y me cuente en su santa compañía.
Dios da muchas veces en un momento lo que negó en largo tiempo. También da algunas veces en el fin de la oración lo que al comienzo dilató de dar.
Si la gracia de continuo nos fuese otorgada y dada siempre a nuestro querer, no la podría bien sufrir el hombre flaco. Por eso en buena esperanza y humilde paciencia se debe esperar la gracia de la devoción. Y cuando no te es otorgada, o te fuere quitada secretamente, echa la culpa a ti y a tus pecados.
Algunas veces pequeña cosa es la que impide a la gracia y la esconde, si poco se debe decir y no mucho lo que tanto bien estorba. Mas si perfectamente vencieres lo que estorba, sea poco o sea mucho, tendrás lo que pediste.
Luego que te dieres a Dios de todo tu corazón, y no buscares esto ni aquello por tu querer, mas del todo te pusieres en Él, hallarte has unido y sosegado; porque no habrá cosa que tan bien te sepa como el buen contentamiento de la divina bondad.
Pues cualquiera que levantare su intención a Dios con sencillo corazón y se despojare de todo amor o desamor desordenado de cualquiera cosa criada, estará muy dispuesto y digno a recibir la divina gracia y el don de la devoción. Porque nuestro Señor da su bendición donde halla vasos vacíos. Y cuanto más perfectamente alguno renunciare las cosas bajas y fuere más muerto a sí mismo por el propio desprecio, tanto más presto viene la gracia, y más copiosamente entra, y más alto levanta al corazón libre.
Y entonces verá, y abundará, y maravillarse ha, y ensancharse ha su corazón en sí mismo, porque la mano del Señor es con él, y él se puso del todo en su mano para siempre. De esta manera será bendito el hombre que busca a Dios en todo su corazón y no ha recibido su ánima en vano. Éste, cuando recibe la sagrada comunión, merece la singular gracia de la divina unión, porque no mira a su propia devoción y consolación, mas a la gloria y honra de Dios.
Harta, Señor, a este tu hambriento mendigo, enciende mi frialdad con el fuego de tu amor, alumbra mi ceguedad con la claridad de tu presencia, vuélveme todo lo terreno en amargura, todo lo contrario y pesado en paciencia, todo lo criado en menosprecio y olvido. Levanta, Señor, mi corazón a ti en el cielo, y no me dejes vaguear por la tierra. Tú solo, Señor, desde ahora me seas dulce para siempre, que tú solo eres mi manjar, mi amor, mi gozo, mi dulzura y todo mi bien.
¡Oh si me encendieses del todo en tu presencia y me abrasases y trasmudases en ti, para que sea hecho un espíritu contigo por la gracia de la unión interior y por derretimiento de tu abrasado amor! No me consientas, Señor, partirme de ti ayuno y seco, mas obra conmigo piadosamente, como muchas veces lo has hecho maravillosamente con tus santos. ¡Qué maravilla si todo yo estuviese hecho fuego por ti y desfalleciese en mí, pues tú eres fuego que siempre arde y nunca cesa, amor que alimpia los corazones y alumbra los entendimientos!
Yo te deseo recibir con muy mayor deseo y muy más digna reverencia que ninguno de los santos jamás tuvo ni pudo sentir.
Y aunque yo sea indigno de tener todos aquellos sentimientos devotos, mas ofrézcote yo todo el amor de mi corazón muy graciosamente, como si todos aquellos inflamados deseos yo solo tuviese; y aun cuando puede el ánima piadosa concebir y desear, todo te lo doy y ofrezco con humildísima reverencia y con entrañable fervor.
No deseo guardar cosa para mí, sino sacrificarme a mí y a todas mis cosas a ti de muy buen corazón y voluntad. Señor Dios mío, Criador mío, Redentor mío, con tal afecto, reverencia, y loor y honor, con tal agradecimiento, dignidad y amor, con tal fe, esperanza y puridad te deseo recibir hoy, como te recibió y deseó tu santísima Madre la gloriosa Virgen María, cuando el ángel que le dijo el misterio de la Encarnación, con humilde devoción respondió: He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra. Y como el bendito mensajero tuyo, excelentísimo entre todos los santos, Juan Bautista en tu presencia lleno de alegría se gozó con gozo de Espíritu Santo, estando aun en las entrañas de su madre. Y después, mirándote cuando andabas entre los hombres, con mucha humildad y devoción decía: El amigo del esposo que está con él y lo oye, alégrase con gozo por la voz del esposo.
Pues así, Señor, yo deseo ser inflamado de grandes y sacros deseos, y presentarme a ti de todo corazón.
Por eso, Señor, yo te doy y ofrezco a ti los excesivos gozos de todos los devotos corazones, las vivísimas afecciones, los excesos mentales, las soberanas iluminaciones, las celestiales visiones, con todas las virtudes y loores celebradas y que se pueden celebrar por toda criatura en el cielo y en la tierra, por mí y por todos mis encomendados, para que seas por todos dignamente loado y para siempre glorificado. Señor Dios mío, recibe mis votos y deseos de darte infinito loor y cumplida bendición, los cuales justísimamente te son debidos según la multitud de tu inefable grandeza.
Esto te ofrezco hoy y te deseo ofrecer cada día y cada momento, y convido y ruego con todo mi afecto a todos los espíritus celestiales y a todos tus fieles que te alaben y te den gracias juntamente conmigo.
Alábente, Señor, todos los pueblos, y las generaciones, y lenguas, magnifiquen tu dulcísimo y santo nombre con grande alegría e inflamada devoción. Merezcan, Señor, hallar gracia y misericordia cerca de ti todos los que devotamente celebran tu santísimo sacramento y con entera fe lo reciben; y cuando hubieren gozado de la devoción y unión deseada, y fueren maravillosamente consolados y recreados, y se partieren de la mesa celestial, yo les ruego que se acuerden de mí, pobre pecador.
El que es escudriñador de la Majestad, será ofuscado y confundido de la gloria. Más puede obrar Dios que el hombre entender; pero permitida es la piadosa y humilde pesquisa de la verdad, que está siempre aparejada a ser enseñada y estudia de andar pos las sanas sentencias de los Padres.
Bienaventurada la simpleza que deja las cuestiones dificultosas y va por el camino llano y firme de los mandamientos de Dios. Muchos perdieron la devoción queriendo escudriñar cosas altas.
Fe te demandan y buena vida, no alteza de entendimiento ni profundidad de los misterios de Dios. Si no entiendes ni alcanzas las cosas que están debajo de ti, ¿cómo entenderás lo que está sobre ti? Sujétate a Dios y humilla tu seso a la fe, y darte han lumbre de ciencia, según te fuere útil y necesario.
Algunos son gravemente tentados de la fe en el sacramento, y esto no se ha de imputar a ellos, sino al enemigo. No te cures ni disputes con tus pensamientos, ni respondas a las dudas que el diablo te pone. Cree a la palabra de Dios, cree a sus santos profetas, y huirá de ti el enemigo.
Muchas veces aprovecha al siervo de Dios que sufra estas cosas; porque el demonio no tienta a los infieles y pecadores, porque ya los posee seguramente, mas tienta y atormenta en diversas maneras a los fieles y devotos.
Pues anda con sencilla y cierta fe, y llega al sacramento con humilde reverencia, y lo que no puedes entender, encomiéndalo seguramente a Dios todopoderoso.
Dios no te engaña. El que se cree a sí mismo demasiadamente, es engañado. Dios con los sencillos anda, y se descubre a los humildes, y da entendimiento a los pequeños; abre el sentido a los puros pensamientos y esconde la gracia a los curiosos y soberbios.
La razón humana flaca es, y engañarse puede; mas la fe verdadera no puede ser engañada.
Toda razón natural debe seguir a la fe, y no ir delante de ella ni quebrarla. Porque la fe y el amor aquí muestran mucho su excelencia, y obran secretamente en este santísimo y excelentísimo sacramento.
Dios eterno e inmenso y de potencia infinita hace grandes cosas que no se pueden escudriñar en el cielo y en la tierra, y no hay que pesquisar de sus maravillosas obras. Si tales fuesen las obras de Dios que fácilmente por humana razón se pudiesen entender, no se dirían maravillosas ni inefables.
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