Israel y Judá
Los dos reinos
Roboam no halló dificultades en la realización del ritual necesario para convertirse en rey de Judá. Mas para ser aceptado como rey de Israel, debía ser coronado con los ritos apropiados en Siquem, antaño el centro político de Efraim. Los dirigentes israelitas trataron de aprovechar la ocasión para obtener concesiones, y exigieron que se aligerase la carga de los impuestos. Roboam respondió a esto con una altanera negativa, ante lo cual Israel se levantó en rebelión. Sin duda, ésta fue estimulada por Sheshonk I de Egipto, quien quizá contribuyó con ayuda financiera y, ciertamente, envió con toda rapidez al exiliado Jeroboam de vuelta a Israel. Este tercer intento por parte de Israel de recuperar su independencia por la fuerza tuvo éxito. Los lazos entre Israel y Judá, que no habían sido fuertes ni en los mejores momentos, sólo duraron setenta años antes de romperse. Cuando esto ocurrió, las partes exteriores del reino se separaron inmediatamente. Mientras que el reino unido de Israel-Judá pudo dominar toda la mitad occidental de la Media Luna Fértil, Israel y Judá separadamente pudieron retener muy poco. El reino Sirio, con capital en Damasco, se hizo totalmente independiente, y poco a poco extendió su dominación sobre una vasta región del norte de Israel. Al este de Israel, Amón recuperó su independencia, e Israel apenas pudo retener Moab. En cuanto a Judá, todo lo que le quedó de las conquistas de David fue Edom. El Imperio había llegado a su fin, y nunca volvería a reconstituirse. Las dos partes separadas de lo que casi había sido una gran potencia pronto conocieron las miserias de la debilidad. Sheshonk I (llamado Sisac en la Biblia) invadió Judá e Israel. Era el gobernante de un débil reino limitado al delta del Nilo y no se hubiera atrevido a atacar a David o Salomón. Pero ahora, con insultante facilidad, envió sus ejércitos a ambas partes del territorio dividido. Hasta tomó Jerusalén y se llevó del Templo las riquezas acumuladas en él por Salomón. Pese a los desastres de la guerra civil, la destrucción del Imperio y la incursión de Sheshonk, el reino meridional de Judá disponía de ciertas ventajas que iban a serle muy útiles. Podía respaldarse en la tradición de los gloriosos reinados de David y Salomón —recuerdo que nunca se borró— y su rey era realmente un nieto de David. Más aún, Jerusalén siguió siendo la capital de Judá (junto con el territorio que había ocupado antaño la pequeña tribu de Benjamín, inmediatamente al norte de la capital) y en ella estaba el gran Templo construido por Salomón. En cambio el reino del Norte, Israel, no tenía glorias inmediatas en su pasado. Tenía el recuerdo del desastroso reinado de Saúl y de setenta años de sujeción a Judá, que era más pequeña y más débil. No tenía ningún centro natural, pues Siló estaba destruido y la que antaño había sido la capital de Saúl formaba parte ahora de Judá. Israel eligió por rey a Jeroboam, quien estableció su capital en Siquem. Esto era natural, pues él era un efraimita y Siquem había sido la vieja capital de Efraim. Pero los días de gloria de Efraim habían pasado hacía ya mucho tiempo, y pronto se trasladó a Tirsa, a trece kilómetros al norte, que tenía una ubicación más central. Además, así como David había buscado una capital que no hiciera demasiado obvia la dominación de Judá, Jeroboam tenía que evitar hacer patente la dominación efraimita. Jeroboam también necesitaba establecer un centro religioso para el nuevo reino. La medida natural habría sido reconstruir Siló y restaurar su pasado brillo. Pero también en esto Jeroboam debía evitar la apariencia de la dominación efraimita, por lo que no lo hizo. En verdad, quizá le haya interesado debilitar al partido profético que le había ayudado a llegar al poder y, por tanto, tenía que eludir un culto centralizado. Así, creó dos centros de culto, uno en el extremo sur del reino, en Betel, a sólo dieciséis kilómetros al norte de Jerusalén, y el otro en el extremo norte del reino, en Dan. En cada centro cultural colocó la figura de un toro joven (símbolo común de la fertilidad, particularmente asociado con la tribu de Efraim). El partido profético se horrorizó ante estas innovaciones y pasó a la oposición. Durante la mayor parte de la existencia de Israel persistió esa hostilidad entre la corona y el partido profético que comenzó entonces, hostilidad que fue una fuente constante de debilidad para el reino. Durante los dos siglos siguientes, los sacerdotes, tanto de Israel como de Judá, reunieron las tradiciones de tiempos anteriores y las pusieron por escrito. Los relatos del reino del norte usaban «Elohim» como nombre de la deidad, y esos relatos constituyen lo que llamamos Documento E. Los relatos del reino del sur usaban «Yahvéh» (o «Jahweh», en la ortografía alemana) y son llamados el Documento J. Esas dos iniciales son más convenientes de lo que parece al principio, pues también representan a Efraim y Judá, que pueden ser consideradas como las fuentes geográficas. En esencia, ambos tratan de las mismas tradiciones, que recibieron su forma principal, sin duda, en la época del Imperio de Israel-Judá, cuando David y Salomón intentaron crear una historia tradicional común. Había vagas leyendas sobre la creación del hombre y su historia primitiva, y sobre un enorme diluvio y su secuela, leyendas comunes en todo el Cercano Oriente y basadas en crónicas sumerias. Seguían relatos sobre los patriarcas, Abraham, Isaac y Jacob, su primera estancia en Canaán y el derecho a esa tierra que recibieron del mismo Dios. Venía luego la historia de los doce hijos de Jacob —que representaban a las diez tribus de la confederación israelita más Judá y la tribu hermana subsidiaria de Simeón—, de la venta de uno de esos hijos —José, el padre de Efraim y Manasés— en Egipto, de la esclavitud en Egipto y su rescate por el legislador Moisés, de las andanzas por el desierto y de la conquista final de Canaán bajo Josué. Los documentos E y J diferían en los detalles y en el estilo, pero no poseemos el original de ninguno de ellos. Los seis primeros libros de la Biblia son una versión combinada y editada de ambos, a los que se agregó otro material. Esa herencia común —admitida por ambas naciones— y, en cierta medida, esa religión común —aunque los ritos septentrionales sufrieron más la influencia cananea y los del sur siguieron siendo más primitivos y simples— no impidieron que la guerra fuese el estado de cosas normal entre los dos reinos. La guerra entre Israel y Judá se prolongó indefinidamente y fue una de las causas de la debilidad de ambos. Roboam de Judá murió en 915 a. C., después de haber reinado sólo durante siete años, y fue sucedido por su hijo Abiyyam, quien después de un reinado de dos años totalmente opaco fue sucedido por su hijo Asa, en 913 a. C. Asa era probablemente muy joven cuando fue coronado e iba a reinar durante cuarenta años. El Reino de Judá, pues, permaneció bajo la dinastía davídica y, con Asa, era la cuarta vez que el hijo sucedía al padre. Esto continuaría durante más de tres siglos, y parte del éxito de David y de la profunda impresión que sus hazañas dejaron en la imaginación de los judíos consistió en que, durante toda la historia del Reino, no hubo jamás un levantamiento popular contra la dinastía. En verdad, la permanencia de la dinastía, el sentimiento gradualmente creciente de que era un hecho eterno de la vida, fue la gran fuerza del pequeño Reino de Judá, la roca alrededor de la cual se mantuvo unido. Aun después de la destrucción del Reino, el recuerdo de esa dinastía fue el hecho fundamental para los sobrevivientes, así como el recuerdo de Jerusalén y su Templo.
Samaria
Israel no tuvo igual fortuna. Aunque más fuerte y más rico que Judá, careció de raíces. Ni siquiera surgió en él una casa real alrededor de la cual poder unirse realmente. Cuando murió Jeroboam, en 901 a. C., le sucedió su hijo Nadab, pero sucumbió casi inmediatamente a un golpe del ejército. Un general israelita, Basa, se rebeló, se apoderó de Nadab y lo hizo asesinar, junto con los restantes miembros de la casa de Jeroboam. Esto fue en 900 a. C., de modo que la primera dinastía de Israel posterior a la rebelión contra Judá duró apenas veintidós años. Basa se encontró ante el problema de afirmarse en el trono del que se había apoderado y optó por el método de enfrentar a su pueblo con una guerra externa y pedirle, por así decir, que se uniera bajo su bandera. Reactivó la guerra con Judá, que nunca había terminado totalmente pero se había aplacado por entonces. Asa de Judá, enfrentado con un vigoroso ataque, buscó ayuda en el exterior. Cuando dos naciones vecinas son enemigas, el aliado natural de cualquiera de ellas es la nación que está del otro lado de la enemiga. Judá, situada al sur de Israel, buscó ayuda en el Reino de Siria, ubicado al norte de Israel. Benhadad I era por entonces rey de Damasco, y bajo su gobierno la que había sido apenas una ciudad-Estado en los últimos años de Salomón se convirtió en una nación tan grande como Israel. Fue a Benhadad a quien Asa envió presentes con el ruego de que atacase a Israel. Benhadad accedió complacido, y así empezó un siglo y medio de luchas crónicas entre las dos naciones. En 878 a. C., la primera campaña se libró cuando el ejército sirio marchó hacia el Sur, llegando hasta el mar de Galilea y anexándose sus costas orientales. Uno de los episodios de esta invasión fue el saqueo y la destrucción de la ciudad de Dan. Al parecer fue destruida para siempre, pues no se la vuelve a mencionar en la Biblia ni en ninguna otra crónica. Basa de Israel, al verse en peligro en el Norte, se vio forzado a hacer la paz con Judá. Indudablemente fue gracias a la continua presión de Siria sobre el flanco norte de Israel por lo que Judá pudo conservar su identidad nacional. El otro único incidente notable del reinado de Asa en Judá fue el rechazo de una incursión egipcia. El hijo de Sheshonk, Osorkon I, gobernaba a la sazón el delta del Nilo y envió un destacamento contra Judá a las órdenes de un oficial nubio (etíope). El recuerdo del rechazo de esta correría fue magnificado cinco siglos más tarde por el autor del Libro de las Crónicas de la Biblia, quien convirtió la refriega en una importante derrota de un millón de hombres, nada menos. Puesto que la guerra de Basa había sido un fracaso, la esperanza de éste de afirmar su dinastía sobre una gloriosa conquista militar (como había hecho David) se desvaneció. Mientras vivió retuvo el trono de Israel, pero murió en 877 a. C. En 876 a. C. estalló una guerra civil y el hijo de Basa, Ela, fue depuesto y ejecutado. La dinastía de Basa llegó a su fin después de veinticuatro años. Siguió un breve período de anarquía, pero antes de que terminase el año el capaz general Omri subió al trono y fundó la tercera dinastía de Israel. Omri fue un rey enérgico, que logró rechazar a los sirios y reforzar su propia dominación sobre Moab. Comprendió que una importante debilidad de Israel era su falta de una capital fácilmente defendible. Una invasión por una fuerza externa, por grande que fuese, no podía realmente tener éxito si los defensores tenían alguna fortaleza en la cual poder refugiarse por un tiempo indeterminado. Judá la tenía en Jerusalén, pero Israel no poseía nada semejante. Tirsa era inadecuada y, además, estaba mancillada por dos golpes triunfantes del ejército en el lapso de un cuarto de siglo. El ojo sagaz de Omri había observado una colina situada a trece kilómetros al oeste de Tirsa. Constituía una posición estratégica, pues estaba centralmente ubicada, a mitad de camino entre el Jordán y el Mediterráneo, y era muy apropiada para la defensa. Pertenecía a la familia de Shemer, pero Omri la compró y en ella construyó fortificaciones que luego se convirtieron en su capital y en la ciudad más grande de Israel. La llamó Shomron, por el nombre de sus propietarios originales, pero era más conocida por los griegos posteriores, y en consecuencia para nosotros, como Samaria. La medida tuvo un éxito total. Samaria fue la capital de Israel por el resto de la existencia de esta nación, y las hazañas de Omri cautivaron a tal punto la imaginación de las naciones circundantes que Israel fue llamada «la tierra de Omri» en las crónicas asirias, aun después de que la dinastía de Omri cesase de gobernar el país. (La Biblia, sin embargo, habla poco de él, pues los historiadores bíblicos estaban más interesados en los procesos religiosos que en los seculares.) Para fortalecer su reino, Omri necesitaba más que un ejército eficiente y una capital fuerte. Necesitaba algún culto de Estado. Judá lo tenía. El primitivo yahvismo de la época de los jueces había sido desarrollado bajo David y Salomón hasta convertirlo en una colorida religión centrada en el sofisticado Templo de Salomón en Jerusalén. El yahvismo así elaborado despertaba las emociones del pueblo y, de este modo, contribuía eficazmente a afirmar la autoridad del rey. Había pocos golpes de Estado del ejército en Judá, donde Asa y, luego, su hijo Josafat en conjunto reinaron durante sesenta y cuatro años. Ellos, a su vez, apoyaron vigorosamente el yahvismo. Pero a Omri el yahvismo no le parecía apropiado. En Israel no había nada semejante al Templo de Jerusalén. Además, no podía dar importancia a las tradiciones desarrolladas por David y Salomón, dinastía extranjera para los israelitas. Es verdad que Jeroboam había usado hasta cierto punto el lenguaje del yahvismo al establecer los cultos de Betel y Dan, pero se trataba del yahvismo anterior a David, y su influencia no era poderosa. Había yahvistas en Israel, claro está. El partido profético que hacía remontar sus tradiciones a Siló y Samuel eran yahvistas, pero eran minoría en la población y casi nunca dominaron a los gobernantes. Los reyes de Israel desconfiaban del yahvismo, quizá porque pensaban que, mediante él, podía restablecerse la dominación de Judá. Buscaron ávidamente una religión de Estado que uniese a la nación y le diese conciencia de sí misma. No era fácil. No se puede sencillamente inventar una religión y darle vida. Es más fácil y más efectivo adoptar o adaptar alguna religión que ya sea popular, si es posible encontrarla. El yahvismo estaba descartado, pues era la religión del enemigo de Israel, Judá. Los cultos sirios quedaban descartados por razones similares. Sólo quedaba Fenicia. En las ciudades fenicias había una tradición de amistad con Israel que se remontaba a la época de David, más de un siglo atrás. Hasta había sobrevivido al fin de la dinastía de Hiram. Después de la muerte de Hiram de Tiro en 936, mientras Salomón estaba aún en el trono, le sucedieron una serie de oscuros gobernantes sobre los cuales no sabemos casi nada. En 887 a. C., cuando Basa estaba en el trono de Israel, el último descendiente del linaje de Hiram fue asesinado a raíz de una conspiración conducida por Etbaal, quien era, al parecer, el sumo sacerdote. Etbaal ascendió al trono de Tiro y estaba aún en él cuando Omri llegó a ser rey de Israel. Ambos gobernantes eran usurpadores que carecían de la seguridad que da la legitimidad. Tal vez esto fue lo que los llevó a acercarse. Además, Omri quizá pensó también, astutamente, que podía proporcionarle el culto nacional de Tiro. Esta adoraba a la diosa Astarté mediante ritos de la fertilidad que tenían un fuerte atractivo emocional y el género de elaborada espectacularidad que parecía agradar en particular a las mujeres. Ya era popular en Israel, y se trataba de la religión de un amigo, no un enemigo. Etbaal, ahora rey de Tiro pero antaño sumo sacerdote de Astarté, estaba interesado en la difusión del culto, de modo que ambos reyes llegaron fácilmente a un acuerdo. Así, el hijo de Omri, Ajab, se casó con la hija de Etbaal, Jezabel. Pero, además, parece haber sido una unión por amor. Cuando murió Omri, en 869 a. C., Ajab le sucedió pacíficamente en el trono y, junto con su reina, prosiguió la política de su padre de hacer del culto tirio la religión de Estado de Israel. Hubo oposición, desde luego. Los yahvistas del partido profético se volvieron contra el culto de Astarté y su consorte masculino, llamado simplemente Baal, que significaba «señor». A los yahvistas, quienes adherían a una religión de fuertes tradiciones masculinas que se remontaban a los días del desierto y tenían opiniones severamente moralistas en lo concerniente al sexo, el culto tirio de una diosa de la fertilidad les parecía pecaminoso hasta el colmo y lo combatieron desesperadamente. El caudillo yahvista de Israel era Elías, y en siglos posteriores se tejieron sobre él leyendas y cuentos maravillosos que luego fueron incorporados a la Biblia. Como la historia bíblica fue escrita desde el punto de vista religioso del yahvismo, Ajab es denunciado como un mal rey y Jezabel como un monstruo de maldad. Pero en la realidad, Ajab parece haber sido un rey muy capaz y Jezabel una devota esposa. Rechazaron a los sirios y combatieron resueltamente a los turbulentos yahvistas. Bajo ellos, el Reino de Israel llegó a su apogeo en algunos aspectos. La alianza de Ajab con Tiro, fortalecida por la unidad religiosa que trató de imponer, tuvo buenos resultados económicos y probablemente le proporcionó la riqueza que necesitaba para fortalecer a sus ciudades del Norte contra Siria y embellecer la capital de Samaria. Logró establecer su predominio sobre Judá y formar una alianza con el rey de ésta, Josafat, por la que éste aceptaba la conducción israelita en asuntos exteriores, aunque conservaba a su cargo los asuntos internos. Así, lo que había sido antaño el imperio de David quedó en tiempos de Ajab dividido en dos por una diagonal que corría del Noroeste al Sudeste, a través del mar de Galilea. Damasco dominaba el territorio situado al norte de esa línea, y Samaria el del sur. Naturalmente, estalló la guerra entre las dos naciones, guerra que, en general, llegó a un punto muerto. Por el 856 a. C., las fuerzas sirias invadieron Israel y asediaron Samaria. Ahora la previsión de Omri rindió sus beneficios, pues Samaria resultó inexpugnable. Durante el sitio, el ejército sirio se debilitó por el hastío y probablemente por las enfermedades, que eran comunes en todo ejército sitiador antes de las modernas reglas de higiene. Una salida hábilmente conducida de los israelitas rechazó a los sirios y los obligó a retirarse rápidamente a Damasco. Al año siguiente, Israel combatió lejos de su hogar. Los ejércitos se encontraron en Afec —otra Afec distinta de aquella en la que los filisteos habían derrotado desastrosamente a Israel dos siglos antes—, situada sobre la costa oriental del mar de Galilea. Había sido territorio israelita hasta el reinado de Basa, y ahora Ajab, al vencer por segunda vez, pudo recuperar parte de las tierras perdidas veinte años antes.
La dinastía de Omri
Pero al llegar a este punto, Siria e Israel tuvieron que volverse hacia el Este. Había surgido un nuevo peligro y aparecido horribles presagios de sucesos futuros. En el extremo noroeste de los valles del Tigris y el Eufrates estaba la tierra de Asur (o «Asiria», para los griegos y para nosotros). Su capital era Calach, a unos 700 kilómetros al noroeste de Samaria en línea recta, pero a más si se sigue la línea de la Media Luna Fértil, que es la que seguían los ejércitos. Era una larga distancia en aquellos días, y a menos que Asiria estuviese bajo un gran rey conquistador no representaba ninguna amenaza para las tierras que bordeaban el Mediterráneo. Ocasionalmente, Asiria tenía monarcas dinámicos, que utilizaban su vasto territorio, el espíritu guerrero de su pueblo y las riquezas acumuladas por el comercio para llevar una política de expansión. Alrededor de 1220 a. C., por ejemplo, no mucho antes de que los israelitas atravesaran el Jordán y los filisteos llegaran a la costa marítima cananea, Asiría dominaba toda la región del Tigris y el Eufrates y era la mayor potencia del mundo occidental. Asiria entró luego en un periodo de decadencia pero en 1100 a. C., cuando Efraim encabezaba la confederación israelita, la potencia oriental comenzó a expandirse nuevamente por toda la zona del Tigris y el Eufrates y hasta llegó, por el oeste, hasta el mar Mediterráneo. Pero en esta ocasión, como en la anterior, la parte sur de la costa mediterránea, donde se concentraban las tribus israelitas, permanecieron intactas y fuera del horizonte del poder asirio. Después de esto, Asiria pasó por otro período de declinación, durante el cual David y Salomón pudieron gobernar sin tropiezos su imperio. En 935 a. C., a finales del reinado de Salomón, Asiría comenzó a revivir por tercera vez, y cuando Ajab estaba en el trono de Israel, el poderío de la potencia oriental estaba comenzando nuevamente a orientarse hacia el Mediterráneo. En 859 a. C., Salmanasar III subió al trono asirio y se dispuso a ampliar su reino. Su padre se había contentado con recibir tributo de las ciudades-Estado situadas al oeste del Eufrates, pero Salmanasar optó por la anexión directa. En 854 a. C. llegó al Mediterráneo mucho más al norte de Israel y se apoderó de la ciudad de Karkar, a 370 kilómetros al norte de Samaria. Pero aquí se encontró con una coalición de las potencias de la costa mediterránea bajo el mando conjunto de Banhadad II de Siria y Ajab de Israel. Estos dos inveterados enemigos lograron unirse contra el peligro común. Siria parece haber suministrado el mayor contingente de soldados de infantería, pero Israel proporcionó más carros que cualquier otro aliado. Sólo disponemos de un relato asirio de la batalla que se libró, pues la Biblia nunca la menciona. La fuente asiria describe la batalla de Karkar como una victoria asiria, pero no menciona nuevas anexiones de tierras ni posteriores avances. De esto podemos deducir que la batalla fue a lo sumo un empate para Asiria, si no una derrota. Sea como fuere, la amenaza asiria fue conjurada, y aunque Asiria conservó su fuerza durante el resto de los treinta y cuatro años de reinado de Salmanasar, la costa mediterránea quedó en paz, exceptuando correrías ocasionales. En verdad, quedó tan libre del peligro asirio que Israel y Siria pudieron volver a luchar entre sí. Ajab prosiguió su intento de recuperar el territorio perdido bajo Basa. Las fuerzas aliadas de Israel y Judá atacaron las posiciones sirias en Ramot de Galaad, a unos 50 kilómetros al sudeste de Afec. La batalla podía haber sido un triunfo israelita, pero una flecha perdida hirió fatalmente a Ajab. Se interrumpió la batalla, y buena parte de las tierras situadas al este del mar de Galilea siguieron en manos sirias. La muerte de Ajab fue la señal de la revuelta (como ocurre a menudo a la muerte de un rey enérgico). En Moab pronto estalló la rebelión. Situada al este del mar Muerto, Moab había sido conquistada por David y había quedado en poder de los israelitas después de la división del Reino, en tiempos de Roboam. Había estado a punto de recuperar su libertad en el desastroso reinado de Basa, pero Omri la había sometido nuevamente. A fines del reinado de Ajab, el líder moabita era Mesa. Ya había encabezado antes una revuelta contra Israel que no tuvo éxito, y, una vez muerto Ajab, hizo un nuevo intento. [Mapa V – Israel y Judá (c. 850 a. C.)] Ocozías, hijo de Ajab y Jezabel, había subido al trono y fue el tercer miembro de la dinastía de Omri, pero no vivió por mucho tiempo. Le sucedió su hermano menor Joram, en 849 a. C. El nuevo rey inmediatamente intentó aplastar la revuelta moabita. En alianza con el fiel Josafat de Judá, condujo su ejército por el extremo meridional del mar Muerto y desde allí a Moab, hacia el Norte. No conocemos los detalles de la expedición, pero ésta fracasó y Moab obtuvo una precaria independencia. Mesa conmemoró su victoria con una inscripción realizada sobre una piedra basáltica negra de un poco más de un metro de alto y unos 60 centímetros de ancho. Su importancia reside en que ha llegado hasta nosotros y recibe el nombre de «la Estela de Mesa». Fue descubierta en 1869 en las ruinas de la capital de Mesa, Dibón, ciudad situada a unos veinte kilómetros al este del mar Muerto, por un misionero alemán, F. A. Klein. La inscripción está en hebreo antiguo; es la más antigua inscripción extensa en esta escritura que se conserva y su lenguaje tiene un espíritu muy similar al de la Biblia, sólo que es Kemósh, el dios moabita, y no Yahvéh, quien monta en cólera con su pueblo y luego se arrepiente y lo salva. Pese a la muerte de Ajab y a la victoriosa revuelta de Moab, Jezabel, ahora reina madre, tenía razones para sentirse satisfecha. Era rey de Israel su hijo Joram, totalmente dominado por ella. Su hija Atalía estaba casada con el hijo de Josafat de Judá (que también se llamaba Joram). Josafat murió en 849 a. C., inmediatamente después de la abortada expedición contra Moab, de modo que Jezabel tenía a su hijo como gobernante de Israel y a su yerno como gobernante de Judá. El culto tirio, dominante en Israel, estaba también penetrando en Judá. Joram resistió contra esta penetración, pero en 842 a. C. murió y su hijo Ocozías reinó en su lugar. Este se hallaba totalmente dominado por su madre, Atalía, por lo que Jezabel tuvo un hijo como rey de Israel y un nieto como rey de Judá, ambos partidarios del culto tirio. El yahvismo se halló entonces en su momento de mayor peligro. El cabecilla israelita del partido profético yahvista, Elías, había muerto, pero su lugar fue ocupado por Eliseo, también de fuerte personalidad y sobre el cual se tejieron leyendas. Elíseo tomó el camino de la conspiración. Sólo era necesario encontrar el instrumento adecuado. Tenía que ser un general con tropas bajo su mando: por dos veces en la breve historia de Israel los generales habían derrocado al gobierno. Pero, naturalmente, tenía que ser también un general con simpatías yahvistas. En 842 a. C. continuaba la guerra con Siria, y Ramot de Galaad, donde había muerto Ajab, era la manzana de la discordia. En el curso de la lucha, Joram de Israel fue herido, por lo que abandonó el frente para recuperarse en la ciudad real de Jezrael, a 30 kilómetros al oeste de allí y 20 kilómetros al norte de Samaría. Allí fue visitado por su real sobrino, Ocozías de Judá, que acudió a presentarle sus respetos como pariente y aliado. El ejército israelita quedó al mando del general Jehú, y Eliseo vio allí la oportunidad que buscaba. Jehú era, o bien yahvista por convicción, o bien estaba dispuesto a serlo para apoderarse del trono. Mientras el rey estaba enfermo y el ejército se hallaba totalmente bajo su mando, Jehú hizo un pacto con el partido profético. Jehú se hizo proclamar rey por el ejército y luego condujo a éste hacia Jezrael en una rápida marcha. Atacó por sorpresa, se adueñó de la ciudad y barrió con todos los miembros masculinos de la casa de Omri. No sólo mató a Joram de Israel, sino también a Ocozías de Judá. Luego ordenó la muerte de la reina madre. Así llegó a su fin la tercera dinastía de Israel, en un completo desastre. Había tenido cuatro reyes, dos de los cuales, Omri y Ajab, fueron enérgicos y capaces, y había durado treinta y cuatro años. Con Jehú comenzó la cuarta dinastía de Israel. Pero en Judá, fuera del alcance de Jehú, quedaba Atalía, hija de Jezabel. Cuando le llegaron las noticias del golpe de Jehú, comprendió que los yahvistas de Judá, relativamente más fuertes que los de Israel, seguramente darían un golpe. Por ello, decidió actuar primero, y lo hizo sangrientamente. Como un torbellino, ordenó el asesinato de todos los miembros masculinos de la dinastía davídica, inclusive, al parecer, sus propios nietos. Quizá intentó casarse con algún otro y fundar una nueva dinastía, pero de hecho no lo hizo. Durante un período de seis años, de 842 a 836 a. C., gobernó sola, y éste fue el único período de toda la historia del Reino de Judá en que no ocupó el trono un miembro de la dinastía de David. Pero el reinado de Atalía fue precario. El yahvismo tenía en Judá algo que no tenía el yahvismo de Israel: el Templo. Atalía no osó tocarlo, pues sabía muy bien que, si lo hacía, el sumo sacerdote uniría contra ella al ejército y al pueblo. Sólo pudo esperar en la desesperación el curso de los sucesos, tal vez con esperanza de terminar su vida en el trono y sin ninguna preocupación por lo que pudiese ocurrir después. En verdad, el período de su gobierno fue desastroso. Edom, que había estado bajo la dominación de Judá desde la época de David, dos siglos y medio antes, se rebeló y conquistó su independencia. Las ciudades-Estado filisteas de la costa se hallaban tan lejos de haber sido sojuzgadas que hicieron incursiones por Judá. Todo lo que quedaba bajo la dominación de Jerusalén era el viejo territorio de la tribu de Judá, una región no mayor que el Estado de Connecticut. El sumo sacerdote de la época era Joyada. Durante todo el reinado de Atalía debe de haberse sentido acosado, pues no sabía cuándo Atalía podía decidirse a actuar contra el Templo. De algún modo tenía que unir al ejército y al pueblo contra ella. Parecía haber sólo un camino, y éste era utilizar la dinastía de David, los descendientes de los gloriosos David y Salomón, cuyos reinados, aunque habían terminado un siglo antes, permanecían vivos en la mente de todos los judíos, y de cuyo linaje habían gobernado Judá seis miembros, desde la muerte de Salomón. Claro que la dinastía había sido exterminada por Atalía, pero ¿podía alguien estar seguro de esto? En 836 a. C., Joyada organizó una reunión secreta de jefes militares de Judá e hizo aparecer ante ellos a un niño de siete años y les contó una dramática historia. Seis años antes, dijo, cuando Atalía había dispuesto la matanza de los descendientes de David, había sido salvada una criatura de un año, un hijo de Ocozías. La esposa del sumo sacerdote (una hermana de Ocozías) había sacado a su pequeño sobrino de ese infierno y lo había llevado al Templo. Aquí había sido ocultado cuidadosamente y mantenido desde entonces. ¿Era eso verdad? ¿O el niño era un impostor al que se había apelado como factor aglutinante? ¿Cómo podemos saberlo? ¿Cómo puede nadie saberlo? La Biblia transmite la versión de Joyada de la historia, y como tal es generalmente aceptada. Los generales judíos también aceptaron la historia y proclamaron rey al niño Joás. También el pueblo la aceptó. El restablecimiento de la dinastía davídica causó enorme júbilo, y Atalía fue capturada y muerta. Así, la influencia fenicia llegó a su fin en Judá tanto como en Israel. La dinastía de Omri fue suprimida en todas partes. Por el momento, el yahvismo con el Templo prevalecía en Judá, y sin el Templo en Israel. Al parecer, Eliseo y el partido profético habían logrado la victoria.
La dinastía de Jehú
Pero el triunfo del yahvismo en el interior fue acompañado de problemas en el exterior. En Siria, en 842 a. C., el año del golpe de Jehú, hubo también un golpe de Estado. Benhadad II fue asesinado por un funcionario de la corte, Hazael. Al parecer, Eliseo tuvo también alguna intervención en esto, pues un asesinato real le parecía un medio eficaz para provocar al menos un caos temporal. Desgraciadamente para él y para Israel, el resultado no los favoreció. Hazael se apoderó de la corona y demostró ser un rey más capaz que el hombre al que había suplantado. Más aún, el año de confusión en los tres reinos —Siria, Israel y Judá— fue una tentación para Asiria. Habían pasado una docena de años desde que la potencia oriental se quemase los dedos en Karkar, pero Salmanasar III estaba aún en el trono asirio y ahora se dispuso a vengarse. Sus ejércitos asolaron Siria y el norte de Israel y pusieron sitio a Damasco. La amenaza de la total destrucción se cernió sobre los tres reinos, pero Damasco resistió desesperadamente y surgieron problemas en otras fronteras de Asiria. Salmanasar tuvo que contentarse con obtener un considerable tributo y se marchó. Pero levantó un monumento a su victoria, un obelisco negro donde se registran los nombres de los reyes derrotados y el tributo pagado. Entre los reyes derrotados figura Jehú, al que se lo llama el «hijo de Omri», nombre habitual de los reyes israelitas entre los asirios, aunque Jehú había precisamente exterminado a todos los descendientes de Omri que pudo. En cuanto a Fenicia, aunque había perdido la oportunidad de lograr ascendiente religioso sobre Israel y Judá, y quizá también sobre Siria, esto debe de haberle importado poco. De cualquier modo, las ciudades fenicias no podían crear un imperio territorial, al menos uno capaz de resistir frente a la creciente amenaza asiria. Fenicia había hecho su aporte en la batalla de Karkar, pero luego tuvo que pagar tributo, cuando Salmanasar volvió con más éxito ese año de confusión de 842 a. C. No, el futuro de Fenicia estaba en el mar, y en éste las cosas fueron mejor que nunca. Durante todo el siglo IX, Fenicia fue el único gran poder naval en el Mediterráneo y mantuvo el monopolio del comercio. En 814 a. C. (la fecha aceptada), la ciudad de Tiro fundó otra que sería más grande que ella misma. En ese año, una partida de colonos tirios bajo la guía, según la tradición, de Dido, hermana del rey tirio, fundó una ciudad a pocos kilómetros al sur de Utica, sobre la costa africana, al oeste de Sicilia, ciudad que estaba casi en el mismo lugar que la moderna Túnez. Los colonos fenicios la llamaron Karthadasht («ciudad nueva»), presumiblemente porque Utica era la «ciudad vieja». Los romanos de siglos posteriores convirtieron ese nombre en «Carthago», y nosotros en «Cartago». Los romanos llamaban a los cartagineses «poeni», que era su versión de la palabra griega para designar a los fenicios, por lo que el adjetivo «púnico» es equivalente a «cartaginés». Pero ¿qué ocurrió con el yahvismo durante todo este tiempo? ¿Cómo se mantuvo en Israel y Judá? Asiria era peligrosa, pero siguió con problemas en sus otras fronteras y, en verdad, después de la muerte de Salmanasar, en 825 a. C., su poder declinó nuevamente. Las ciudades fenicias eran ricas, pero sólo les interesaba el mar y no hicieron ningún intento de recuperar su predominio religioso en Israel y Judá. El principal enemigo era aún Siria, y por un momento representó un serio peligro. Aunque Siria había pasado por un golpe de Estado en 842 a. C., no siguió a éste ninguna conmoción religiosa interna. Se recuperó de la incursión asiria mucho más rápidamente que Israel, donde Jehú estaba tratando de combatir el culto tirio y de afirmar el yahvismo en su lugar. Hazael, el rey usurpador de Siria, reorganizó su ejército y lo envió al Sur, contra los débiles reinos yahvistas. Halló pocas dificultades. En una campaña, arrancó a Jehú todo el territorio transjordano. Esa tierra que había sido israelita desde la época de los Jueces, estuvo ahora bajo la dominación de Damasco. Otro contingente del ejército sirio avanzó sobre la costa y estableció su dominación sobre las ciudades filisteas. Por el tiempo en que terminó el reinado de Jehú a causa de su muerte, ocurrida en 814 a. C., el año de la fundación de Cartago, Israel y Judá estaban acorralados entre el río Jordán y el mar Muerto al este y la planicie costera al oeste. Conservaron su independencia, aun la región montañosa, al precio de tener que pagar un tributo a Siria. Cuando Joacaz, hijo de Jehú, sucedió a éste en el trono, en 814 a. C., parecía que Israel estaba a punto de ser borrado del mapa. Hazael, en sus últimos años, más de una vez pudo haberse adueñado de la misma Samaria. Judá también sufrió en este periodo. Bajo Joás, el rey niño que —según se suponía— representaba la dinastía davídica conservada casi milagrosamente, no hizo más que sufrir continuas derrotas. Hazael de Siria amenazó a la misma Jerusalén y sólo se retiró al precio de un pesado tributo. Internamente, las cosas no fueron mejor. Cabe suponer que en sus primeros años el joven rey estuviese totalmente dominado por el sumo sacerdote que le había salvado la vida o, quizá, que lo había elegido para el papel de sobreviviente de la dinastía davídica. Ya en la edad adulta, después de llevar el manto de la realeza durante décadas, su impaciencia creció. Cuando Joyada murió y su hijo llegó a ser sumo sacerdote, Joás afirmó su independencia e intrigó para hacer lapidar al nuevo sumo sacerdote. Esto le enajenó el apoyo de los sacerdotes. El hecho de que fuese derrotado por Hazael y tuviese que pagar tributo —lo que implicaba una sangría del tesoro del Templo— fue otro golpe para su popularidad. En 797 a. C., fue asesinado en un golpe de Estado del ejército. El destino al que supuestamente había escapado en 842 a. C., según Joyada, se abatió sobre él casi medio siglo más tarde. ¿Qué habrá pensado Eliseo? Los golpes que había organizado en 842 a. C. se volvieron contra él, en el sentido de que quien más se benefició de ellos fue Hazael, el antiyahvista. Sin embargo, el yahvismo estaba nuevamente en el poder en Israel y en Judá, por debilitado que estuviese, y esto quizá satisfizo al líder del partido profético. También vivió lo suficiente para ver el comienzo del cambio de marea. En 806 a. C. Hazael murió, después de haber sometido brevemente a su dominación casi toda la parte occidental de la Media Luna Fértil. Asiria estaba entonces en un período de declinación, pero aun así un coletazo suyo bastó para dislocar el Oeste. Pocos meses después de la muerte de Hazael, un ejército asirio asedió y tomó Damasco, impuso un pesado tributo y dejó al país sacudido y postrado. Siria mantuvo su independencia, pero su decenio de grandeza imperial había terminado y no volvería jamás. Cuando Joacaz de Israel fue sucedido por su hijo Joás, en 798 a. C., el nuevo rey se halló ante una situación muy diferente. Siria se hallaba entonces en el desorden, y, al reanudarse la guerra entre ellos, prevaleció Israel. Sus ejércitos derrotaron a Benhadad III, el hijo de Hazael, en tres batallas sucesivas. Israel recuperó la posición que tenía bajo Ajab, y Elíseo, que murió por el 790 a. C., vivió lo suficiente para verlo. La dinastía davídica, o la que era aceptada como tal, también se recuperó después de la muerte de Hazael. El asesinato de Joás de Judá fue seguido por el ascenso al trono de su hijo Amasias. Este obtuvo victorias sobre Edom y restableció la dominación de Judá sobre esa tierra, que sólo durante medio siglo había sido independiente. Alrededor de 786 a. C., pues, las dos tierras yahvistas de Israel y Judá estaban gobernadas por reyes que habían seguido una trayectoria de conquistas y de restablecimiento de su poder anterior. Era casi inevitable que midieran sus fuerzas uno contra el otro, por primera vez desde el reinado de Basa, un siglo y cuarto antes. Aparentemente, el agresor fue Amasias de Judá. Judá era la más débil, de todos modos, como se demostraría pronto. En la batalla de Betsames, a 25 kilómetros al oeste de Jerusalén, Israel logró una victoria decisiva. Amasias fue tomado prisionero y se vio forzado a admitir la ocupación temporal de Jerusalén. Parte de las fortificaciones de la ciudad fueron destruidas y el tesoro del Templo saqueado. Auque Judá conservó su propio rey y cierto grado de autonomía, se convirtió en tributario de Israel, como lo había sido en los tiempos de Omri y Ajab. Joás de Israel murió en 783 a. C. y le sucedió su hijo Jeroboam. Puesto que un Jeroboam fue el primero que gobernó Israel después de la muerte de Salomón, siglo y medio antes, el nuevo rey habitualmente es llamado en las historias Jeroboam II. Completó las conquistas de su padre, reduciendo a toda Siria al papel de tributaria y haciendo de Samaria la potencia dominante en la mitad occidental de la Media Luna Fértil, como Damasco había sido la dominante un cuarto de siglo antes bajo Hazael. En el reinado de Jeroboam II comenzó a producirse un nuevo cambio religioso. Después de la muerte de Eliseo, el partido profético perdió fuerza, pero empezó a surgir un nuevo tipo de líder religioso. Los nuevos jefes religiosos no estaban interesados en la aceptación de un grupo particular de ritos ni les importaba si uno u otro conjunto de sacerdotes dominaba los templos principales. En cambio, adoptaron la causa de la reforma social, dándole una forma religiosa. Se los siguió llamando «profetas», pero la palabra ya no designaba a un derviche extático, sino a un firme defensor de las reformas que instaba al pueblo a arrepentirse de sus maldades y lo amenazaba con el castigo divino si no lo hacía. El principio de esos nuevos profetas fue Amós, pastor de Judá que se aventuró a penetrar en el santuario israelita de Betel, alrededor de 760 a.C., para denunciar el culto que allí se efectuaba como una forma idólatra del yahvismo. Más aún, atacó el tipo de religión que daba más importancia al ritual que a la vida honesta. Según Amós, Dios dijo: Odio y desprecio vuestras festividades, no me placen vuestras solemnes reuniones. Aunque me ofrezcáis holocaustos y ofrendas de comidas, no los aceptaré, ni contemplaré la inmolación de vuestros animales cebados. Alejad de mí el ruido de vuestros cantos, pues no oiré la melodía de vuestras cítaras. Como aguas impetuosas caerá el juicio, y como torrencial corriente la justicia. Amós no logró mucho. El sacerdote que estaba al frente del santuario de Betel le advirtió que debía volver a Judá y quedarse allí; al parecer, Amos lo hizo. Tampoco cambió la versión israelita del yahvismo. Sin embargo, las prédicas de Amos se conservaron (aunque no sabemos hasta qué punto fueron alteradas por editores posteriores) y figuran hoy en el Libro de Amos de la Biblia, el más antiguo de los libros bíblicos que conservamos. Poco después del tiempo de las actividades de Amos, un israelita, Oseas, también predico un mensaje lleno de preocupación por los valores éticos, y no por el ritual. Realizo sus prédicas en los últimos años del reinado de Jeroboam II y se las encuentra en el Libro de Oseas. Es el único israelita cuyas palabras se conservan en los diversos libros proféticos del Antiguo Testamento. Todos los demás, incluido Amos, son de Judá. Durante el reinado de Jeroboam II de Israel, el rey derrotado de Judá, Amasías, cayo víctima de un golpe del ejército, como su padre, y en 769 a. C. fue asesinado. Le sucedió en el trono su hijo Azarías, más conocido por otra versión de su nombre: Ozías. Ozías gobernó sobre un Judá que sólo era un títere de Israel, pero no hubo ningún intento de modificar esa situación y, en verdad, Judá floreció en ella. Ozías reconstruyó las fortificaciones de Jerusalén que habían sido destruidas en época de su padre. Se apoderó de algunas de las ciudades-Estado filisteas y reconstruyó el puerto marítimo de Elat, a orillas del mar Rojo que había tenido importancia en tiempos de Salomón. La reanimación del comercio contribuyó a la prosperidad de Judá. Pero había en Judá un problema interno, y éste era la rivalidad entre el rey y el sumo sacerdote. En Israel no existía tal problema, pues el rey era todopoderoso. En Judá, en cambio, el Templo ejercía una influencia excepcional, y el sumo sacerdote era siempre un poder que era menester tomar en cuenta. Sin duda, David y Salomón no permitieron ningún desatino a sus sumos sacerdotes, y los habían puesto y depuesto a su voluntad y supervisaban los solemnes sacrificios cuando lo deseaban. Pero el interregno de Atalía había destruido en cierta medida ese precedente. Mientras reinó Atalía, el sumo sacerdote fue el único caudillo de los yahvistas de Judá. Cuando el niño Joás fue puesto en el trono, el sumo sacerdote siguió en posesión del poder. Durante el medio siglo siguiente, los reyes de Judá lucharon para recuperar su poder y los sumos sacerdotes trataron de impedirlo. Joás y Amasías fueron asesinados, y es posible que la influencia sacerdotal haya estado detrás de ambos golpes de Estado. Ozías también trató de afirmar la prerrogativa real con respecto a las funciones sacerdotales, tanto más cuanto que los éxitos de su reinado, militares y económicos, probablemente le dieron popularidad. Hasta trató de presidir los sacrificios en el Templo y, de este modo, poner de relieve su autoridad sobre el sumo sacerdote. Pero el intento fracasó, aunque no conocemos los detalles. Al parecer, al final de su reinado de treinta y cuatro años, se vio incapacitado y tuvo que vivir en el aislamiento. Desde 749 a. C., su hijo Jotan fue regente del Reino. Luego surgió la leyenda (conservada por los editores de los libros bíblicos, quienes —desde luego— estaban de todo corazón de parte del sumo sacerdote y contra las pretensiones reales) de que Ozías se enfermó de lepra, estado que hasta le impedía entrar en el Templo. Más aún, se enfermó (se decía) desde el instante en que trató de supervisar el culto en el Templo. Eso fue la victoria final del sumo sacerdote sobre el rey. Desde la época del reinado de Ozías, el sumo sacerdote predominó sobre el yahvismo, y el rey, para tener alguna independencia, habría tenido que apartarse del yahvismo. Muchos lo hicieron. (La victoria del sumo sacerdote, según se la describe en la Biblia, iba a tener importante influencia en la historia futura. Durante la Edad Media hubo entre los cristianos una lucha constante de la Iglesia y el Estado.)
Fuente:
http://espanol.geocities.com/anniusverus/Canaan/05.htm
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