miércoles, 19 de marzo de 2008

En busca del Jesus Histórico

ANÁLISIS DEL RIGOR HISTÓRICO DE LAS FUENTES CRISTIANAS PRIMITIVAS Y DE LA EXISTENCIA DE JESUCRISTO

Por Augusto Gayubas

Resumen:

Lejos de tratarse de una vindicación religiosa o de un tratado teológico, el presente trabajo intentará confirmar la frecuentemente cuestionada figura histórica de un hombre: Jesús de Nazaret. El estudio de las fuentes literarias cristianas –canónicas y apócrifas– y no-cristianas tempranas (siglos I-II), nos ayudará a este propósito. Siempre desde una perspectiva histórica, sin interés en milagros y resurrecciones y ayudándonos con los descubrimientos hechos por filólogos, arqueólogos, paleógrafos y especialistas en historia y literatura bíblica, podremos por fin deshacer el nocivo mito de la inexistencia de Jesús, el rey sabio que se atrevió, como ningún filósofo de su época, a afirmar la igualdad de los hombres.

Cuando leemos pasajes como los de la “Estela del sueño” del Faraón egipcio Tutmosis IV o los referentes al nacimiento de la reina-Faraón Hatshepsut, o cuando leemos ante los nombres de la mayor parte de los faraones el título “Hijo de Ra”, no dudamos, no obstante, de la existencia histórica de dichos soberanos. En efecto, si dijéramos que, los textos cuyo simbolismo religioso se impone al relato histórico o biográfico, carecen de utilidad histórica, estaríamos desechando todo lo que la historia, la arqueología y la paleografía han arrojado sobre el antiguo Egipto. Sabemos, pues, que el simbolismo religioso es tan sólo un agregado metafísico que no sólo no destruye la realidad histórica, sino que nos permite reconocer, además, las creencias e interpretaciones de la época. No creo que, sobre este punto, esté nadie en desacuerdo conmigo. Ahora bien, ¿qué es lo que hace que cientos de investigadores, muchos de los cuales concuerdan acerca del punto recién planteado, duden y hasta renieguen de la existencia histórica de Jesús de Nazaret, el llamado “Hijo de Dios”? ¿A qué se debe que muchos de tales autores no tengan empacho alguno –pues, de hecho, no hay razón para tenerlo– en hablar de Ramsés II “Hijo de Ra” pero, a su vez, en caso de escribir sobre Jesús de Nazaret, lo hagan en términos del “supuesto Hijo de Dios”, o del “personaje mitológico” en que creen los cristianos?; ¿por qué el afán por hallar en todo simbolismo histórico o prehistórico egipcio, una “clave” sobre la “verdad fáctica” de la cultura estudiada, y la simultánea negación automática de la validez histórica de los escritos evangélicos y patrísticos; aduciendo para lo primero la necesidad de “penetrar las alusiones”, y para lo segundo, lo inútil de estudiar textos cristianos que, por su carácter religioso, representan sólo una “fantasía novelesca y fraudulenta”? ¿No nos encontramos frente a una contradicción metodológica? Pues, quien piense –como quien escribe estas líneas– que los egipcios no “creían” en sus dioses, sino que “tenían” sus dioses –pues, existentes físicamente o no, de hecho regían la vida de los creyentes[1]–, pensará igualmente que los cristianos (v.g., católicos) no “creen” en Dios Padre y Dios Hijo, sino que “tienen” un Dios Padre y un Dios Hijo que son, a la vez, una misma esencia, la esencia del Dios Único tripartito. Creo un error no pensar con la misma lógica una y otra religión; sólo un religioso puede tomar partido. ¿Son religiosos, pues, quienes se abstienen de hablar del “Hijo de Dios” pero hablan, en cambio, del “Hijo de Ra”? No en el caso general al que me refiero –o sí lo son, si consideramos el ateísmo una religión, pues de hecho se sostiene sobre la base religiosa de la “inexistencia de Dios.” Se trata de personas que viven en un entorno cultural cristiano, y es este entorno “actual” el que los afecta. Siendo la religión antiguoegipcia cosa del pasado, no habiendo en la actualidad creyentes ni autoridades de tal religión –salvo las minúsculas sectas europeas de adoradores de Isis y otras divinidades de origen egipcio–, no constituye ella una amenaza, ni un actor social ni político activo; contrariamente, el cristianismo es hoy día la religión con más peso y más adeptos en todo el mundo, constituye la “ortodoxia” religiosa occidental (aun en muchas de sus variantes), y su papel “espiritualmente” hegemónico lo lleva a intervenir y ser un actor social con verdadero peso político. Los valores y costumbres cristianos están muy arraigados en el seno de la cultura occidental (siquiera superficialmente), y esto hace que a los investigadores sociales actuales les cueste estudiarlo con la imparcialidad con que estudian, por ejemplo, la religión y la historia antiguoegipcias. ¿Está mal, acaso, tomar partido por una tendencia o en contra de ella, más cuando ésta convive con uno en un mismo tiempo y espacio? Por supuesto que no. Pero no sé de nadie que, por ser no-marxista o anti-marxista, niegue la existencia de Karl Marx; ni de nadie que, por ser contrario al anarquismo, descrea del valor histórico de los relatos de Diego Abad de Santillán o de Eduardo Gilimón. Se podrá desconfiar y estar en desacuerdo con las interpretaciones marxistas, o con las conclusiones anarquistas; incluso se podrán vislumbrar con claridad determinadas mentiras históricas u omisiones deliberadas en unos y otros textos, o quizás errores de interpretación, pero difícilmente podrá uno concluir que Simón Radowitzky no existió, que Buenaventura Durruti no cayó herido de muerte en el frente de Madrid, que los relatos de Agustín Souchy fueron escritos en realidad por un fanático anarquista de la década de 1990. El hecho –por otro lado– de que un comunista escriba sobre el “paraíso soviético” de Lenin, y un anarquista escriba sobre el “infierno soviético” de Lenin, no sólo no conlleva –para un investigador ni comunista ni anarquista– la no existencia de Lenin y la Revolución Rusa, sino que, de hecho, la “doble fuente” la confirma. (Veremos cómo la “triple fuente” sobre Jesús –escritos cristianos canónicos, apócrifos y no-cristianos– confirma la existencia de dicho personaje histórico.) Quiero demostrar con esto que la parcialidad y el alto contenido religioso –que sólo importa a la fe del creyente, y no al juicio del investigador– que envuelven a los escritos neotestamentarios y patrísticos, no niegan a los personajes históricos, a los hechos “probables”, a los discursos o doctrinas, ni a la creencia sincera de la época en que fueron escritos ni a la que se refieren. No obstante, los investigadores sociales, estudiando el oscurantismo eclesiástico medieval y sufriendo la autoridad de la Iglesia contemporánea (deberíamos decir “las Iglesias”), confunden la historia de Jesús y de los inicios del cristianismo con las deformaciones y reinterpretaciones de “las Iglesias”, confunden a la historia con la religión y la teología. Y en su afán por mostrarse contrarios al cristianismo, en el temor a ser confundidos con creyentes cristianos –temor que no experimentan al estudiar el antiguo Egipto y su religión–, se muestran reacios a estudiar los textos de los seguidores de Cristo –que son documentos genuinos, en tanto se refieren a los sentimientos del público cristiano–, no comprendiendo que sólo estudiándolos podrían juzgar si tales obras son o no históricas o biográficas, si son –siquiera en partes– fidedignas, y hasta podrían hallar las razones por las cuales la Iglesia es –o no– una institución completamente ajena a la verdadera doctrina cristiana. Sólo así, sin un voto a priori en contra del valor histórico de los textos cristianos primigenios y de la existencia real de Jesús de Nazaret, se podrá, como pretenden los investigadores sociales, desarrollar la amplitud mental y juzgar con criterio histórico serio la evidencia sobre la vida del “Hijo de Dios.”

1. LAS FUENTES

Varios factores hacen que confiemos en la evidencia histórica que nos ofrecen las fuentes literarias tempranas que existen sobre Cristo y el cristianismo primigenio; por empezar, el hecho de que tales fuentes las podamos dividir en tres tipos: cristianas canónicas, cristianas apócrifas y no-cristianas. Esto, como el “paraíso soviético” comunista y el “infierno soviético” anarquista que confirman la existencia de Lenin y la Revolución Rusa, ratifica el ser histórico de Jesús de Nazaret y del cristianismo primitivo. Los escritos canónicos y apócrifos relatan los hechos de la vida de Jesús según la propia interpretación teológica, y en casos agregando datos y hechos que –evidentemente– escapan a la realidad histórica; los escritos no-cristianos, por su parte, se refieren a Jesús o Cristo ya como el iniciador de un execrable movimiento supersticioso, ya como un agitador judío, ya como un hombre sabio y prudente; e incluso como un hechicero que desvió al pueblo de Israel. Repasaremos estos primeros escritos no-cristianos sobre Cristo luego de analizar la evidencia propiamente cristiana.

1.1. Las fuentes cristianas: escritos canónicos

Sin dudas, la evidencia más rica, completa y fiable que poseemos acerca de la vida de Jesús de Nazaret y de los inicios del cristianismo –aun a pesar del alto contenido religioso y teológico– es la que conforman las obras canónicas –esto es, las que han sido aceptadas por la Iglesia como “inspiradas por la divinidad” desde el Concilio de Nicea del año 325, selección que dejó afuera a los escritos apócrifos de los que trataremos más adelante.[2] Tales obras, escritas originalmente en griego y hoy sólo conservadas a modo de copias, han sido compiladas en el llamada Libro de la Nueva Alianza, o Nuevo Testamento, cuyas ediciones más tempranas hoy conservadas datan del siglo IV; se trata de los Códices Sinaítico y Vaticano, escritos en gran uncial griego. No obstante, también poseemos copias más tempranas de los textos aislados que forman parte del Nuevo Testamento, así como tenemos fragmentos de ellos y citas en los escritos de los primeros Padres de la Iglesia. Pero, aun cuando debamos someter a juicio a los Códices Sinaítico y Vaticano, descubriremos que, en razón de fechas, siendo, tales Códices, copias 300 años más recientes que los escritos originales, dicho espacio de tiempo es verdaderamente poca cosa comparado con el común de obras antiguas hoy conservadas en copias muy posteriores al momento de creación del manuscrito original. Así, la “Guerra de las Galias” de Julio César, escrita hacia el 60 a.C., ha llegado a nosotros por copias de no antes del 850 d.C.; las “Historias” de Publio Cornelio Tácito, escritas hacia el 100 d.C., han llegado a nosotros por copias no anteriores al 850 d.C.; los manuscritos de Tucídides (siglos V-IV a.C.) y de Heródoto (siglo V a.C.) nos han llegado por copias de, por lo menos, el siglo X d.C. Luego, y recordando que tenemos textos y fragmentos dispersos del Nuevo Testamento, que datan de mucho antes que los mencionados Códices (v.g.: los fragmentos de San Marcos –7Q5– y, probablemente, Hechos, Romanos, 1 Timoteo, Santiago y 2 Pedro hallados en las cuevas de Qumrán y que datan de antes del año 80; el fragmento de fines del siglo I de la Epístola a los Hebreos hallado en la Biblioteca Nacional de Viena; el fragmento Rylands del año 130 con partes de San Juan; el papiro Bodmer del año 200 con gran parte del Evangelio de San Juan; los papiros Chester-Beattie de principios del siglo III que contienen los cuatro Evangelios, los Hechos y las Epístolas de San Pablo; etc.), llegamos a contar aproximados 5.400 manuscritos antiguos, entre obras y fragmentos, del Nuevo Testamento; si lo comparamos con la “Guerra de las Galias”, de tan sólo diez manuscritos, o con las “Historias” de Tácito, de apenas dos manuscritos y cinco de los catorce libros por él escritos, o con la “Historia de la guerra del Peloponeso” de Tucídides, de sólo ocho manuscritos, podremos arriesgar que, de dudar de los acontecimientos “probables” y de los personajes históricos mencionados en el Nuevo Testamento, deberemos, inmediatamente, negar la historicidad de los personajes y hechos narrados por Julio César, Tácito, Tucídides y Heródoto, e incluso cuestionar la hoy aceptada posición de que las obras citadas (“Historias”, “Guerra de las Galias”, etc.) fueron escritas por sus supuestos autores, pudiendo postular como “verdaderos escritores” a fanáticos políticos de siglos posteriores o a contemporáneos plagiando los nombres de personajes a la sazón reconocidos para firmar sus escritos y darles a éstos legitimidad y prestigio. Son un hecho las contradicciones en que a veces caen los historiadores griegos, hebreos y latinos, y es reconocible la tendencia política particular con que Julio César –por ejemplo– colorea sus escritos; ahora ¿destruye, tal tendencia política, el relato histórico, o más bien nos sirve para, además de los hechos, conocer la visión política del autor? Siendo César un actor protagonista de los hechos que relata, con ideas y creencias particulares, es esperable la contaminación política de su Historia. Pues bien; lo mismo sucede con los Evangelios, Hechos y Epístolas canónicos, sólo que la tendencia, las ideas y las creencias no son aquí políticas, sino religiosas. Y así, las contradicciones eventuales en los escritos, son sólo reflejo de una “mala costumbre” de la época. ¿Propaganda política y religiosa? Bueno, todos los historiadores escriben con un propósito; pero, si Jesús no hubiese existido, ¿cómo y por qué se lo habría inventado? ¿Por qué depender de “un solo hombre” para atribuirle lo que sólo serían doctrinas teológicas sin fundamento histórico? Verdaderamente, hubiera sido más fácil, para personas de distintas ideas religiosas, crearse a sus propios Cristos, sus propios Maestros; ¿por qué tantas sectas, con sus respectivas interpretaciones, buscarían la identificación con un solo hombre, si éste era tan sólo un invento?, ¿por qué luego insistir en ello, cuando implicaría ser considerado “hereje”? Como señalaremos a continuación, los escritos canónicos son apenas posteriores a la muerte de Jesús, y el doctor R. T. France nos explica que “reconocer la enseñanza y el ejemplo de un gran hombre a través de una antología selectiva ‘moralizadora’ de sus dichos y obras era un acontecimiento o un método aceptado [en el mundo antiguo]. Muchos de esos ‘biógrafos’ lo fueron de héroes del pasado, y son mayoritariamente míticos y sin valor como fuentes históricas. Pero en el caso de una figura reciente, no hay razón a priori para que reminiscencias históricas auténticas no formaran la base para dicha ‘vida’ o biografía.”[3] Esa base y los hechos “probables” –dejando milagros y resurrecciones para el juicio de la fe– deben, en el caso del Nuevo Testamento, aceptarse como hechos que corresponden al estudio de la Historia, dejando en la categoría de “mito” o, mejor, narraciones extraordinarias, los escritos apócrifos más tardíos, como los Evangelios árabe y armenio de la Infancia, el Evangelio cátaro del Pseudo-Juan y las Historias copta y árabe de José el Carpintero. Y no sólo sirven tales fuentes para el estudio de Jesús y del cristianismo primigenio, sino que aportan, de hecho, datos importantísimos sobre los tiempos de Jesús. (A menudo, podemos corroborar la exactitud histórica de los escritos canónicos mediante comparaciones literarias y estudios arqueológicos; esto nos permite aseverar que tales obras fueron escritas en temprana época –el autor necesariamente debía conocer los factores políticos, territoriales, rituales y burocráticos contemporáneos, así como a los personajes de la época, para escribir con tal exactitud–, y nos lleva a considerar, en adelante, la evidencia neotestamentaria de imposible confirmación etnohistórica y arqueológica, como fidedigna o, al menos, “probable.”)[4] En definitiva, “si aplicamos al Nuevo Testamento, como debemos, la misma clase de criterios que aplicaríamos a otros escritos antiguos que contienen material histórico, no podemos rechazar la existencia de Jesús como tampoco lo hacemos con la multitud de personajes paganos cuya realidad como figuras históricas nunca ha sido cuestionada.”[5]

Tenemos, pues, el Nuevo Testamento, el cual consta de cuatro Evangelios (San Mateo, San Marcos, San Lucas y San Juan), los Hechos de los Apóstoles (continuación del Evangelio de San Lucas), trece cartas atribuidas a San Pablo (Romanos, 1 y 2 Corintios, Gálatas, Efesios, Filipenses, Colosenses, 1 y 2 Tesalonicenses, 1 y 2 Timoteo, Tito y Filemón), una carta atribuida por algunos a San Pablo y, por otros, simplemente catalogada de anónima (Hebreos), otras siete cartas atribuidas a otros Apóstoles de Cristo (Santiago el Menor, 1 y 2 Pedro, 1, 2 y 3 Juan, y Judas) y el Apocalipsis de San Juan. Los escritos más antiguos son algunas de las cartas de San Pablo, que llegan a datar del año 51 (aproximadamente veinte años después de la muerte de Cristo). Como afirma David F. Burt, “en los escritos de Pablo encontramos el marco tradicional del evangelio [la “buena nueva”] con todos los detalles más esenciales de la persona y la obra de Jesucristo, ya establecidos en una fecha todavía más temprana que la de los Evangelios.”[6] En efecto, no siendo dichas cartas “biografías” de Jesús –se trata de consejos, instrucciones y respuestas dadas por el autor a las respectivas iglesias o individuos, recurrentemente haciendo referencia a palabras, hechos o creencias religiosas en torno a Jesús–, coinciden perfectamente, en las referencias históricas, con los Evangelios –que, de hecho, sí son biografías–; lo cual ayuda a comprender que, efectivamente, existe una base histórica común en los relatos. Los Evangelios no se pudieron basar en las Epístolas –que no eran biografías de Jesús–, ni las Epístolas pudieron basarse en los Evangelios –que fueron escritos, respecto a la mayoría de las cartas, con posterioridad–[7]; los hechos históricos y las creencias religiosas verdaderamente tuvieron lugar en el mundo real y en el de las mentalidades de la época, respectivamente.

Así es que tenemos cuatro Evangelios canónicos que son cuatro biografías de Jesús de Nazaret escritas por distintos autores antiguos. La cuestión respecto a los Evangelios nos advierte sobre su composición: por las fechas de creación (entre el 65 y el 95), la meticulosidad en los detalles y los conocimientos demostrados de los dichos, hechos, lugares, costumbres y personajes, podemos aceptar que “fueron redactados en vida de muchos de los testigos oculares de los hechos narrados.”[8] Es así que no nos parecerá arriesgado acordar en que los Evangelios fueron escritos “por los apóstoles o por sus compañeros cercanos, y que el espíritu que informa su narración es el de la veracidad testimonial de los testigos oculares.”[9] (Este tipo de sentencia debemos aplicarlo también a los Evangelios apócrifos más tempranos.) Pensemos en los Evangelios en sus formas finales; los podemos suponer compilaciones de fuentes escritas originales y de tradiciones orales, en casos calcadas y en casos narradas libremente e interpretadas o reinterpretadas por el compilador, que se convierte en un escritor legítimo. Esto no impide que las obras basadas en fuentes originales fueran escritas por Apóstoles[10], o que el escritor, no siendo Apóstol, fuera un directo receptor de las palabras de un Apóstol[11], o que tan sólo fuera un testigo ocular y receptor de las tradiciones orales y de fuentes escritas (escritas, quizás, por los mismos Apóstoles y sus discípulos[12]), estimulado a escribir la historia de Jesús y firmando tal historia con el nombre de algún Apóstol para darle legitimidad al relato (o tal firma pudo ser erróneamente fijada por los copistas, en fechas posteriores a su creación).[13] Por otro lado, si hubo fuentes originales, todo indicaría que fueron algunos Apóstoles sus autores, o sus discípulos más cercanos; quizás, una obra iniciada por un Apóstol recibía su forma final de parte de sus discípulos. En resumen: testigos oculares, tradiciones orales, protagonistas, discípulos, recolección de anécdotas y dichos e interpretación teológica. A esto le sumamos una profusa producción literaria desde mediados del siglo I, como consta en las palabras de San Lucas en el prólogo a su Evangelio (“Muchos han tratado de relatar ordenadamente los acontecimientos que se cumplieron entre nosotros, tal como nos fueron transmitidos por aquellos que han sido desde el comienzo testigos oculares y servidores de la Palabra”, 1.1-2) y en la existencia de cantidad de Evangelios tempranos considerados apócrifos; y junto a ello, el análisis y la búsqueda, en las Antiguas Escrituras, de vaticinios y explicaciones adecuadas para determinar teológicamente los hechos en torno a Jesús. De esta comunión, podemos suponer, nacen los Evangelios canónicos –y muchos de los apócrifos– tal como hoy los conocemos. “Lo que está fuera de dudas es que hay un consenso general entre los Evangelios... Está claro que los escritores de los Evangelios no estaban urdiendo ni inventando estas historias.”[14] ¿Y los milagros, resurrecciones, etcétera? Ello escapa al interés del investigador; digamos, no obstante, que los conceptos y profecías de las Antiguas Escrituras evidentemente jugaron un papel muy importante en las creencias, conceptos y asimilaciones formados o adoptados durante la vida de Cristo[15] y en aquellas explicaciones teológicas planteadas por los escritores de las primeras obras sobre Jesús y de los primeros mensajes cristianos. Pero volvamos al “consenso general”; tenemos una base histórica común a todos los escritos, canónicos y apócrifos, pero el consenso teológico no existe, razón por la cual tenemos obras en armonía (escritos canónicos) pero que difieren de otras obras (escritos apócrifos), las cuales son muy variadas y hay en ellas casos de consenso tanto como de discrepancia. Son evidentes, pues, desde los comienzos del cristianismo, distintas posturas teológicas que desembocarían en sectas diferenciadas, una de las cuales ganaría la hegemonía religiosa.[16] ¿Qué podemos decir, pues, de los Evangelios canónicos? Son cuatro biografías teologizadas de carácter anecdótico y moralizador, cuya falta de precisión cronológica, típica de las biografías antiguas pero compensada por los detalles topográficos, políticos, culturales y sociales, destaca el interés en la persona y sus hechos y palabras más que en la exactitud temporal; los Evangelios de San Mateo (hacia el año 80), San Marcos (hacia 65-70), San Lucas (hacia el 80) y San Juan (hacia el 95), escritos por los respectivos Apóstoles y discípulos de Apóstoles –o aun por sus discípulos–, conforman –conjuntamente con los Hechos, epístolas y el Apocalipsis canónicos– los libros que, ocupados de manifestar la divinidad de Jesús y su mesiazgo basándose en hechos históricos e interpretaciones teológicas, han sido aceptados como “inspirados” por la corriente teológica dominante.

Ahora podemos ocuparnos de las escritos extrabíblicos.

1.2. Las fuentes cristianas: escritos apócrifos

En una nota del apartado anterior, explicábamos cómo el triunfo de una tendencia teológica particular del cristianismo, convertida en hegemónica en detrimento de un sinnúmero de otras sectas cristianas primigenias, o bien la actitud de una Iglesia ya consolidada, de establecer un riguroso orden a la profusa producción literaria e ideológica cristiana, conllevó la selección de los cuatro Evangelios de San Mateo, San Marcos, San Lucas y San Juan –conjuntamente con las epístolas y Hechos de Apóstoles que hoy conforman el Nuevo Testamento– como los escritos sagrados o canónicos, haciendo del resto de escritos cristianos, libros prohibidos o apócrifos.

Los Evangelios –y con ellos, cartas e historias– apócrifos, son escritos que comenzaron a circular por los pueblos judío y gentil desde pocos años después de la muerte de Jesucristo, al igual que los Evangelios canónicos (de hecho, tal distinción no existía por aquel entonces en la misma forma en que se presentó desde el Concilio de Nicea del año 325, sino que refería a una diferenciación entre libros “ocultos” –es decir, apócrifos; aquellos cuya lectura era reservada a los iniciados– y libros de conocimiento y lectura públicos). Dichos Evangelios apócrifos –muchos de ellos, en clave gnóstica– tratan de la vida, infancia, ministerio, pasión, muerte, resurrección y ascensión de Jesús de Nazaret, de sus milagros y sentencias y de su entorno social y familiar. Sus fechas de redacción varían desde mediados del siglo I hasta el siglo IV –y hasta hay casos de escritos más recientes, ya nacidos como heréticos–, y sus autores son generalmente desconocidos (las firmas de Apóstoles, en muchos de los Evangelios, no responden más que al deseo de sus verdaderos autores de dar legitimidad a los escritos, tomando como posible excepción a los Evangelios de San Pedro, de San Felipe y de Tomás (sentencias de Jesús); algunos Evangelios, no obstante, han sido firmados con sinceridad –se trata de los Evangelios del siglo II de los gnósticos Marción, Taciano, Valentino, Ammomio–). Por otro lado, sabemos que los Evangelios en su forma final, suelen ser “compilaciones de fuentes escritas originales y de tradiciones orales, en casos calcadas y en casos narradas libremente e interpretadas o reinterpretadas por el compilador, que se convierte en un escritor legítimo.”[17] Edmundo González-Blanco sostiene que “no existiendo todavía distinción alguna entre los canónicos y los apócrifos, todos eran acogidos como buenos, y las preferencias por unos u otros dependían de la mayor o menor afinidad de su contenido con los credos respectivos de cada una de las innumerables sectas que componían el cristianismo primordial.”[18] Esto explica que, de acuerdo a una cuestión de afinidad teológica, la Iglesia terminara aprobando sólo los cuatro Evangelios hoy “canónicos”, descartando el resto de los escritos evangélicos. Así, aun cuando “Evangelios canónicos y apócrifos se completaban y se suponían mutuamente”[19], la Iglesia estableció en el año 325 la limitación en el reconocimiento de los escritos cristianos, alegando que, salvo los cuatro Evangelios inspirados divinamente, el resto carecía de valor religioso y no respondía más que a farsas o invenciones, desvirtuaciones de la Palabra de Dios y de los verdaderos hechos de la vida de Cristo. Y es que, efectivamente, los Evangelios apócrifos en general dan una idea bastante distinta del Cristo hombre y del Cristo divinidad, aunque siempre sobre una misma base histórica. Gnósticos, católicos, judeocristianos, nestorianos...; no obstante las variaciones fácticas y dogmáticas, el estudio de las fuentes demuestra que Evangelios apócrifos y canónicos se completan entre sí, lo cual explica que, antes de convertirse en heréticos, los apócrifos fueran citados y aceptados por los Padres de la Iglesia (San Bernabé, San Clemente Romano, San Justino), hasta que los canónicos concluyeran eclipsándolos desde la época de Clemente Alejandrino (190) y el Concilio de Nicea del 325 estableciera formalmente el rechazo de los apócrifos, como resultado de una selección teológica trabada por el clero que ganó la hegemonía religiosa. Y si bien la redacción de muchos de los apócrifos “obedeció al propósito de sus autores de satisfacer la ávida y piadosa curiosidad de los fieles, contemporáneos suyos, sobre aquellas partes de la vida de Jesús de que no hablan, y que dejan en la sombra, los Evangelios canónicos”[20], no obstante, como afirmara Jorge Luis Borges en su prólogo a los “Evangelios Apócrifos”: “este libro no contradice a los evangelios del canon. Narra con extrañas variaciones la misma biografía.” Es una confirmación de la existencia de Jesús de Nazaret.

Tantas interpretaciones en torno de una misma figura, de una misma vida y muerte, e incluso tantas doctrinas (y fraudes) asociados por conveniencia a un hombre que evidentemente vivió y adquirió en vida la importancia que, tras su muerte, se vería exaltada de un modo impresionante; esto sólo nos sugiere que Jesús sí existió. El consenso y la mutua compensación histórica de escritos canónicos y apócrifos, a pesar de diferir teológicamente –y descartando las fábulas novelescas que narran algunos Evangelios apócrifos de nula validez histórica–, construyen un espacio, un tiempo y una biografía que van mucho más allá de la religión, que representan hechos históricos tan sólo contaminados de ideas religiosas que nada quitan –sino que agregan (el conocimiento de las mentalidades de la época)– al estudio del investigador. Cuando cientos de personas buscan atribuir sus doctrinas a Jesús, apoyándolas en palabras –ciertas o supuestas– del Maestro para darles legitimidad, es porque aquel Maestro debió haber existido. Cuando Stalin explotaba frases aisladas de Lenin para justificar sus propias políticas, buscando la legitimidad en aquello de “Así habló Lenin”, lo hacía porque Lenin había existido y había sido el principal rostro de la Revolución Rusa, lo cual no hubiera tenido sentido de ser Lenin un personaje inventado por Stalin; y si Lenin hubiese sido un invento de Stalin, Trotsky seguro se hubiera creado su propio Maestro y no habría tomado prestado el Lenin de Stalin para atribuirle otra esencia política, otras ideas, otra doctrina y otras palabras. Un Jesucristo no pudo haber sido un mero invento teológico, sino una persona de carne y hueso.

Nos queda un último punto: la evidencia no-cristiana.

1.3. Las fuentes no-cristianas

Cuando quien escribe no es cristiano, y no tiene interés en hacer real un personaje que le es hostil, si escribe acerca de Cristo como un hombre que vivió y murió crucificado, es porque tal personaje verdaderamente existió. Tenemos, en efecto, fuentes no-cristianas tempranas que hablan de Cristo y de las primeras comunidades cristianas. Si bien escasas y poco ilustrativas en lo referente a la vida de Jesús de Nazaret, resultan la evidencia determinante acerca de su irrefutable existencia, pues no se proponen predicar una doctrina moral, un dogma religioso, una concepción teológica...; no existe la posibilidad de que tales autores hayan inventado o seguido una oleada de invenciones en torno a un nombre ficticio.

Por razones de espacio, no podremos citar los pasajes completos de las obras que mencionan a Jesús, pero haremos una breve referencia general. Publio Cornelio Tácito, en sus “Anales” (XV, 44) narra las acusaciones de que fueron víctimas los cristianos en razón del incendio de Roma del año 64, añadiendo que “aquel de quien tomaban nombre, Cristo, fue mandado ejecutar con el último suplicio por el procurador Poncio Pilatos durante el Imperio de Tiberio” (escrito hacia el año 100; Tácito no sentía ningún tipo de simpatía hacia los cristianos, a quienes consideraba “culpables y merecedores de los últimos suplicios” por “odio al género humano”). Plinio el Joven, en una carta del año 111 ó 112 al emperador Trajano (carta XCVII), explica (en el marco del maltrato hacia los cristianos) que “en presencia mía... (algunos cristianos arrepentidos) han lanzado imprecaciones contra Cristo... Decían que todo su error se limitaba a... (reunirse y cantar himnos) en honor de Cristo, como si fuese Dios.” Flavio Josefo, en sus “Antigüedades judaicas” (años 93-94), y según la versión árabe contenida en una obra del siglo X del obispo Agapio de Hierápolis (más cercana, posiblemente, a la original, contra la versión cristianizada de dicho pasaje encontrada en las copias conservadas del libro de Josefo), escribe que “por aquel tiempo existió un hombre sabio que se llamaba Jesús... Muchos judíos y gentiles se convirtieron en discípulos suyos. Pilatos lo condenó a morir crucificado... Quizás era el Mesías del que hablaron los profetas” (en la versión cristianizada, Josefo XVIII, 3.3). En XX, 9.1, Josefo menciona a “Jesús, el llamado Cristo.” En la primera parte del Talmud babilónico (compilada entre los años 70 y 200), en Sanedrín 43a, encontramos que “en la víspera de la Pascua fue colgado Jesús... por haber practicado la hechicería y haber incitado a Israel a la apostasía.” Cayo Suetonio Tranquilo, en sus “Vidas de los Doce Césares” (hacia el 121), específicamente en Claudio XXV, 4 nos dice que Claudio “hizo expulsar de Roma a los judíos, que, excitados por un tal Cresto, provocaban turbulencias” (los romanos no distinguían, inicialmente, a judíos de cristianos, con lo cual aquellos judíos de Roma podrían ser en realidad cristianos, y Cresto podría identificarse con Cristo). Talus, historiador samaritano, escribió hacia el año 52 una teoría sobre las tinieblas que acompañaron a la crucifixión y muerte de Jesús, de la que tenemos constancia en la obra del romano Julio Africano (siglo III) “Cronografía” (18.1). Luciano de Samosata (125-192) escribió en “La muerte de Peregrino” 11-13, “de aquel hombre a quien siguen adorando, que fue crucificado en Palestina por haber introducido esta nueva religión”, la de los cristianos, cuyo “primer legislador les convenció de que todos eran hermanos..., y adoran a aquel sofista crucificado y viven de acuerdo a sus preceptos.” El filósofo sirio Mara bar Serapión, hacia aproximadamente el año 73, escribió una carta a su hijo, interrogándose “¿Qué provecho obtuvieron... los hebreos al ejecutar a su sabio rey...? El sabio rey (no murió), gracias a las nuevas leyes por él promulgadas.” Algunas otras referencias (como las de Jesús ben Pantera en la Tosefta) conducen a la misma conclusión: la existencia efectiva de un hombre por cuya revolución “la idea de lo justo adquirió... unas proporciones jamás sospechadas hasta entonces. La justicia sólo había existido para los amos; desde entonces empezó a existir para los siervos.”[21] Difícil sería pensar que un cambio de mentalidad tal podría surgir de un ‘fantasma.’ De todos modos, sea cual fuere la interpretación, el interés, la creencia en torno a Cristo, una cosa es innegable; la excelsa pluma de Borges, eludiendo juicios morales, sentencia con rigor de objetividad: “Nadie como él ha gobernado, y sigue gobernando, el curso de la historia.”

2. RECIENTE HALLAZGO: EL OSARIO DE SANTIAGO, HERMANO DE JESÚS

No termino yo de proclamar la historicidad de Jesús y de las fuentes cristianas, cuando aparece ante nuestros ojos un nuevo –¡y atajate!– descubrimiento: un osario (vacío) de origen jerosolimitano, datado hacia el 63 d.C., con la siguiente inscripción en arameo: “Ya’akov bar Yosef akhui di Yeshua.” Esto es: “Santiago, hijo de José, hermano de Jesús.” Fue Emanuel Pfoh, condiscípulo de un seminario, quien me dio la noticia; luego, la escritora Susana Salguero me consiguió cierta información mediatizada, y finalmente llegué a la publicación oficial de la “Biblical Archaeology Review.” Excitado, comprendí lo gigantesco del descubrimiento: la tumba del hermano de Jesús (Santiago, obispo de Jerusalén, muy probablemente identificado con el Apóstol Santiago el Menor), que confirma la existencia histórica, no sólo del propio Santiago[22], sino también (y consecuentemente) de Jesús de Nazaret y de su padre José; y certifica, en efecto, el parentesco habido entre estos tres personajes bíblicos: Jesús, José y Santiago.

El análisis del osario permite estimar su datación hacia el 63 d.C., fecha que coincide con la muerte del Apóstol Santiago el Menor estimada desde el análisis de las escrituras canónicas, de las “Antigüedades Judaicas” de Flavio Josefo (XX, 9.1) y de algunos de los escritos de los Padres de la Iglesia (por ejemplo, Hegesipo, Clemente Alejandrino y Eusebio de Cesárea). Esta coincidencia entre la evidencia literaria y la novedosa evidencia arqueológica, se suma a la irrefutable interpretación que debemos hacer de la reseña “hermano de Jesús” en el osario de Santiago: entre los hebreos de aquella época (siglo I) era común que el hombre llevara junto a su nombre, el nombre de su padre (v.g., Santiago [el Mayor] hijo de Zebedeo, Leví hijo de Alfeo), y sólo añadiría a su nombre el de su hermano si éste era un personaje de determinada relevancia. Esto es lo que sucede, por ejemplo, con San Judas Tadeo, llamado “hermano de Santiago (el Menor)” en San Lucas (6.16), en Hechos (1.13) y en la propia epístola de San Judas (1.1), porque Santiago el Menor llegó a ser el líder de la comunidad cristiana en Jerusalén, y por tanto un personaje altamente reconocido. Así, aunque Santiago fue, pues, un hombre de gran relevancia, Jesús de Nazaret fue el verdadero “fundador” de la religión de los cristianos, y su nombre ganó notable repercusión entre el pueblo judío por su singular actuación social y religiosa. Es por esta razón, sin dudas, que podemos hallar en el osario de Santiago, la inscripción “Santiago, hijo de José, hermano de Jesús.”

En conclusión, la tumba de Santiago el Menor, Apóstol y hermano de Jesús, es una evidencia más, brindada por la arqueología, de la existencia histórica de Jesús de Nazaret y de la historicidad de las fuentes cristianas primitivas. Y no sólo confirma un estado de conocimientos, sino que nos advierte sobre la posibilidad de que sigan saliendo a la luz, día tras día, nuevos descubrimientos relativos al caso.

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