Una puntualización. Esbozo de un retrato de Juan Calvino, Lucien Febvre
Erasmo, la Contrarreforma y el espíritu moderno. Trad. Barcelona, Orbis, 1985, pp. [1]
Soy un historiador y vengo a hablarles de historia. Soy un hombre del siglo XX y vengo a hablarles de un hombre del XVI. ¿Es preciso decirlo? Temo que algunos de ustedes se pregunten: «¿A santo de qué? Calvino, el calvinismo, eso es agua pasada. Que, a lo sumo, interese a europeos de Europa, a franceses, a ginebrinos, bueno; pero a nosotros, en Sao Paulo, en Brasil, trasplantados a este otro continente? Puede resultar agradable hojear una tarde de invierno un viejo álbum de fotografías familiares amarillentas. En cambio, hojear el álbum del vecino es aburrido. Incluso cuando, como ustedes, señores, se cuenta con una Reforma —pero hecha para ustedes, a su medida, de acuerdo con sus necesidades y su clima…»[2]
“¿A santo de qué?”. Responderé brevemente. En todos nuestros pasos, en todas nuestras empresas, en todas nuestras conductas, ¿acaso no sentimos, acompañándonos, la presencia de cuantos hombres y cuantas mujeres nos han precedido? ¿Seremos por ventura como aquellos hongos de que habla Saint-Simon, que nacen de pronto una noche sobre una capa de estiércol, o bien los herederos de un esfuerzo infinito? No hijos de nuestras obras: hijos de las generaciones que pacientemente han ido acumulando las reservas de que gracias a ellas disponemos. ¿Nosotros, descendientes directos? Desde luego. ¿Nosotros, todos los hombres que pertenecemos a una misma cultura? También, sin duda alguna. No existen sólo los legados materiales. Hay bienes comunes a los que se da el nombre de moral: me refiero a la actitud ante la vida y ante la muerte. Y os pertenecen a los brasileños tanto como a nosotros los franceses.
Sigo respondiendo. Cuando uno se cansa de vivir, de malvivir, en las grandes ciudades superpobladas, opresivas, despiadadas, uno sube a las cumbres. Va a buscar el aire puro de las montañas –el aire sano de las almas grandes que lo han sacrificado todo, lo han dado todo, por ser hombres y por hacer más hombres. Va a vivificarse, a regenerarse en la proximidad de un héroe. Nosotros vamos a pasar unos instantes en compañía de Juan Calvino…
Y termino de responder. Estamos en São Paulo. Ustedes son brasileños. Y yo, un francés, vengo a hablarles de Calvino. De un francés. Pero también podría hablarles de Lutero, un alemán. Y de Zuinglio, el de Zurich. Y de aquel alsaciano, Martín Bucer, que al final de su vida fue a predicar la Reforma a la Gran Bretaña y transmitió su legado a John Knox. Todos estos hombres, alineados, figuran en el “Muro de la Reforma” de Ginebra —el muro de los fundadores, el muro de los héroes. La diversidad misma de sus orígenes nos recuerda que la Reforma no ha sido, no es una obra pequeña, reducida a la escala de las naciones; que ha sido y es algo que sobrepasa las fronteras, cierta forma nueva de sentir y practicar el cristianismo, nacida poco a poco, en el Viejo Mundo, de una misma inquietud, de una misma insatisfacción básica; de tal modo que es ahí donde reside su grandeza: en la propia universalidad de su acción religiosa y moral.
Calvino, ese Calvino cuya repercusión fue universal, no por ello dejó de ser —lo decía hace un momento- un francés en toda la extensión de la palabra, un verdadero, un auténtico francés de pura sangre; tan francés como Lutero fue alemán o, por decirlo así, como Erasmo fue «hombre de todas partes”.
Es francés Calvino por sus orígenes. Nació picardo, hijo de esa provincia fronteriza, la Picardía, de esa marca tantas veces hollada por cascos de caballos invasores y que siempre vuelven a enderezarse como la hierba que, pisoteada, renace con nuevo vigor.[3] Una raza de hombres difíciles de manejar, dispuestos siempre a la rebelión, a menudo herejes, hasta tal punto que, en la Edad Media, decir su nombre era decir «de la cáscara amarga», en lo religioso y en lo social. Añado: en Picardía, Calvino, cuyo verdadero apellido era Cauvin (pues Calvin no es sino la retranscripción francesa del latín Calvinus que traducía Cauvin), era hijo de Noyon, típica ciudad pequeña del norte de Francia, de casas bajas, un poco tristes, dominadas por una catedral como tantas otras de nuestro país –o, más bien, como tantas que había antes: ¡han padecido tanto por las violencias y la incuria! Todavía durante la última guerra Noyon participó sobradamente de las desgracias que, una vez más, se abatieron sobre Francia —y la propia casa de Calvino desapareció en la tormenta.
Calvino nació a la sombra de esta catedral.[4] No es que los Cauvin fueran sedentarios, pequeños burgueses replegados sobre sí mismos. El abuelo era marinero fluvial: duro oficio de hombres fuertes, bien curtidos, acostumbrados a desplegar iniciativas y a cargar con responsabilidades –viajeros perpetuos que iban sobre el agua de ciudad en ciudad, cambiando de horizonte y palpando muchas costumbres ajenas. Los hijos salieron despiertos. Dos de ellos se fueron a París, donde abrieron talleres de cerrajería; cuando Calvino marchó a estudiar a la gran ciudad pudo visitar a sus tíos. El tercero, Gérard, siguió una profesión que, desde nuestros prejuicios, llamaríamos más noble. Se instaló en Noyon mismo como escribano. Un matrimonio bastante afortunado con una Lefranc, hija de un mesonero de Cambrai, le ayudó en sus primeros pasos. Comenzó a trabajar para los canónigos de la catedral y a ganarse una clientela de eclesiásticos considerables. Pero la dote de su esposa no incluía la suavidad de carácter. No pasó mucho tiempo antes de que Gérard se peleara con el capítulo, y con el tal éxito que murió excomulgado, no por motivos de orden religioso, sino por cuestiones de interés, de gestión y de relaciones cotidianas.
En una palabra, estos Cauvin eran gente de carácter entero, inflexible y que nunca daba su brazo a torcer cuando creía tener razón.
Heredero de una de esas familias populares que, entre los franceses, parecen haber ido ahorrando, acumulando las dotes, constituyendo en cierto modo moneda a moneda un fuerte capital humano para colocarlo entero, en su día, a cargo de uno de sus miembros, Calvino tenía todas las características esenciales de la idiosincrasia francesa. La sobriedad. La medida. Una lógica imperiosa y soberana. Un sentido crítico alerta y temible. Sobre todo, el don de saber elegir.
Cuando hablaba, cuando escribía, su problema no era el de decirlo todo, atropelladamente, sin dejarse nada de lo que se le ocurría. Su problema era expresar lo esencial, y sólo lo esencial, y expresarlo con precisión, con claridad, buen orden y buena lógica. [5]
Idiosincrasia alemana: amontonamiento, acumulación, minucia; Alberto Durero y la liebre del Albertina. Todos los pelos del animal descritos minuciosamente, uno por uno (se podrán contar), con una especie de candor y de ingenuidad en su aplicación que es imposible ponerse frente a esta asombrosa obra maestra sin conmoverse profundamente. Y digo Durero. Pero aun artistas menores: un Hans Baldung, pongamos, un Schongauer antes que éste. Y, digámoslo también, en nuestro terreno de hoy, un Lutero.
Idiosincrasia francesa: eliminación, esclarecimiento, elección. No busquemos más, repitámoslo: Juan Calvino.
Sabe Dios si un hombre que supiera elegir, alrededor de 1530, era verdaderamente providencial para la Reforma…
Europa parecía un inmenso barrio en demolición, cubierta toda de ruinas, mostrando sólo, aquí y allá, pobres casuchas provisionales y cuarteadas.
En Alemania, indecisión. Recientes aún la batalla de Pavía (1525) y el saco de Roma (1527), es tanto el poder del Emperador… La prudencia se impone a los príncipes. Sólo en 1527, en la dieta de Spira, obtendrán una especia de libertad provisional para organizar sus iglesias, en sus Estados, de acuerdo con sus ideas propias y sin temor a conflictos eternos con la Cámara imperial.
¿En Inglaterra? En 1532 —el año de Pantagruel- es cuando el Gargantúa de Enrique VIII preludia su ruptura con Roma y comienza a sopesar las decisiones del clero anglicano. Pero nadie sabe aún dónde va a detenerse, en materia de fe, este hombre gordo e impulsivo que pretende ser, a la vez, antirromano y antiluterano…
Estas incertidumbres afectan a las doctrinas. Son raros los Estados donde éstas se encuentran definidas rigurosamente por teólogos oficiales, accesibles gracias a Confesiones de Fe impresas y, añado yo, aceptadas sin reticencias o críticas por el conjunto de los fieles. En el ducado electoral de Sajonia, donde se ejerce el inflijo directo de Lutero, sólo en 1528, en vista de los resultados de la visita de las iglesias, se emprende un esfuerzo importante por poner orden en las prácticas y las creencias. En mayo de 1529, Lutero producirá sucesivamente el Gran y el Pequeño catecismo. Pero desde hace años viene manteniéndose en la tierra una áspera controversia, dramática, violenta, cómica a veces, entre Lutero, Zuinglio, Ecolampadio, Bucero y otros muchos. Abiertamente y en presencia de todos. Incluso en los Estados regidos por príncipes adeptos de la Reforma contienen entre sí opiniones prodigiosamente variadas. Y, entre los dóciles que se apliegan sin más a la voluntad del soberano –pasan de luteranos a calvinistas o zwinglianos ad nutum- ¿qué queda aún de apego profundo, consciente o no, a las viejas ideas?
Se está a la expectativa. ¿De qué? Nadie lo sabe. En el fondo, muchos piensan que todo acabará por arreglarse. De boca en boca se repite una palabra mágica: «el Concilio»… En todo caso, hay teólogos que se insultan, católicos que se regocijan, príncipes que cambian de campo; fieles oscilantes que profesan sucesivamente las más contradictorias opiniones, que se les imponen, pero que no consiguen ponerse de acuerdo; masas rurales abogadas a la superstición, sublevadas por la miseria, en busca de apoyos que no encuentran: un cuadro sin orden, sin claridad.
En Francia la incertidumbre es aún mayor. El rey Francisco no ha roto con Roma. Pero negocia con los príncipes luteranos. Alta política… En casa, da tumbos. Un día hace que los arqueros de su guardia arranquen a Berquin de las zarpas de los magistrados y, poco después, con un gran cirio en la mano, descalzo, sigue por calles emporcadas todo el trayecto de la procesión expiatoria de junio de 1528 (se había encontrado una estatua de la Virgen mutilada) y deja que quemen al mismo Berquin, al que acababa de salvar a bombo y platillo. Abreviemos. En octubre de 1534 estalla el asunto de los pasquines. El rey pierde la cabeza. El espectro de la guerra social se agita ante sus ojos. Vienen entonces violencias y actos demenciales. El mismo rey que, a principios de 1530, instauraba los «lectores reales» frente a la vieja Sorbona, suprime la imprenta con un edicto increíble y trata como enemiga a la cultura clásica…
¿Y en cuanto a las doctrinas? El viejo Lefèvre, por valeroso que sea, no desempeña ni mucho menos el papel del monje opresivo, batallador, lleno de vida y de savia populachera. De los que entonces son llamados «luteranos» ¿cuántos son de hecho partidarios de las doctrinas de Lutero? ¿Y cuántos se proclamaban cismáticos sin reservas? ¡El cisma es algo tan grave, tan temible! Pero es tan tentador el equívoco, tan cómoda la perezosa fórmula: ya hablará el Concilio, ya volverá a coser la túnica desgarra la…
Equívoco, confusión, desamparo. Fue entonces cuando se alzó un hombre. Y apareció un libro. El hombre: Juan Calvino. El libro: la Institución de la religión cristiana.
Ese hombre ¿se alzó por sí mismo? ¿Actuó sólo bajo las órdenes de su voluntad? No. Rehusemos las simplificaciones de una historia llena de ilustraciones toscas. Calvino no llegó a ser el Calvino de la Historia por haber querido ser el Calvino de la Historia. Llegó a serlo porque otros, desde fuera, le obligaron a ello.
Pese a tanta experiencia, seguimos imaginándonos a los grandes hombres abocados, desde la eternidad, por quién sabe que Providencia admirablemente informada, a representar su personaje con toda naturalidad (o, más exactamente, con toda sobrenaturalidad). Tanto por lo que hace a su papel histórico como a su apariencia física. Antes de Calvino de los retratos clásicos, el predicador cargante de toda nuestra imaginería, hubo en el mundo un picardo pequeño, vivo, despierto, de ojos brillantes y chispeantes —un picardo atrayente, con algo de franco, de abierto, de resuelto.[6] Y este joven, estudiante de letras, aficionado a Séneca, no evocaba en absoluto al «demoníaco Calvino, el impostor de Ginebra» al que Rabelais no apreciaba, al igual que Calvino no le apreciaba a él: pero al principio no se odiaban lo más mínimo.[7] Calvino, el austero Calvino, el rígido, el predestinado, no nació un buen día en 1509, en Noyon, diciéndose en las profundidades de un subconsciente opaco: «Yo he de ser el Reformador de Francia». Para que lo fuera, para que se convirtiera en el cabecilla, el maestro autoritario y firme que reveló ser, fue precisa una prodigiosa sucesión de azares. Y de experiencias. Veamos, pues vale la pena, cómo se forja, a través de qué serie de sorpresas y de encuentros se crea un conductor de hombres. Un jefe.
A la Reforma llegó lentamente y, por así decirlo, paso a paso. Ni rastro en él de vocación religiosa. Ningún gusto precoz por el apostolado ni por la especulación teológica. Su padre, como todos los pequeños burgueses de entonces, soñaba con hacer de él un jurista. Lo cual hubiera permitido a los Cauvin salvar, en la persona de Juan, hecho doctor en derecho y, quién sabe, consejero en algún parlamento, una etapa más en la ruta de los éxitos sociales. Calvino, por consiguiente, estudió derecho, al parecer sin entusiasmo. En Bourges, por influjo de Wolmar, empieza a estudiar las humanidades. Durante cierto tiempo soñó con ser un humanista según las nuevas modas. Y el primer escrito que publicó fue un comentario al De clementia de Séneca, texto que tal vez hizo mal en no releer más a menudo cuando regentaba la buena ciudad de Ginebra…
En París comienza a vivir con compañeros que quería y los cuales parecen haberle correspondido. Entre ellos, algunos picardos que discutían los problemas que en aquella época apasionaban a todos: me refiero a los religiosos. Por entonces Margarita, hermana del rey, hacía predicar el Evangelio en el Louvre, ante miles de personas, al abate de Clarac, Gérard Roussel, el discípulo predilecto de Lefévre de Étaples.[8] Y, ante la reacción brutal de la Sorbona, el rey, con una decisión repentina, exilaba a Beda, su cabecilla, a treinta leguas de París. Crecía la efervescencia, alcanzando al mundo de los negocios, como diríamos hoy. Calvino visitaba con frecuencia a un importante mercader de la calle de Saint-Martin. Un picardo, que iría a la hoguera en 1535.[9] Allí se encontraba con Gérard Roussel. De mejor o peor gana, se iba dejando ganar por las pasiones de todos estos hombres. Y cuando, el 1 de noviembre de 1533, por Todos los Santos, el rector Guillermo Kopp, al pronunciar el acostumbrado discurso, hizo en los Mathurins, en presencia de cuatro facultades (con los teólogos a la cabeza), un elogio entusiasta de la filosofía cristiana, se sospecho que la mano de Calvino andaba tras el discurso de este médico de Basilea, que la pluma y la lógica de aquél habían colaborado con éste. Sospecha y por tanto investigación. Calvino huyó. Comenzó su vida de exiliado.
De exiliado, de propagandista y de reformador. Bien es verdad que el humanista de 1532 se ha convertido paulatinamente, en 1533, no digamos en un reformador, en un luterano, pero sí al menos en persona poco segura en materia de fe, como dirían los tribunales de la época. No se ha convertido en un jefe. Es, en el fondo, un tímido. Un hombre que ha de pensárselo mucho antes de avanzar un paso. Un hombre que hay que forzar, agarrar por los hombros y empujar, echar al agua a pesar de su resistencia. Entonces, nada. Y tanto mejor cuanto que ha ido acumulando un tesoro de energía. Pero, si dependiera de él, se hubiera quedado en la orilla.
El hombre que lo arrojó al agua y, en este sentido, hizo a Calvino, fue Guillaume Farel.[10]
Farel, ese hombrecillo delgado, todo nervio, ese montañés de Gap dotado de una resistencia física portentosa y cuya vida constituye una novela de aventuras portentosa: una vida que se mueve de Gap a París y a Meaux, de Meaux a Gap, a Basilea, a Estrasburgo, a Metz, de donde huye disfrazado de leproso en una carreta llena de leprosos auténticos, para reanudar su propaganda en Montbéliard, en Neuchâtel, en Lausana, en Ginebra, allí donde hubiera golpes que recibir y golpes que dar, allí donde se enfrentarán defensores de la vieja Iglesia e innovadores… Ese hombrecillo pelirrojo de ojos llameantes, de obstinada frente montañesa, de nariz seca y cortante, de boca hendida como por un sablazo, de barba estrecha y larga, curva como hierro de alabarda: también él, en verdad, es un hermoso tipo de francés. De cazador alpino, si se prefiere: en su cabeza echamos de menos la boina grande, en el lugar del bonete pastoral. Farel: sobre “el protestante francés” anterior a Calvino, es decir, anterior al protestantismo, el más curioso documento humano.
Pues bien, a fines de 1536, Calvino, tras haber viajado por Francia durante un semestre, renunciado a sus beneficios de Noyon, atravesado primero París y después Estrasburgo, concluido en Basilea un grueso volumen latino, la Institutio christiana, había marchado a Ferrara para ver a Renata de Francia. A su regreso, decidió establecerse en Basilea. Se hallaba entonces en París. Podía escoger entre dos caminos: uno por Ginebra, otro por Estrasburgo. Este último le tentaba, pero era poco seguro; ciertas partidas a caballo lo hacían peligroso para los viajeros aislados. Decidió por tanto pasar por Ginebra. Casualidad, pura casualidad. Y así lo tenemos en la ciudad de Lemán…
Allí estaba Farel. El 21 de mayo de 1536 había hecho que el pueblo prestara juramento de fidelidad al Evangelio. Fue un éxito. Pero se le imponía una tarea enorme: la de organizar la nueva vida religiosa de la ciudad y, por intrépido que fuera, Farel conocía sus limitaciones. No era un gran teólogo. Ni un gran organizador. Titubeaba, se encontraba solo —y él, el audaz, no se atrevía… De pronto se enteró de la llegada de Calvino. Un desconocido, o poco menos. Farel, sin embargo, sabía quién era. Quizá hubiera leído el libro en latín del que hablábamos hace poco, el libro que el picardo errante llevaba en la mente por los caminos del exilio y que finalmente había publicado en Estrasburgo en 1535: se llamaba Institutio christiana.[11] En todo caso, Farel había leído los dos prefacios que Calvino había escrito para el Nuevo Testamento traducido al francés, en Neuchâtel, por su primo Olivetan. [12] Por tanto, no lo duda. Corre a la posada y conmina a Calvino. “Quédate. Ayúdame. Debes hacerlo. La obra de Dios te requiere, necesita obreros”. Calvino vacila, rehúsa, invoca su flaqueza, su inexperiencia. Farel truena, trae a colación la cólera divina, atemoriza a su interlocutor. Finalmente, le arranca el consentimiento. Calvino se queda.
Primera y prodigiosa casualidad. Durante dos años, el de Noyon se agota, al lado de Farel, luchando contra la alegre indiferencia de los que no quieren soportar el yugo de los ministros. Durante dos años resiste a los disidentes, a los anarquistas, que intentan levantar la ciudad contra unos amos duros, torpes, extranjeros, cuya legitimidad no reconocen. Durante dos años, hace frente a tránsfugas del catolicismo como Carol, doctor de la Sorbona, que pujan, denigran, atacan y buscan apoyos en el exterior, que tratan de obtener contra Calvino y contra las libertades ginebrinas el socorro de las pesadas patas y de las uñas afiladas del oso de Berna. Finalmente, el 23 de abril de 1538, los dos estorbos, Farel y su Calvino, son expulsados. Calvino se instala a orillas del Rhin, en la ciudad donde acaba de morir Erasmo. Será un humanista, pero militante… Se consagrará, según su deseo de siempre, a la filosofía cristiana.[13]
No. De nuevo se alza el destino. Se llama esta vez Martín Bucero. Reside en Estrasburgo.
Estrasburgo, ciudad poderosa y rica. Su política pesaba entonces en el mundo de Occidente. Ciudad de tolerancia y de refugio, acogía con generosidad a los perseguidos y a los inconformistas. Aun cuando se llamaran Miguel Servet. Y, aunque sus burgueses no hablasen francés, no por eso dejaba de ser, si no la ciudad santa de la Reforma francesa, al menos una de ellas. Hubo alguien que no se equivocó al respecto –un enemigo de la Reforma tanto más vehemente cuanto que había empezado siendo reformado: me refiero a aquel Florimond de Raemond que fue sucesor de Montaigne en el parlamento de Burdeos y que nos ha dejado, bajo el título de Histoire de la naissance et progrès de l´hérésie de ce siécle, un libro pintoresco, vivo, deformado por la pasión pero todavía hoy curioso. Allí se encuentra el famoso pasaje donde apostrofa al Rhin.
De manera que en Estrasburgo mismo había innumerables refugiados. Franceses sobre todo, que se sentían muy aislados: ignoraban el dialecto que se hablaba en la ciudad. Convenía organizarlos, encuadrarlos, tenerlos sujetos con fuerza. Un pastor alsaciano o renano no lo hubiera logrado. Bucero, sabiendo que Calvino está disponible, lo aborda: él es quien puede, y por consiguiente debe, ser el pastor de este rebaño sin guía. Adivinamos la respuesta de Calvino: «He fracasado en Ginebra, ya lo sabes. No estoy hecho para estos menesteres de autoridad. Déjame dedicarme a mis estudios y serviré a Dios con la pluma»… Bucero no era de los que sueltan la presa. Volvió a la carga. Él, Capiton y sin duda también otros. Y, por segunda vez, Calvino cede.
Podemos imaginarlo, una tarde de principios de septiembre, desembarcando vacilante e indeciso de uno de aquellos grandes barcos improvisados que descendían a toda velocidad el curso impetuoso del Rhin y que iban a amarrarse al Quai des Bateliers. Bucero le asignó por templo la pequeña capilla de Saint-Nicolas-des-Ondes.[14] Allí se fundó en realidad, de septiembre de 1538 a septiembre de 1541, la Reforma calviniana.
Pues sin duda no hay que forzar las cosas, pero hay mucho de cierto en la tesis de Pannier[15]
No se trata, desde luego, de quitar importancia a las tentativas de 1536 ni a las realizaciones de 1542. Pero ¿no es acaso en Estrasburgo donde comienza el trabajo, el largo y paciente trabajo de Calvino empeñado en organizar una iglesia suya, una iglesia que llevara su sello? En cuanto a la doctrina, partió de la Confesión oficial de Estrasburgo, la Tetrapolitana: poco a poco, la irá precisando, ampliando, irá desarrollando sus formulaciones. Sin embargo, al principio no se aparta de ella en nada… Eso sí, quiere que su iglesia cante. Claro que en Estrasburgo se cantaba, pero los franceses no comprendían la letra de la pequeña recopilación de los Psalmen de 1530. Entonces Calvino se muestra poeta improvisado y, para empezar, traduce en verso el salmo 46, ese mismo salmo del que ya en 1529 había sacado Lutero su cántico:
Nostre Dieu est ferme appuy
Auquel aurons en nostre ennuy
Vertu, forteresse et seur confort,
Présent refuge et très bon port.
Adapta a sus versos las melodías de la recopilación de los Psalmen; con seguro gusto, no se limita a mantener la correspondencia entre textos y música que su autor había establecido; por ejemplo, adapta el salmo 46 a la melodía estrasburguense del salmo 25. Y como en Ferrara, en 1536, había conocido a Marot, que, ya en 1539, había presentado al rey un manuscrito con treinta salmos, toma ocho salmos de éste y los añade a los siete que tenía traducidos él mismo; añade dos o tres cánticos, y así completa ese librillo de Aulcuns Pseaumes et Cantiques mis en chant que aparece en Estrasburgo en 1539: un libro in-16.° de sesenta y cuatro páginas del cual no se conserva sino un único ejemplar en la Biblioteca de Munich. Todo el espíritu heroico de la Reforma francesa está en estos cánticos, que fueron el viático de sus mártires cuanto éstos subían, impávidos, a la hoguera.[16]
No vamos a seguir con mayor detenimiento el paciente quehacer de Calvino en Estrasburgo. No vamos a entrar en la liturgia: también la toma de la local, simplificando ésta con amplio y firme eclecticismo. Dejemos sólo constancia de un hecho decisivo. Para las iglesias de Francia, la Iglesia no es la de Ginebra sino la de Estrasburgo, tal y como se hizo en el periodo 1540-1542. En 1546, los fieles de Meaux tratan de organizarse en “alguna forma de Iglesia”. Hace cuatro años que Calvino ha regresado triunfalmente a Ginebra. Pero aquellos donde van a buscar modelo es en Estrasburgo…[17] Ya en 1544 los fieles de Tournai se proponen «levantar una iglesia»: mandan una embajada a Estrasburgo para pedir un ministro y vuelven con Pierre Brully, que habrá de morir quemado.[18] Más aún: cuando los fieles de París, en 1557, deciden a su vez organizarse, el tipo de organización que imitan es el de Estrasburgo. Y cabría pensar que en Ginebra, en esa ciudad inquieta en el fondo de su lago, en ese callejón sin salida entre Sàleve y Jura, donde vivía una burguesía local irritada por los extranjeros, los emigrados procedentes de todas partes, también ellos agitados, turbulentos, indóciles, en Ginebra el verdadero calvinismo más se aguó que se transformó, se encogió y replegó en vez de expandirse y desarrollarse.
No seguiremos a Calvino hasta las orillas del Lemán. La historia es harto conocida, y precisamente no estamos contando “la historia de Calvino”. Tiene que bastarnos con haber mostrado cuántas casualidades tuvieron que colaborar con los deseos y las dotes naturales —con las reservas de fuerza heredadas de pacientes generaciones sin número— para formar un Calvino. Lo que importa es que, en la hora decisiva, se alzó un hombre. La batalla del evangelismo estaba perdida en Francia; fue Calvino quien vino entonces y dijo a su manera: “Aún tengo tiempo de ganar otra”.
II
Se alzó un hombre, se creó una obra. No nos toca examinarla en detalle. “Esbozo de un retrato de Juan Calvino”: no perdamos de vista lo que implican estas palabras. La obra de Calvino es un océano. Y todavía no lo recorremos con bastante seguridad. ¿Qué aportaba? Una doctrina clara, lógica, coherente, perfectamente ordenada por un maestro al cual, de vez en cuando, resulta tentador aplicar las palabras destinadas a Ario: “una lucidez autoritaria”… Desde luego, y ello no supone disminuir su valor. Lo esencial, sin embargo, es otra cosa —si es verdad que la gran obra histórica de Calvino no fue componer libros, pronunciar sermones, formular y defender dogmas. Fue “educar hombres”. Calvino ha creado, ha formado, ha moldeado un tipo humano que puede o no gustar, con el que pueden o no sentirse afinidades: tal y como es, constituye uno de los fermentos de nuestro mundo, y no sólo de nuestra Francia. Calvino ha creado el tipo humano del calvinista.[19]
Lo veíamos hace poco. La época en que surgió Calvino era turbulenta. Los hombres, indecisos, inquietos, buscaban el camino. Muchos de ellos, en el fondo, se sentían satisfechos de no tener que tomar partido. ¿Seguir las vías de la Reforma? Sí, pero al final del camino se alzaba una hoguera; ahora bien, según se presentaba en aquellos años oscuros ¿valía la Reforma un sacrificio total? Se le veía vacilante, desgarrada, irresoluta y, en lugar de caminar hacia una sólida unidad, desmigajándose. Se oían también las risas de los católicos: “¡Bonito trabajo! Todo lo han rasgado, todo lo han roto y derruido… y ahora son incapaces de poner nada en su lugar”.
Para salvar la Reforma, había que hablar claro. Colocar frente a los fieles un deber imperioso. Apelar a un sentimiento tan claro, tan fuerte, tan categórico, que hiciera imposible toda vacilación. Que desencadenara un poderoso movimiento reflejo frente a todos los secretos llamamientos a la prudencia. Que hiciera aceptar antes la muerte que un retroceso… ¿Qué sentimiento podía ser ése?
La época era una época de reyes. Era caballeresca. Era guerrera.
¿Guerrera? Piénsese en las guerras de Italia. En los periódicos descensos, al otro lado de las montañas, de las bandas suizas, de los lansquenetes alemanes, de los gascones. ¿En cuántas familias no había un hombre, o a veces varios, que, de grado o por fuerza, habían marchado allá, para regresar con una disciplina anclada en sus hábitos, rudos, feroces, y amigos de repetir la palabra irrevocable: «muerte»?
¿Caballeresca? Los comienzos del siglo XVI no habían olvidado ni mucho menos aquel renacimiento de las tradiciones caballerescas del cual los Valois de Borgoña habían hecho un medio de acción y un vehículo de prestigio. ¿Puede negarse el papel que desempeñaron en las conquistas ultramarinas, en las asombrosas aventuras cuyo teatro fueron, sobre todo, Sudamérica y México, aquellos libritos de fácil transporte, impresos y reimpresos por millares, que cruzaban el océano en el fondo del equipaje de los aventureros, aquella literatura que Cervantes ridiculizaría al acabar el siglo, la de los Amadises que acuden en ayuda de los «cuatro hijos de Aymon», más grata, más completa humanamente, en cierto modo, que esta última, pues al juego de las armas unía el de los amores?[20]
El espíritu belicoso. El espíritu caballeresco. En una palabra: el espíritu de Bayardo. Pero era sobre todo una época de reyes este principio de siglo abundante en monarcas tan prestigiosos que en la Iglesia no se vacilaba en calificarlos de semidioses. En Alemania, el Emperador Carlos V, dueño de media Europa y que obsesionaba a la otra media con su presencia; además, como decía él mismo, "dominador en Asia y en África" En Francia, el rey Francisco, todavía sólido y brillante, con su porte magnífico, su elevada estatura, su aire caballeroso. Luego Enrique VIII y todo un pueblo de soberanos tan pronto vestidos de resplandecientes armaduras como de terciopelos suntuosos, de sedas únicas, cubiertos de pedrería, ensalzados como seres divinos y que movían a tal punto la imaginación que la literatura se apoderaba de ellos –que los protagonistas, en los libros de Rabelais, eran reyes gigantes. Primero esos reyes de leyenda popular, unos reyes de piñonate bonachones y bromistas: los Gargantúa. Luego, auténticos reyes, reyes de corazón y porte reales, réplicas literarias de los soberanos de entonces: los Pantagruel. Pero, tanto unos como otros, gigantes.
Movilizar todos estos prestigios, los de una monarquía más aún que semisagrada,[21] los de una caballería que todavía dominaban las imaginaciones, los de las proezas militares cuyos actores o espectadores no podían olvidar, y ponerlos al servicio del Rey de Reyes, de Dios: tal fue finalmente, desde el punto de vista moral y psicológico, la obra de Juan Calvino. Tanto si él era conciente de ello como si obedecía a poderosas fuerzas que habitaban en él –y que revestían sus pensamientos y sus acciones con un estilo muy personal-, pero que sus contemporáneos adoptaban sin esfuerzo alguno.
El cristiano tiene un rey al que debe servir ciegamente. Su rey es el Rey supremo y hay que seguirle a donde sea, ciegamente, hasta la muerte. ¿Transportados por el fervor sentimental? Más bien transportados por la obediencia ciega y la fidelidad llevada hasta la pasión. Y el cristiano está vinculado a su rey por el más poderoso, por el más elocuente de los sentimientos de entonces: el honor. Lucha por el honor de su rey. Y su honor estriba en su lucha por este rey.
También Lutero proclamaba que Dios era su Rey. Pero el Dios de Lutero era un Dios celoso; al cristiano que se entregaba a él lo tomaba, lo separaba del mundo, le procuraba las dulzuras inefables de la paz, de la contemplación y de la adoración. Credo, ergo sum: ésta era, en cierto modo, resumida, simplificada y ampliada a la vez, una postura de luterano. En cambio, para el historiador atento, no a las formulaciones o a las distinciones teológicas, sino al eco que despiertan en los corazones de quienes, al fin y al cabo, prestan su voz a tantos seres humanos, ago, ergo credo es un lema que podía atribuirse a todo calvinista, en la medida en que resumía un largo esfuerzo aplicado a sí mismo y una concepción de la vida convertida en instintiva. El Dios de Calvino era un jefe. Un jefe militar. El calvinista, un soldado enrolado para la acción y para el combate santo bajo la bandera de este jefe. El calvinismo es una doctrina de energía, por la que cruza el fuerte soplo guerrero y trágico del Antiguo Testamento.
Hacer lo que Dios quiere… Recordemos que Calvino, toda su vida, ha obedecido las llamadas de Dios. Cuando se lo mostraron fue cuando obedeció primero a Farel y luego a Bucero, en los dos momentos más decisivos de su vida, haciendo lo que, por su propia decisión, nunca hubiera hecho. Y ahora añado: el soldado permanece en su puesto. Calvino se mantuvo en Ginebra. Obstinadamente, contra viento y marea. ¿Por su interés, por su gloria y su prestigio personales? No. Por Dios, de quien era soldado,[22] y que se perfilaba en cada instante de su vida y tras cada uno de sus actos, dictando a su hombre las acciones y las palabras. Peligrosa actitud, pues así el hombre queda, en cierto modo, divinizado, se confunde con Dios, acaba por sentirse Dios. Una actitud que implica y absuelve la violencia. Una actitud viril, en cambio, y de inexorable claridad.
Lo que tal actitud comporta es el odio al equívoco. ¿Es buen soldado el que confraterniza, el que simpatiza con el enemigo? Es preciso elegir el campo. Y defenderlo hasta la muerte. Elegir, sí, pero no se trata de una elección intelectual. Calvino plantea la cuestión en un terreno muy distinto: el del honor. Del honor militar. Y también en esto responde bien a su época. La época que zahiere a los “traidores”, incluso a los que se resguardan con su mentalidad, hasta entonces admitida sin dificultad como válida, de «feudales»: el condestable de Borbón, pongamos por caso. Pero que exalta a los fieles, a los que mueren sin compromiso y quedan como dormidos plácidamente en servicio de su honor, como Bayardo.
Así es como, de los escrúpulos, de las inquietudes, de las vacilaciones de tantos hombres que no eran forzosamente unos timoratos, pero sí a menudo intelectuales discutidores y sentimentales vacilantes, de su aversión al compromiso, hace Calvino una cobardía.[23] Lleva la discusión al plano del honor. Y, al salir de una predicación de aquel picardo hostil a todo pacto con el enemigo, el más mediocre de los que han formado su público siente y reconoce la voz interior a la que alude Stendhal: "Teniente Loutil, ¿acaso es usted un cobarde?"… Después de pasar cinco siglos, esta voz habla todavía en la conciencia de sus remotos descendientes.
“Dios pone en nuestros cuerpos los blasones de su Hijo. No debemos deshonrarlos”. Fórmula de Calvino. ¿Algo complicada, tal vez para gentes sencillas que no tenían blasones? Sin embargo, en Meaux, mientras el verdugo marcaba con un signo de infamia a un pobre cardador de lana, Jean Leclere, que poco después había de expiar en Metz sus creencias con la hoguera, la madre de éste, una pobre vieja a la que habían arrastrado por la fuerza a la primera fila para que no se perdiera nada de la horrible muerte de su hijo, su madre, digo, gritaba, al ver quemarse la carne de su hijo: "¡Viva Dios y sus enseñanzas!". No son textos inventados. Allá los teólogos si tuercen la boca ante estas palabras, y estas interpretaciones. Convengo de buena gana en que la teología no tiene mucho que ve con la psicología de masas. Pero, si no hubiera masas de adeptos a unas creencias, tampoco habría, sin duda, teólogos.
Es cierto que quien adopta esta actitud sabe que camina a la muerte. Se trata de una actitud de mártir. ¿Y acaso se sabe el número de mártires que engendró el siglo XVI? Mártires sin angustia y que iban valientemente, casi alegremente al suplicio. ¿Cuestiones de honor? Desde luego. Pero hay también algo más.
Calvino no ha ignorado la condición misma de esta aceptación viril de la muerte, contemplada sin temor, cara a cara. “He pecado tanto… ¿No estaré maldito?” No. No te inquietes. Tu salvación no la haces tú. Tú, “desnudo de toda virtud pero revestido de Dios, vacío de todo bien pero lleno por obra suya”: admirables expresiones de la Epístola a Francisco I, escrito de tanta fuerza y relieve.[24] Tu salvación la obra de Dios sólo en su criatura, gratuitamente, por un don de gracia al que nada le fuerza. Y que le deja libre de elegir como quiere y a quien quiere para la salvación. ¿Qué es esto sino la Predestinación? Doctrina de rara y profunda psicología, siempre desde nuestro ángulo que nada tiene de dogmático, que es de historiador y no de teólogo. La Predestinación, la pieza final del edificio, la coronación. El último toque del alma de un caballero que no traiciona. Que no teme. Que se muestra fiel, sin miedo, hasta la muerte.
Calvino pudo muy bien hacerse enterrar en tal anonimato que nadie ha podido jamás reconocer el lugar de su tumba. Seguía en ello la ley de Ginebra. Nada de tumbas individuales. Nada de epitafios, ni siquiera cruces. Ni ministros rezando ante la fosa, ni liturgia en el templo, ni tañido de campanas, ni discurso fúnebre. Nada.[25] Fiel a la ley general, Calvino no se hizo construir un sepulcro de piedras muertas. Lo construyó él mismo con piedras vivas, que, como dice nuestro viejo Rabelais, “son hombres”. según la cual el auténtico calvinismo no vio la luz en Ginebra en 1536, junto a Farel, ni en Ginebra en 1542, sino en Estrasburgo, entre 1538 y 1541.
Sigo respondiendo. Cuando uno se cansa de vivir, de malvivir, en las grandes ciudades superpobladas, opresivas, despiadadas, uno sube a las cumbres. Va a buscar el aire puro de las montañas –el aire sano de las almas grandes que lo han sacrificado todo, lo han dado todo, por ser hombres y por hacer más hombres. Va a vivificarse, a regenerarse en la proximidad de un héroe. Nosotros vamos a pasar unos instantes en compañía de Juan Calvino…
Y termino de responder. Estamos en São Paulo. Ustedes son brasileños. Y yo, un francés, vengo a hablarles de Calvino. De un francés. Pero también podría hablarles de Lutero, un alemán. Y de Zuinglio, el de Zurich. Y de aquel alsaciano, Martín Bucer, que al final de su vida fue a predicar la Reforma a la Gran Bretaña y transmitió su legado a John Knox. Todos estos hombres, alineados, figuran en el “Muro de la Reforma” de Ginebra —el muro de los fundadores, el muro de los héroes. La diversidad misma de sus orígenes nos recuerda que la Reforma no ha sido, no es una obra pequeña, reducida a la escala de las naciones; que ha sido y es algo que sobrepasa las fronteras, cierta forma nueva de sentir y practicar el cristianismo, nacida poco a poco, en el Viejo Mundo, de una misma inquietud, de una misma insatisfacción básica; de tal modo que es ahí donde reside su grandeza: en la propia universalidad de su acción religiosa y moral.
Calvino, ese Calvino cuya repercusión fue universal, no por ello dejó de ser —lo decía hace un momento- un francés en toda la extensión de la palabra, un verdadero, un auténtico francés de pura sangre; tan francés como Lutero fue alemán o, por decirlo así, como Erasmo fue «hombre de todas partes”.
Es francés Calvino por sus orígenes. Nació picardo, hijo de esa provincia fronteriza, la Picardía, de esa marca tantas veces hollada por cascos de caballos invasores y que siempre vuelven a enderezarse como la hierba que, pisoteada, renace con nuevo vigor.[3] Una raza de hombres difíciles de manejar, dispuestos siempre a la rebelión, a menudo herejes, hasta tal punto que, en la Edad Media, decir su nombre era decir «de la cáscara amarga», en lo religioso y en lo social. Añado: en Picardía, Calvino, cuyo verdadero apellido era Cauvin (pues Calvin no es sino la retranscripción francesa del latín Calvinus que traducía Cauvin), era hijo de Noyon, típica ciudad pequeña del norte de Francia, de casas bajas, un poco tristes, dominadas por una catedral como tantas otras de nuestro país –o, más bien, como tantas que había antes: ¡han padecido tanto por las violencias y la incuria! Todavía durante la última guerra Noyon participó sobradamente de las desgracias que, una vez más, se abatieron sobre Francia —y la propia casa de Calvino desapareció en la tormenta.
Calvino nació a la sombra de esta catedral.[4] No es que los Cauvin fueran sedentarios, pequeños burgueses replegados sobre sí mismos. El abuelo era marinero fluvial: duro oficio de hombres fuertes, bien curtidos, acostumbrados a desplegar iniciativas y a cargar con responsabilidades –viajeros perpetuos que iban sobre el agua de ciudad en ciudad, cambiando de horizonte y palpando muchas costumbres ajenas. Los hijos salieron despiertos. Dos de ellos se fueron a París, donde abrieron talleres de cerrajería; cuando Calvino marchó a estudiar a la gran ciudad pudo visitar a sus tíos. El tercero, Gérard, siguió una profesión que, desde nuestros prejuicios, llamaríamos más noble. Se instaló en Noyon mismo como escribano. Un matrimonio bastante afortunado con una Lefranc, hija de un mesonero de Cambrai, le ayudó en sus primeros pasos. Comenzó a trabajar para los canónigos de la catedral y a ganarse una clientela de eclesiásticos considerables. Pero la dote de su esposa no incluía la suavidad de carácter. No pasó mucho tiempo antes de que Gérard se peleara con el capítulo, y con el tal éxito que murió excomulgado, no por motivos de orden religioso, sino por cuestiones de interés, de gestión y de relaciones cotidianas.
En una palabra, estos Cauvin eran gente de carácter entero, inflexible y que nunca daba su brazo a torcer cuando creía tener razón.
Heredero de una de esas familias populares que, entre los franceses, parecen haber ido ahorrando, acumulando las dotes, constituyendo en cierto modo moneda a moneda un fuerte capital humano para colocarlo entero, en su día, a cargo de uno de sus miembros, Calvino tenía todas las características esenciales de la idiosincrasia francesa. La sobriedad. La medida. Una lógica imperiosa y soberana. Un sentido crítico alerta y temible. Sobre todo, el don de saber elegir.
Cuando hablaba, cuando escribía, su problema no era el de decirlo todo, atropelladamente, sin dejarse nada de lo que se le ocurría. Su problema era expresar lo esencial, y sólo lo esencial, y expresarlo con precisión, con claridad, buen orden y buena lógica. [5]
Idiosincrasia alemana: amontonamiento, acumulación, minucia; Alberto Durero y la liebre del Albertina. Todos los pelos del animal descritos minuciosamente, uno por uno (se podrán contar), con una especie de candor y de ingenuidad en su aplicación que es imposible ponerse frente a esta asombrosa obra maestra sin conmoverse profundamente. Y digo Durero. Pero aun artistas menores: un Hans Baldung, pongamos, un Schongauer antes que éste. Y, digámoslo también, en nuestro terreno de hoy, un Lutero.
Idiosincrasia francesa: eliminación, esclarecimiento, elección. No busquemos más, repitámoslo: Juan Calvino.
Sabe Dios si un hombre que supiera elegir, alrededor de 1530, era verdaderamente providencial para la Reforma…
Europa parecía un inmenso barrio en demolición, cubierta toda de ruinas, mostrando sólo, aquí y allá, pobres casuchas provisionales y cuarteadas.
En Alemania, indecisión. Recientes aún la batalla de Pavía (1525) y el saco de Roma (1527), es tanto el poder del Emperador… La prudencia se impone a los príncipes. Sólo en 1527, en la dieta de Spira, obtendrán una especia de libertad provisional para organizar sus iglesias, en sus Estados, de acuerdo con sus ideas propias y sin temor a conflictos eternos con la Cámara imperial.
¿En Inglaterra? En 1532 —el año de Pantagruel- es cuando el Gargantúa de Enrique VIII preludia su ruptura con Roma y comienza a sopesar las decisiones del clero anglicano. Pero nadie sabe aún dónde va a detenerse, en materia de fe, este hombre gordo e impulsivo que pretende ser, a la vez, antirromano y antiluterano…
Estas incertidumbres afectan a las doctrinas. Son raros los Estados donde éstas se encuentran definidas rigurosamente por teólogos oficiales, accesibles gracias a Confesiones de Fe impresas y, añado yo, aceptadas sin reticencias o críticas por el conjunto de los fieles. En el ducado electoral de Sajonia, donde se ejerce el inflijo directo de Lutero, sólo en 1528, en vista de los resultados de la visita de las iglesias, se emprende un esfuerzo importante por poner orden en las prácticas y las creencias. En mayo de 1529, Lutero producirá sucesivamente el Gran y el Pequeño catecismo. Pero desde hace años viene manteniéndose en la tierra una áspera controversia, dramática, violenta, cómica a veces, entre Lutero, Zuinglio, Ecolampadio, Bucero y otros muchos. Abiertamente y en presencia de todos. Incluso en los Estados regidos por príncipes adeptos de la Reforma contienen entre sí opiniones prodigiosamente variadas. Y, entre los dóciles que se apliegan sin más a la voluntad del soberano –pasan de luteranos a calvinistas o zwinglianos ad nutum- ¿qué queda aún de apego profundo, consciente o no, a las viejas ideas?
Se está a la expectativa. ¿De qué? Nadie lo sabe. En el fondo, muchos piensan que todo acabará por arreglarse. De boca en boca se repite una palabra mágica: «el Concilio»… En todo caso, hay teólogos que se insultan, católicos que se regocijan, príncipes que cambian de campo; fieles oscilantes que profesan sucesivamente las más contradictorias opiniones, que se les imponen, pero que no consiguen ponerse de acuerdo; masas rurales abogadas a la superstición, sublevadas por la miseria, en busca de apoyos que no encuentran: un cuadro sin orden, sin claridad.
En Francia la incertidumbre es aún mayor. El rey Francisco no ha roto con Roma. Pero negocia con los príncipes luteranos. Alta política… En casa, da tumbos. Un día hace que los arqueros de su guardia arranquen a Berquin de las zarpas de los magistrados y, poco después, con un gran cirio en la mano, descalzo, sigue por calles emporcadas todo el trayecto de la procesión expiatoria de junio de 1528 (se había encontrado una estatua de la Virgen mutilada) y deja que quemen al mismo Berquin, al que acababa de salvar a bombo y platillo. Abreviemos. En octubre de 1534 estalla el asunto de los pasquines. El rey pierde la cabeza. El espectro de la guerra social se agita ante sus ojos. Vienen entonces violencias y actos demenciales. El mismo rey que, a principios de 1530, instauraba los «lectores reales» frente a la vieja Sorbona, suprime la imprenta con un edicto increíble y trata como enemiga a la cultura clásica…
¿Y en cuanto a las doctrinas? El viejo Lefèvre, por valeroso que sea, no desempeña ni mucho menos el papel del monje opresivo, batallador, lleno de vida y de savia populachera. De los que entonces son llamados «luteranos» ¿cuántos son de hecho partidarios de las doctrinas de Lutero? ¿Y cuántos se proclamaban cismáticos sin reservas? ¡El cisma es algo tan grave, tan temible! Pero es tan tentador el equívoco, tan cómoda la perezosa fórmula: ya hablará el Concilio, ya volverá a coser la túnica desgarra la…
Equívoco, confusión, desamparo. Fue entonces cuando se alzó un hombre. Y apareció un libro. El hombre: Juan Calvino. El libro: la Institución de la religión cristiana.
Ese hombre ¿se alzó por sí mismo? ¿Actuó sólo bajo las órdenes de su voluntad? No. Rehusemos las simplificaciones de una historia llena de ilustraciones toscas. Calvino no llegó a ser el Calvino de la Historia por haber querido ser el Calvino de la Historia. Llegó a serlo porque otros, desde fuera, le obligaron a ello.
Pese a tanta experiencia, seguimos imaginándonos a los grandes hombres abocados, desde la eternidad, por quién sabe que Providencia admirablemente informada, a representar su personaje con toda naturalidad (o, más exactamente, con toda sobrenaturalidad). Tanto por lo que hace a su papel histórico como a su apariencia física. Antes de Calvino de los retratos clásicos, el predicador cargante de toda nuestra imaginería, hubo en el mundo un picardo pequeño, vivo, despierto, de ojos brillantes y chispeantes —un picardo atrayente, con algo de franco, de abierto, de resuelto.[6] Y este joven, estudiante de letras, aficionado a Séneca, no evocaba en absoluto al «demoníaco Calvino, el impostor de Ginebra» al que Rabelais no apreciaba, al igual que Calvino no le apreciaba a él: pero al principio no se odiaban lo más mínimo.[7] Calvino, el austero Calvino, el rígido, el predestinado, no nació un buen día en 1509, en Noyon, diciéndose en las profundidades de un subconsciente opaco: «Yo he de ser el Reformador de Francia». Para que lo fuera, para que se convirtiera en el cabecilla, el maestro autoritario y firme que reveló ser, fue precisa una prodigiosa sucesión de azares. Y de experiencias. Veamos, pues vale la pena, cómo se forja, a través de qué serie de sorpresas y de encuentros se crea un conductor de hombres. Un jefe.
A la Reforma llegó lentamente y, por así decirlo, paso a paso. Ni rastro en él de vocación religiosa. Ningún gusto precoz por el apostolado ni por la especulación teológica. Su padre, como todos los pequeños burgueses de entonces, soñaba con hacer de él un jurista. Lo cual hubiera permitido a los Cauvin salvar, en la persona de Juan, hecho doctor en derecho y, quién sabe, consejero en algún parlamento, una etapa más en la ruta de los éxitos sociales. Calvino, por consiguiente, estudió derecho, al parecer sin entusiasmo. En Bourges, por influjo de Wolmar, empieza a estudiar las humanidades. Durante cierto tiempo soñó con ser un humanista según las nuevas modas. Y el primer escrito que publicó fue un comentario al De clementia de Séneca, texto que tal vez hizo mal en no releer más a menudo cuando regentaba la buena ciudad de Ginebra…
En París comienza a vivir con compañeros que quería y los cuales parecen haberle correspondido. Entre ellos, algunos picardos que discutían los problemas que en aquella época apasionaban a todos: me refiero a los religiosos. Por entonces Margarita, hermana del rey, hacía predicar el Evangelio en el Louvre, ante miles de personas, al abate de Clarac, Gérard Roussel, el discípulo predilecto de Lefévre de Étaples.[8] Y, ante la reacción brutal de la Sorbona, el rey, con una decisión repentina, exilaba a Beda, su cabecilla, a treinta leguas de París. Crecía la efervescencia, alcanzando al mundo de los negocios, como diríamos hoy. Calvino visitaba con frecuencia a un importante mercader de la calle de Saint-Martin. Un picardo, que iría a la hoguera en 1535.[9] Allí se encontraba con Gérard Roussel. De mejor o peor gana, se iba dejando ganar por las pasiones de todos estos hombres. Y cuando, el 1 de noviembre de 1533, por Todos los Santos, el rector Guillermo Kopp, al pronunciar el acostumbrado discurso, hizo en los Mathurins, en presencia de cuatro facultades (con los teólogos a la cabeza), un elogio entusiasta de la filosofía cristiana, se sospecho que la mano de Calvino andaba tras el discurso de este médico de Basilea, que la pluma y la lógica de aquél habían colaborado con éste. Sospecha y por tanto investigación. Calvino huyó. Comenzó su vida de exiliado.
De exiliado, de propagandista y de reformador. Bien es verdad que el humanista de 1532 se ha convertido paulatinamente, en 1533, no digamos en un reformador, en un luterano, pero sí al menos en persona poco segura en materia de fe, como dirían los tribunales de la época. No se ha convertido en un jefe. Es, en el fondo, un tímido. Un hombre que ha de pensárselo mucho antes de avanzar un paso. Un hombre que hay que forzar, agarrar por los hombros y empujar, echar al agua a pesar de su resistencia. Entonces, nada. Y tanto mejor cuanto que ha ido acumulando un tesoro de energía. Pero, si dependiera de él, se hubiera quedado en la orilla.
El hombre que lo arrojó al agua y, en este sentido, hizo a Calvino, fue Guillaume Farel.[10]
Farel, ese hombrecillo delgado, todo nervio, ese montañés de Gap dotado de una resistencia física portentosa y cuya vida constituye una novela de aventuras portentosa: una vida que se mueve de Gap a París y a Meaux, de Meaux a Gap, a Basilea, a Estrasburgo, a Metz, de donde huye disfrazado de leproso en una carreta llena de leprosos auténticos, para reanudar su propaganda en Montbéliard, en Neuchâtel, en Lausana, en Ginebra, allí donde hubiera golpes que recibir y golpes que dar, allí donde se enfrentarán defensores de la vieja Iglesia e innovadores… Ese hombrecillo pelirrojo de ojos llameantes, de obstinada frente montañesa, de nariz seca y cortante, de boca hendida como por un sablazo, de barba estrecha y larga, curva como hierro de alabarda: también él, en verdad, es un hermoso tipo de francés. De cazador alpino, si se prefiere: en su cabeza echamos de menos la boina grande, en el lugar del bonete pastoral. Farel: sobre “el protestante francés” anterior a Calvino, es decir, anterior al protestantismo, el más curioso documento humano.
Pues bien, a fines de 1536, Calvino, tras haber viajado por Francia durante un semestre, renunciado a sus beneficios de Noyon, atravesado primero París y después Estrasburgo, concluido en Basilea un grueso volumen latino, la Institutio christiana, había marchado a Ferrara para ver a Renata de Francia. A su regreso, decidió establecerse en Basilea. Se hallaba entonces en París. Podía escoger entre dos caminos: uno por Ginebra, otro por Estrasburgo. Este último le tentaba, pero era poco seguro; ciertas partidas a caballo lo hacían peligroso para los viajeros aislados. Decidió por tanto pasar por Ginebra. Casualidad, pura casualidad. Y así lo tenemos en la ciudad de Lemán…
Allí estaba Farel. El 21 de mayo de 1536 había hecho que el pueblo prestara juramento de fidelidad al Evangelio. Fue un éxito. Pero se le imponía una tarea enorme: la de organizar la nueva vida religiosa de la ciudad y, por intrépido que fuera, Farel conocía sus limitaciones. No era un gran teólogo. Ni un gran organizador. Titubeaba, se encontraba solo —y él, el audaz, no se atrevía… De pronto se enteró de la llegada de Calvino. Un desconocido, o poco menos. Farel, sin embargo, sabía quién era. Quizá hubiera leído el libro en latín del que hablábamos hace poco, el libro que el picardo errante llevaba en la mente por los caminos del exilio y que finalmente había publicado en Estrasburgo en 1535: se llamaba Institutio christiana.[11] En todo caso, Farel había leído los dos prefacios que Calvino había escrito para el Nuevo Testamento traducido al francés, en Neuchâtel, por su primo Olivetan. [12] Por tanto, no lo duda. Corre a la posada y conmina a Calvino. “Quédate. Ayúdame. Debes hacerlo. La obra de Dios te requiere, necesita obreros”. Calvino vacila, rehúsa, invoca su flaqueza, su inexperiencia. Farel truena, trae a colación la cólera divina, atemoriza a su interlocutor. Finalmente, le arranca el consentimiento. Calvino se queda.
Primera y prodigiosa casualidad. Durante dos años, el de Noyon se agota, al lado de Farel, luchando contra la alegre indiferencia de los que no quieren soportar el yugo de los ministros. Durante dos años resiste a los disidentes, a los anarquistas, que intentan levantar la ciudad contra unos amos duros, torpes, extranjeros, cuya legitimidad no reconocen. Durante dos años, hace frente a tránsfugas del catolicismo como Carol, doctor de la Sorbona, que pujan, denigran, atacan y buscan apoyos en el exterior, que tratan de obtener contra Calvino y contra las libertades ginebrinas el socorro de las pesadas patas y de las uñas afiladas del oso de Berna. Finalmente, el 23 de abril de 1538, los dos estorbos, Farel y su Calvino, son expulsados. Calvino se instala a orillas del Rhin, en la ciudad donde acaba de morir Erasmo. Será un humanista, pero militante… Se consagrará, según su deseo de siempre, a la filosofía cristiana.[13]
No. De nuevo se alza el destino. Se llama esta vez Martín Bucero. Reside en Estrasburgo.
Estrasburgo, ciudad poderosa y rica. Su política pesaba entonces en el mundo de Occidente. Ciudad de tolerancia y de refugio, acogía con generosidad a los perseguidos y a los inconformistas. Aun cuando se llamaran Miguel Servet. Y, aunque sus burgueses no hablasen francés, no por eso dejaba de ser, si no la ciudad santa de la Reforma francesa, al menos una de ellas. Hubo alguien que no se equivocó al respecto –un enemigo de la Reforma tanto más vehemente cuanto que había empezado siendo reformado: me refiero a aquel Florimond de Raemond que fue sucesor de Montaigne en el parlamento de Burdeos y que nos ha dejado, bajo el título de Histoire de la naissance et progrès de l´hérésie de ce siécle, un libro pintoresco, vivo, deformado por la pasión pero todavía hoy curioso. Allí se encuentra el famoso pasaje donde apostrofa al Rhin.
De manera que en Estrasburgo mismo había innumerables refugiados. Franceses sobre todo, que se sentían muy aislados: ignoraban el dialecto que se hablaba en la ciudad. Convenía organizarlos, encuadrarlos, tenerlos sujetos con fuerza. Un pastor alsaciano o renano no lo hubiera logrado. Bucero, sabiendo que Calvino está disponible, lo aborda: él es quien puede, y por consiguiente debe, ser el pastor de este rebaño sin guía. Adivinamos la respuesta de Calvino: «He fracasado en Ginebra, ya lo sabes. No estoy hecho para estos menesteres de autoridad. Déjame dedicarme a mis estudios y serviré a Dios con la pluma»… Bucero no era de los que sueltan la presa. Volvió a la carga. Él, Capiton y sin duda también otros. Y, por segunda vez, Calvino cede.
Podemos imaginarlo, una tarde de principios de septiembre, desembarcando vacilante e indeciso de uno de aquellos grandes barcos improvisados que descendían a toda velocidad el curso impetuoso del Rhin y que iban a amarrarse al Quai des Bateliers. Bucero le asignó por templo la pequeña capilla de Saint-Nicolas-des-Ondes.[14] Allí se fundó en realidad, de septiembre de 1538 a septiembre de 1541, la Reforma calviniana.
Pues sin duda no hay que forzar las cosas, pero hay mucho de cierto en la tesis de Pannier[15]
No se trata, desde luego, de quitar importancia a las tentativas de 1536 ni a las realizaciones de 1542. Pero ¿no es acaso en Estrasburgo donde comienza el trabajo, el largo y paciente trabajo de Calvino empeñado en organizar una iglesia suya, una iglesia que llevara su sello? En cuanto a la doctrina, partió de la Confesión oficial de Estrasburgo, la Tetrapolitana: poco a poco, la irá precisando, ampliando, irá desarrollando sus formulaciones. Sin embargo, al principio no se aparta de ella en nada… Eso sí, quiere que su iglesia cante. Claro que en Estrasburgo se cantaba, pero los franceses no comprendían la letra de la pequeña recopilación de los Psalmen de 1530. Entonces Calvino se muestra poeta improvisado y, para empezar, traduce en verso el salmo 46, ese mismo salmo del que ya en 1529 había sacado Lutero su cántico:
Nostre Dieu est ferme appuy
Auquel aurons en nostre ennuy
Vertu, forteresse et seur confort,
Présent refuge et très bon port.
Adapta a sus versos las melodías de la recopilación de los Psalmen; con seguro gusto, no se limita a mantener la correspondencia entre textos y música que su autor había establecido; por ejemplo, adapta el salmo 46 a la melodía estrasburguense del salmo 25. Y como en Ferrara, en 1536, había conocido a Marot, que, ya en 1539, había presentado al rey un manuscrito con treinta salmos, toma ocho salmos de éste y los añade a los siete que tenía traducidos él mismo; añade dos o tres cánticos, y así completa ese librillo de Aulcuns Pseaumes et Cantiques mis en chant que aparece en Estrasburgo en 1539: un libro in-16.° de sesenta y cuatro páginas del cual no se conserva sino un único ejemplar en la Biblioteca de Munich. Todo el espíritu heroico de la Reforma francesa está en estos cánticos, que fueron el viático de sus mártires cuanto éstos subían, impávidos, a la hoguera.[16]
No vamos a seguir con mayor detenimiento el paciente quehacer de Calvino en Estrasburgo. No vamos a entrar en la liturgia: también la toma de la local, simplificando ésta con amplio y firme eclecticismo. Dejemos sólo constancia de un hecho decisivo. Para las iglesias de Francia, la Iglesia no es la de Ginebra sino la de Estrasburgo, tal y como se hizo en el periodo 1540-1542. En 1546, los fieles de Meaux tratan de organizarse en “alguna forma de Iglesia”. Hace cuatro años que Calvino ha regresado triunfalmente a Ginebra. Pero aquellos donde van a buscar modelo es en Estrasburgo…[17] Ya en 1544 los fieles de Tournai se proponen «levantar una iglesia»: mandan una embajada a Estrasburgo para pedir un ministro y vuelven con Pierre Brully, que habrá de morir quemado.[18] Más aún: cuando los fieles de París, en 1557, deciden a su vez organizarse, el tipo de organización que imitan es el de Estrasburgo. Y cabría pensar que en Ginebra, en esa ciudad inquieta en el fondo de su lago, en ese callejón sin salida entre Sàleve y Jura, donde vivía una burguesía local irritada por los extranjeros, los emigrados procedentes de todas partes, también ellos agitados, turbulentos, indóciles, en Ginebra el verdadero calvinismo más se aguó que se transformó, se encogió y replegó en vez de expandirse y desarrollarse.
No seguiremos a Calvino hasta las orillas del Lemán. La historia es harto conocida, y precisamente no estamos contando “la historia de Calvino”. Tiene que bastarnos con haber mostrado cuántas casualidades tuvieron que colaborar con los deseos y las dotes naturales —con las reservas de fuerza heredadas de pacientes generaciones sin número— para formar un Calvino. Lo que importa es que, en la hora decisiva, se alzó un hombre. La batalla del evangelismo estaba perdida en Francia; fue Calvino quien vino entonces y dijo a su manera: “Aún tengo tiempo de ganar otra”.
II
Se alzó un hombre, se creó una obra. No nos toca examinarla en detalle. “Esbozo de un retrato de Juan Calvino”: no perdamos de vista lo que implican estas palabras. La obra de Calvino es un océano. Y todavía no lo recorremos con bastante seguridad. ¿Qué aportaba? Una doctrina clara, lógica, coherente, perfectamente ordenada por un maestro al cual, de vez en cuando, resulta tentador aplicar las palabras destinadas a Ario: “una lucidez autoritaria”… Desde luego, y ello no supone disminuir su valor. Lo esencial, sin embargo, es otra cosa —si es verdad que la gran obra histórica de Calvino no fue componer libros, pronunciar sermones, formular y defender dogmas. Fue “educar hombres”. Calvino ha creado, ha formado, ha moldeado un tipo humano que puede o no gustar, con el que pueden o no sentirse afinidades: tal y como es, constituye uno de los fermentos de nuestro mundo, y no sólo de nuestra Francia. Calvino ha creado el tipo humano del calvinista.[19]
Lo veíamos hace poco. La época en que surgió Calvino era turbulenta. Los hombres, indecisos, inquietos, buscaban el camino. Muchos de ellos, en el fondo, se sentían satisfechos de no tener que tomar partido. ¿Seguir las vías de la Reforma? Sí, pero al final del camino se alzaba una hoguera; ahora bien, según se presentaba en aquellos años oscuros ¿valía la Reforma un sacrificio total? Se le veía vacilante, desgarrada, irresoluta y, en lugar de caminar hacia una sólida unidad, desmigajándose. Se oían también las risas de los católicos: “¡Bonito trabajo! Todo lo han rasgado, todo lo han roto y derruido… y ahora son incapaces de poner nada en su lugar”.
Para salvar la Reforma, había que hablar claro. Colocar frente a los fieles un deber imperioso. Apelar a un sentimiento tan claro, tan fuerte, tan categórico, que hiciera imposible toda vacilación. Que desencadenara un poderoso movimiento reflejo frente a todos los secretos llamamientos a la prudencia. Que hiciera aceptar antes la muerte que un retroceso… ¿Qué sentimiento podía ser ése?
La época era una época de reyes. Era caballeresca. Era guerrera.
¿Guerrera? Piénsese en las guerras de Italia. En los periódicos descensos, al otro lado de las montañas, de las bandas suizas, de los lansquenetes alemanes, de los gascones. ¿En cuántas familias no había un hombre, o a veces varios, que, de grado o por fuerza, habían marchado allá, para regresar con una disciplina anclada en sus hábitos, rudos, feroces, y amigos de repetir la palabra irrevocable: «muerte»?
¿Caballeresca? Los comienzos del siglo XVI no habían olvidado ni mucho menos aquel renacimiento de las tradiciones caballerescas del cual los Valois de Borgoña habían hecho un medio de acción y un vehículo de prestigio. ¿Puede negarse el papel que desempeñaron en las conquistas ultramarinas, en las asombrosas aventuras cuyo teatro fueron, sobre todo, Sudamérica y México, aquellos libritos de fácil transporte, impresos y reimpresos por millares, que cruzaban el océano en el fondo del equipaje de los aventureros, aquella literatura que Cervantes ridiculizaría al acabar el siglo, la de los Amadises que acuden en ayuda de los «cuatro hijos de Aymon», más grata, más completa humanamente, en cierto modo, que esta última, pues al juego de las armas unía el de los amores?[20]
El espíritu belicoso. El espíritu caballeresco. En una palabra: el espíritu de Bayardo. Pero era sobre todo una época de reyes este principio de siglo abundante en monarcas tan prestigiosos que en la Iglesia no se vacilaba en calificarlos de semidioses. En Alemania, el Emperador Carlos V, dueño de media Europa y que obsesionaba a la otra media con su presencia; además, como decía él mismo, "dominador en Asia y en África" En Francia, el rey Francisco, todavía sólido y brillante, con su porte magnífico, su elevada estatura, su aire caballeroso. Luego Enrique VIII y todo un pueblo de soberanos tan pronto vestidos de resplandecientes armaduras como de terciopelos suntuosos, de sedas únicas, cubiertos de pedrería, ensalzados como seres divinos y que movían a tal punto la imaginación que la literatura se apoderaba de ellos –que los protagonistas, en los libros de Rabelais, eran reyes gigantes. Primero esos reyes de leyenda popular, unos reyes de piñonate bonachones y bromistas: los Gargantúa. Luego, auténticos reyes, reyes de corazón y porte reales, réplicas literarias de los soberanos de entonces: los Pantagruel. Pero, tanto unos como otros, gigantes.
Movilizar todos estos prestigios, los de una monarquía más aún que semisagrada,[21] los de una caballería que todavía dominaban las imaginaciones, los de las proezas militares cuyos actores o espectadores no podían olvidar, y ponerlos al servicio del Rey de Reyes, de Dios: tal fue finalmente, desde el punto de vista moral y psicológico, la obra de Juan Calvino. Tanto si él era conciente de ello como si obedecía a poderosas fuerzas que habitaban en él –y que revestían sus pensamientos y sus acciones con un estilo muy personal-, pero que sus contemporáneos adoptaban sin esfuerzo alguno.
El cristiano tiene un rey al que debe servir ciegamente. Su rey es el Rey supremo y hay que seguirle a donde sea, ciegamente, hasta la muerte. ¿Transportados por el fervor sentimental? Más bien transportados por la obediencia ciega y la fidelidad llevada hasta la pasión. Y el cristiano está vinculado a su rey por el más poderoso, por el más elocuente de los sentimientos de entonces: el honor. Lucha por el honor de su rey. Y su honor estriba en su lucha por este rey.
También Lutero proclamaba que Dios era su Rey. Pero el Dios de Lutero era un Dios celoso; al cristiano que se entregaba a él lo tomaba, lo separaba del mundo, le procuraba las dulzuras inefables de la paz, de la contemplación y de la adoración. Credo, ergo sum: ésta era, en cierto modo, resumida, simplificada y ampliada a la vez, una postura de luterano. En cambio, para el historiador atento, no a las formulaciones o a las distinciones teológicas, sino al eco que despiertan en los corazones de quienes, al fin y al cabo, prestan su voz a tantos seres humanos, ago, ergo credo es un lema que podía atribuirse a todo calvinista, en la medida en que resumía un largo esfuerzo aplicado a sí mismo y una concepción de la vida convertida en instintiva. El Dios de Calvino era un jefe. Un jefe militar. El calvinista, un soldado enrolado para la acción y para el combate santo bajo la bandera de este jefe. El calvinismo es una doctrina de energía, por la que cruza el fuerte soplo guerrero y trágico del Antiguo Testamento.
Hacer lo que Dios quiere… Recordemos que Calvino, toda su vida, ha obedecido las llamadas de Dios. Cuando se lo mostraron fue cuando obedeció primero a Farel y luego a Bucero, en los dos momentos más decisivos de su vida, haciendo lo que, por su propia decisión, nunca hubiera hecho. Y ahora añado: el soldado permanece en su puesto. Calvino se mantuvo en Ginebra. Obstinadamente, contra viento y marea. ¿Por su interés, por su gloria y su prestigio personales? No. Por Dios, de quien era soldado,[22] y que se perfilaba en cada instante de su vida y tras cada uno de sus actos, dictando a su hombre las acciones y las palabras. Peligrosa actitud, pues así el hombre queda, en cierto modo, divinizado, se confunde con Dios, acaba por sentirse Dios. Una actitud que implica y absuelve la violencia. Una actitud viril, en cambio, y de inexorable claridad.
Lo que tal actitud comporta es el odio al equívoco. ¿Es buen soldado el que confraterniza, el que simpatiza con el enemigo? Es preciso elegir el campo. Y defenderlo hasta la muerte. Elegir, sí, pero no se trata de una elección intelectual. Calvino plantea la cuestión en un terreno muy distinto: el del honor. Del honor militar. Y también en esto responde bien a su época. La época que zahiere a los “traidores”, incluso a los que se resguardan con su mentalidad, hasta entonces admitida sin dificultad como válida, de «feudales»: el condestable de Borbón, pongamos por caso. Pero que exalta a los fieles, a los que mueren sin compromiso y quedan como dormidos plácidamente en servicio de su honor, como Bayardo.
Así es como, de los escrúpulos, de las inquietudes, de las vacilaciones de tantos hombres que no eran forzosamente unos timoratos, pero sí a menudo intelectuales discutidores y sentimentales vacilantes, de su aversión al compromiso, hace Calvino una cobardía.[23] Lleva la discusión al plano del honor. Y, al salir de una predicación de aquel picardo hostil a todo pacto con el enemigo, el más mediocre de los que han formado su público siente y reconoce la voz interior a la que alude Stendhal: "Teniente Loutil, ¿acaso es usted un cobarde?"… Después de pasar cinco siglos, esta voz habla todavía en la conciencia de sus remotos descendientes.
“Dios pone en nuestros cuerpos los blasones de su Hijo. No debemos deshonrarlos”. Fórmula de Calvino. ¿Algo complicada, tal vez para gentes sencillas que no tenían blasones? Sin embargo, en Meaux, mientras el verdugo marcaba con un signo de infamia a un pobre cardador de lana, Jean Leclere, que poco después había de expiar en Metz sus creencias con la hoguera, la madre de éste, una pobre vieja a la que habían arrastrado por la fuerza a la primera fila para que no se perdiera nada de la horrible muerte de su hijo, su madre, digo, gritaba, al ver quemarse la carne de su hijo: "¡Viva Dios y sus enseñanzas!". No son textos inventados. Allá los teólogos si tuercen la boca ante estas palabras, y estas interpretaciones. Convengo de buena gana en que la teología no tiene mucho que ve con la psicología de masas. Pero, si no hubiera masas de adeptos a unas creencias, tampoco habría, sin duda, teólogos.
Es cierto que quien adopta esta actitud sabe que camina a la muerte. Se trata de una actitud de mártir. ¿Y acaso se sabe el número de mártires que engendró el siglo XVI? Mártires sin angustia y que iban valientemente, casi alegremente al suplicio. ¿Cuestiones de honor? Desde luego. Pero hay también algo más.
Calvino no ha ignorado la condición misma de esta aceptación viril de la muerte, contemplada sin temor, cara a cara. “He pecado tanto… ¿No estaré maldito?” No. No te inquietes. Tu salvación no la haces tú. Tú, “desnudo de toda virtud pero revestido de Dios, vacío de todo bien pero lleno por obra suya”: admirables expresiones de la Epístola a Francisco I, escrito de tanta fuerza y relieve.[24] Tu salvación la obra de Dios sólo en su criatura, gratuitamente, por un don de gracia al que nada le fuerza. Y que le deja libre de elegir como quiere y a quien quiere para la salvación. ¿Qué es esto sino la Predestinación? Doctrina de rara y profunda psicología, siempre desde nuestro ángulo que nada tiene de dogmático, que es de historiador y no de teólogo. La Predestinación, la pieza final del edificio, la coronación. El último toque del alma de un caballero que no traiciona. Que no teme. Que se muestra fiel, sin miedo, hasta la muerte.
Calvino pudo muy bien hacerse enterrar en tal anonimato que nadie ha podido jamás reconocer el lugar de su tumba. Seguía en ello la ley de Ginebra. Nada de tumbas individuales. Nada de epitafios, ni siquiera cruces. Ni ministros rezando ante la fosa, ni liturgia en el templo, ni tañido de campanas, ni discurso fúnebre. Nada.[25] Fiel a la ley general, Calvino no se hizo construir un sepulcro de piedras muertas. Lo construyó él mismo con piedras vivas, que, como dice nuestro viejo Rabelais, “son hombres”. según la cual el auténtico calvinismo no vio la luz en Ginebra en 1536, junto a Farel, ni en Ginebra en 1542, sino en Estrasburgo, entre 1538 y 1541.
[1] Esta conferencia fue pronunciada en São Paulo, Brasil, en la Universidad Mackenzie, bajo los auspicios del Instituto de Cultura Religiosa (septiembre de 1949). No se escribió. Se publicó, tomada taquigráficamente y traducida al portugués en la Revista de Historia de São Paulo, vol. 5, no. 12, octubre-diciembre de 1952, pp. 254-267. La he reconstruido.
[2] Sobre el protestantismo brasileño, ver los notables estudios de E. G. Léonard: L´Illuminisme dans un protestantisme de constitution récente, P.U.F., París, 1953, in-8.°, y, anteriormente, “L´Eglise presbytérienne du brasil et ses expériences ecclésiastiques” (Études évangéliques, publicados por la Faculté libre de théologie protestante, Aix-en-Provence, 1949, in-8.°).
[3] Michelet, en su Tableau de la France, destaca el carácter peculiar y el papel de las provincias periféricas. “Las extremidades son opulentas, fuertes, heroicas, pero a menudo tienen intereses diferentes del interés nacional.” Mezclan a lo francés algo de lo extranjero, de modo que tenemos, frente a Alemania, una Francia alemana; frente a España, una Francia española; frente a Italia, una Francia italiana…Opiniones rápidas, discutibles, pero que no hay que olvidar.
[4] Sobre todos estos comienzos de Calvino, cf. El libro ya antiguo, pero clásico, de Abel Lefranc, Le Jeunesse de Calvin, 1888. Cf. también las “Recherches sur la formation intellectuelle de Calvin” de Jacques Renouard, Cahiers de la revue d´histoire et de philosophie religieuse, n.° 24, Estrasburgo, 1931.
[5] En lo cual se contrapone a otros y, por ejemplo, él, Calvino el Conciso, a Bucero el Prolijo, que no acababa nunca. Contraposición muy conciente; ver los textos calvinianos reunidos por Lefranc en la introducción a su edición de la Institution de 1541, pp. 32-33.
[6] Sobre los retratos de Calvino, ver E. Doumergue, Iconographie calvinienne. No pensamos en el retrato de Hanau: se trata de un falso Calvino.
[7] Cf. Lucien Febvre, Le Probleme de líncroyance au XVIe siecle. La Religion de Rabelais,
[8] Sobre todo esto, y sobre la gran popularidad del paulinismo en Francia en esta época, cf. Lucien Febvre, Autour de I´Heptaméron, amour sacré, amour profane, Gallimard, París, 1944.
[9] Se llamaba Etienne de la Forge.
[10] Sobre Farel, ver la Biographie collective de 1930: “Guillaume Farel, 1489-1565”, por un grupo de historiadores, pastores y profesores; Neuchâtel y París, 1930, in-4.°.
[11] Todos los intentos de hacer verosímil la existencia de una primera Institution en francés anterior a la Institutio latina de Estrasburgo quedan contradichos por la afirmación de Calvino en el Argument du présent livre que encabeza su Institution en francés de 1541: “J´ay composé ce présent livre. Et premièrement I´ay mis en latin, à ce qu´il peust servir à toutes gens d´estude, de vuelque nation qu’ilz feussent; puis aprés, songeant au bien de la Nation française, I´ay aussi translatéen nostre langue (He compuesto el presente libro. Y primeramente lo he puesto en latín, a fin de que pudiera servir a todos los estudiosos, de cualquier nación que fueren; después, mirando al bien de la nación francesa, también lo he traducido a nuestra lengua)” (ed. Lefranc, p. III). También es sabido que el título de la Institution de 1541 lleva estas palabras: “Composée en latin par Jean Calvin et translatée en françois par luy mesme” (facsímil en el frontispicio de la ed. Lefranc).
[12] La Biblia llamada de Olivetan también recibió durante largo tiempo el noviembre de Biblia de Serrières, acumulando así los errores de denominación: no existió Olivetan alguno, sino un tal Louis Oliver, primo de Calvino, cuyo impresor fue, en Neuchâtel (y no en Serrières), Pedro de Wingle, llamado Pirot Picard, burgués de Neuchâtel. El pie de imprenta es de 4 de junio de 1535, Título: “La Bible, qui est toute la Saincte Escripture, en laquelle sont contenus le Vieil Testament et le Nouveau traslatez en Françoys”. El Antiguo Testamento va precedido de un prefacio de Calvino en latín, y el Nuevo de otro en francés, también obra suya. Al f. III, tabla de las voces hebreas, caldeas, griegas y latinas, por Despériers.
[13] La expresión es del propio Calvino (cf. Institution de 1914, argumento: Calvino se propone tratar “les matières principales et de conséquence, lesquelles sont comprises en la philosophie chrestienne (las materias principales y más importantes que comprende la filosofía cristiana)”) (ed. Lefranc, p. 11).
[14] Éste fue el primer local, al que siguió la capilla de las Penitentes y, más tarde, ya en el centro de la ciudad, el coro de los dominicos que los obuses alemanes destruirían en 1870, junto al colegio y la biblioteca instalados por Juan Sturm en la misma época.
[15] Cf. Jacques Pannier, “Calvin a Strasbourg”, Cahiers de la revue d´histoire et de philosophie religieuses, publicado por la Facultad de Teología Protestante de Estrasburgo, n.° 12, París, 1926, in-8.°
[16] Acerca de todo esto, cf. Th. Gerold, “Les mélodies des premiers chants des protestants à Strasbourg”, Bull. de l´Union protestante libérale, Estrasburgo, marzo de 1924. Cf. también Riggenbach, Des Kirchengesang in Basel.
[17] Histoire des martyrs, ed. De Toulouse, 1887, I, p. 494.
[18] Hacen lo que hacía por su parte aquel español llamado Juan Díaz cuya dramática historia narra la Histoire des Martyrs (ed. De Ginebra, 1562, f., libro III, 161; ed. De Toulouse, 1887, t. I, 468). En busca de iglesias bien regidas y de gentes sabias, marcha a Ginebra con Mateo Budé y Juan Crespin, y luego a Basilea, pero poco después se retira a Estrasburgo y decide permanecer allí algún tiempo, porque, en su opinión, “il y abatí plus grand nombre de gens sçavants (allí había más sabios)”.
[19] Para saber lo que es hoy en día este tipo humano resulta infinitamente provechosa la lectura del notable estudio reciente de Léonard: Le protestant français.
[20] Acaba de ilustrar estos hechos un libro muy rico en contenido, el de Irving A. Leonard: Books of the Brave, Harvard University Press, Cambridge, Mass., Estados Unidos, 1949. (Traducido al castellano en 1953 por el Fondo de Cultura Económica de México, bajo el título de Los libros del conquistador.) Ver en los Annales (Economies, Sociétes, Civilisations), 1955, un buen artículo de Chaunu sobre este libro y sus conclusiones.
[21] Sobre el valor del término “rey” en el siglo XVI, consultar el admirable libro de Marc Bloch, Les Rois thaumaturgues, Estrasburgo, 1924, in-8.°, reimpreso en 1957.
[22] Habría que evocar aquí la doctrina calviniana del honor de Dios. ¿Cumple con su deber el cristiano? Carente de toda gloria propia, sólo puede glorificarse en Dios, “s´ôter toute de gloire (despojarse de todo motivo de glorificación)”, a fin de que sólo Dios sea glorificado… (Epístola a Francisco I, incluida en la Institution de 1541, ed. Lefranc, p. XIII).
[23] Y no sólo en teoría y para los demás. Nos lo explica muy bien en su Commentaire sur les psaumes de 1558 (Corpus Reformatorum, XXXI, 24), donde cuenta cómo las mentiras de los católicos le movieron a escribir la Institution. “Il me sembla que, sion que je m´y opposasse vertueusement, je ne pouvois m´excuser qu´en me taisant, je ne fusse trouvé lasche et desloyal (Me pareció que, si no me oponía virtuosamente, no podía evitar que, al callarme, se me encontrara cobarde y desleal)”. Aquí el motivo intelectual habría sido la aversión a la mentira, la necesidad de establecer nuevamente los hechos, el amor y el culto de la verdad.
[24] Epístola a Francisco I, ed. Lefranc, p. XII.
[25] Véase la indignación que expresa ante tan completa desnudez Brackenhoffer, personaje natural de Estrasburgo que pasó por su ciudad a principios del siglo XVII y asistió a un entierro. Brackenhoffer no era católico, seguía la religión de su ciudad natal, pero no por ello se escandaliza menos de la práctica calvinista: “Cuando muere un hombre, se ha muerto. Ni tan siquiera se le otorga la limosna de un padrenuestro. Los deudos vuelven a su casa sin consuelo, conmemoración ni exhortación” (Voyages d´Elie Brackenhoffer en Suisse, 1643 y 1646; 1930, p. 83) Albin Michel, col. “Evolution de I´humanité” París, 1942, p. 105, in-8.°
Fuente:
http://calvino-jubileo-2009.blogspot.com/2006/11/una-puntualizacin-esbozo-de-un-retrato_14.html
2 comentarios:
porque tan largas esas biografias, se supone que cuando uno en google escribe biografia resumida de equiss persona es algo resumido, no toda la historia completa ok.
yo soy una estudiante soy anonima pero lo que digo es cierto RESUMIDAS nada mas ojaala, para la proxima sea mejor ok...
Bueno,vos crees que con unas pocas lineas alcanza para saber de la vida de este hombre que tanta repercusión tuvo en la historia del cristianismo en los últimos 500 años?
Además, vos querés todo servido, eso no es asi.Hacete tu propio resumen de la información que encontrés!
Saludos
Paulo
Paulo
Publicar un comentario